Estamos en los inicios de una segunda revolución en los estudios de la fotografía peruana. El historiador, curador y crítico de arte Gustavo Buntinx no duda en llamar al momento actual de esa manera, sin temor a exagerar con el término. “La primera revolución de nuestra memoria visual se dio con la recuperación y puesta en valor de Martín Chambi”, asegura. “La segunda es aquella que, sin dejar de reconocer el lugar impresionante que el fotógrafo puneño siempre va a tener en el firmamento de nuestra fotografía, empezamos a reconocer en otras presencias estelares que no eclipsan, sino más bien complementan todo lo que ya habíamos empezado a apreciar”.

En esta segunda revolución, figuras como Juan Manuel Figueroa Aznar, Reynaldo Luza y Carlos Dreyer ganan brillo. Este último, alemán de nacimiento pero peruano por arraigo voluntario, es el personaje central de la investigación que llevó a cabo Buntinx y que es recogida en la publicación de MAPFRE y Grupo Editorial COSAS, “Wanderlust. Arraigo y errancia en la fotografía de Carlos Dreyer 1895-1975”.

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EL ANDE EN TRÁNSITO

La historia de este fotógrafo tardíamente descubierto, ya que nunca enseñó sus instantáneas en vida, es paradójica. Buntinx comenta que Dreyer pudo haber tenido una vida acomodada, más que asegurada en su pueblo natal, donde su familia tenía una importante posición en el comercio y reparación de relojes y joyas. “Pero todo lo deja para desbordarse en zonas que sin duda eran extrañas y hechizantes para un perfecto burgués de la Europa del norte”, indica el crítico.

Tras pelear en la Gran Guerra, Dreyer sale de Europa, y casi de Occidente, en busca de una otredad virgen; casi a la manera de Paul Gauguin, pero en vez de paisajes polinesios, Dreyer capturaría un contexto andino en transformación, el de la primera mitad del siglo XX.

“‘En trance’ es la expresión precisa. ‘En trance y transición’”, señala Buntinx. “Creo que Dreyer intuyó de modo muy radical y certero la condición terminal del tiempo que le tocó vivir. Es el último esplendor del mundo andino y también es la crisis definitiva de un orden señorial que tuvo manifestaciones terribles”.

Quizá la principal diferencia con sus contemporáneos, como Chambi o Figueroa Aznar, es que nunca mantuvo un estudio comercial de fotografía. “Él no era un fotógrafo profesional, y sin embargo ahora descubrimos que mantuvo una intensa y aguda actividad de ese tipo”, asegura Buntinx. “Lo fascinante es que, al no haber tenido un desempeño profesional en la fotografía, contamos con la certeza absoluta de que todo lo que fotografiaba respondía a su propia sensibilidad. Ahí tenemos un arte de necesidad interior”, exclama el crítico.

Antes de asentarse finalmente en el Perú, y echar raíces en la sociedad puneña de la época, Dreyer llegó al sur de Chile por sus conexiones con las colonias germánicas establecidas ahí. Pero de inmediato, presa de un wanderlust indómito, empezaría a merodear las zonas menos civilizadas del continente. Bolivia, Argentina, Perú y, más adelante, incluso Ecuador, Colombia y Venezuela.

“Dreyer busca con emoción telúrica aquellas zonas más apartadas donde perduraba, casi como un anacronismo, una forma tradicional de vida, un sentido pausado en el tiempo, y una cultura casi detenida en la historia. Hay una clara fascinación en él por lo prehispánico y lo colonial”, añade Buntinx. Esa sensibilidad es, qué duda cabe, la que se aprecia en su obra fotográfica.

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FRICCIÓN Y VANGUARDIA

En las fotografías de Carlos Dreyer se retrata dentro del contexto en el que se encuentra. No solo paisajístico, sino social. Abraza y da la mano a los indígenas. “En una foto muy perturbadora, aparece siendo cargado por ellos, que era como se solía desembarcar en los pueblos de la orilla del Titicaca”, advierte Buntinx, quien asegura que el fotógrafo mantenía una vocación de cercanía con el peruano “en su diversidad y en sus fricciones”.

El crítico resalta que es impresionante que un país tan marginalizado como el Perú durante el siglo XX ahora pueda presentarse como una escena de vanguardia de la fotografía internacional. “La serie que Dreyer hace de las ruinas de Sacsayhuamán, con todo este juego de figuras alegóricas en tensión con las piedras ciclópeas, articulando la presencia perturbadora de la servidumbre indígena en la representación de su esposa y su hijo, son obras que pueden dignamente dar la pelea a lo mejor de la producción fotográfica de la época”.

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Por Stefano De Marzo  
Fotos de Javier Zea