Por Laura Alzubide

En 2009, Gus Gracey decidió dar un vuelco a su vida. Le gustaba escribir y tomar fotografías. Sin embargo, nunca había cogido un pincel. “Yo nací con el don del dibujo –explica–, pero estudié Administración de Negocios y me dediqué al polo durante treinta años”. Fue campeón en España durante varias temporadas, y jugó en Argentina, pero a los 45 años ya no quiso seguir. “Competir empezaba a ser complicado y tomé la decisión de volcarme a lo que es mi pasión: la pintura. Empecé de cero”.

En poco tiempo, sin embargo, encontró un lenguaje propio.
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Se decantó por el lienzo y el acrílico. Arrojaba pintura sobre la superficie, al estilo de los drippings de Jackson Pollock, y daba forma a las salpicaduras. Se dedicaba al arte. En cuerpo y alma. Se exhibía en las redes sociales. Y comenzaba a vender. “Entonces me contactó una agente inglesa y me ofreció hacer una muestra en Londres”, cuenta. “Ella estaba haciendo sus pininos como agente. Acepté. Y la exposición fue un bombazo. Llevaba solo ocho meses como pintor”.

Seis años más tarde, Gracey ha pintado miles de cuadros. “Trabajo siete días a la semana, veinticuatro horas al día, concentrado solo en la pintura –dice–. Produzco mucho porque todos los pendientes que tenía (viajes, dinero, mujeres) ya los he cumplido”. Ahora, asegura, está viviendo una nueva vida.

“Autorretrato al óleo” (2009) fue la primera pieza que pintó Gus Gracey. Durante el proceso, el pincel quedó pegado en el lienzo, y así pasó a formar parte de la obra.

“Autorretrato al óleo” (2009) fue la primera pieza que pintó Gus Gracey. Durante el proceso, el pincel quedó pegado en el lienzo, y así pasó a formar parte de la obra.

Debut limeño

Esta segunda vida aparece reflejada en la muestra “Tiempo transversal”, que estará abierta al público en la galería del Museo Pedro de Osma, hasta el 8 de febrero. Su primera exposición en Lima, una selección de veinticuatro obras, es realizada por el curador Jorge Villacorta. Gracey pinta sobre lienzo, sí, pero también sobre cartones, puertas rescatadas de demoliciones, palés de obra. Y últimamente está experimentando con la escultura.

Como artista, Gracey se ha creado a sí mismo desde la nada. Hay una anécdota que refleja su manera de afrontar su trabajo. Un día le recomendaron que dijera a los periodistas que su obra era expresionista figurativa. Sin embargo, como no recordaba la etiqueta, acabó por decir que su estilo era “post-neo-hippie”. Ahora lo repite siempre que se lo preguntan, aunque nadie sepa de qué se trata realmente. Gracey es intuitivo. Intenso. Provocador. Tiene una fuerza descomunal. Como su obra. Lleva siempre puesto un sombrero, lentes de sol, y jeans salpicados de pintura. La misma ropa con la que aparece en las fotografías que lo retratan junto a Federico Mayor Zaragoza, ex director general de la Unesco, cuando este aceptó participar en su proyecto “Femme fatART”, una exposición dedicada a la mujer que combina sus pinturas con textos de escritores e ilustres personajes. Para él, el poder está en el color.

Hay un video que circula en YouTube en el que repite: “Me importa un carajo lo que os parezca mi arte. Yo no pinto para la gente. Pinto para mí”. De este modo, trata de mostrar que esta nueva manera de hacer arte, y vivir del arte, es posible.
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Trabajar sin la tiranía de los galeristas ni de los curadores.
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Con total libertad. “Tiene que haber una forma distinta de hacer las cosas –dice Gracey–. El arte, para mí, no es un negocio. El arte no se explica: se siente”.

Fotografía de Javier Zea