A continuación, una conversación que, como sus cuadros, combina destellos de luz y oscuridad.

Por Mariano Olivera La Rosa // Fotos de Jacques Ferrand

“Como era una persona muy activa, hacía exposiciones por todas partes. Nunca dije que no a una exposición, pero, de la misma manera, nunca solicité una”.

“Nunca me he quedado callado. Por eso, el libro se llama ‘La vida sin dueño’. Nunca he tenido que tener cuidado con mis opiniones porque no le debo el puesto a nadie; todo lo he hecho yo, con mi trabajo”.

Con un cuadro entre las manos, me dice: “No puede estar expuesto a la luz”. Fernando de Szyszlo camina por su biblioteca como si el peso de sus 91 años solamente recayera sobre su partida de nacimiento. Traslada el cuadro con firmeza y, sin titubear, lo apoya en un asiento para que pueda observarlo. No es suyo. Tampoco es de un colega. Ni siquiera es una pintura. Él lo mandó a enmarcar, eso sí. “A Gody y Blanca”, se lee en la dedicatoria, al centro del cuadro, a través del cristal que protege su contenido. (Así lo llaman sus amigos y familiares más cercanos: Gody. Según su madre, fue la primera palabra que pronunció.) Firma Georgette, la viuda de César Vallejo, al lado de dos fragmentos del poeta. A la derecha, un perturbador mechón de pelo negro con apariencia de mostacho. Aplanado bajo el cristal, remotamente lejos del cuerpo que le dio razón de ser, transpira la poesía de su excolono. La misma angustia, el mismo resabio de melancolía. A la izquierda, el manuscrito del poema “Invierno en la Batalla de Teruel” deja leer algunos versos.

“Precisamente,
va la vida coleando, con su segunda soga”. 

Georgete Vallejo se lo obsequió poco antes de morir, en la década del ochenta. Szyszlo la había conocido en París, allá por 1950. Y al día siguiente de conocerla, ella le regaló un sobre que decía “En secreto”. Y dentro del sobre, había otro sobre que decía “Para Gody, en secreto”. Y en su interior, estaba el mechón de pelo negro, desamparado, como preguntándose qué sentido tenía permanecer en otro sitio que no fuera una cabeza. “Lo tuve en un sobre, por lo menos, veinte años. Me daba un poco de rechazo”, confiesa Szyszlo. “Pero después me acostumbré a él”, agrega, mientras regresa el cuadro a su lugar de origen, oculto de la luz en un espacio de su extensa biblioteca. Piensa donarlo a la Biblioteca Nacional.

Estamos en la planta baja de su estudio, al lado de la sala donde recibió a Borges en noviembre de 1978. Lleva 44 años viviendo en esta casa, situada en una de esas calles residenciales de San Isidro donde, por la tarde, aún puede escucharse el canto de los pájaros. A diario, Szyszlo sube a la segunda planta, rumbo a su taller, con la misma ilusión con que comenzó a pintar en los años cuarenta. La pintura es el motor de su vida, pero –tal vez precisamente por serlo– también es un motivo de insatisfacción permanente: sus cuadros nunca consiguen expresar todas sus intenciones. Entonces, vuelve a inventarlos de otra manera, en otro contexto, con otros colores. Habla Szyszlo: “El otro día, le decía a alguien: ‘Finalmente, a los 91 años, me doy cuenta de que el destino no era un cuadro, sino la persecución de un cuadro’. O sea que Machado tenía razón: ‘El camino se hace al andar’”.

Y a estas alturas, ¿qué es lo más valioso que rescata del camino?
(Medita un instante, con la mirada azul sumergida en las cuencas de sus ojos, bajo sus cejas despeinadas) Haberla vivido, sin duda –dice, al fin, sin cambiar su gesto habitual, entre solemne y adusto–. Haber tenido la suerte de encontrar personas tan valiosas como Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Emilio Adolfo Westphalen… Tantos escritores. En realidad, mis amigos siempre han sido escritores.

No ha tenido muy buena relación con los pintores.
No… Con (José) Sabogal tenía buena relación; con Sérvulo (Gutiérrez), también, lo quería mucho… Pero con los pintores extranjeros tenía mejor relación que con los peruanos. En general, me llevo mejor con los escritores porque me gusta conversar; sobre todo de literatura, de política… de mujeres.

Sobre las mujeres, ha escrito que se ha dejado llevar por el juego de la seducción. 
Sí… ¿Quién no? Hay tantas mujeres lindas en el mundo. Siempre he tenido relaciones muy graves con las mujeres. Con Blanca (Varela, con quien estuvo casado entre 1949 y 1986) no supimos defender lo que teníamos, valorarlo; no supimos merecer una relación más seria.

Szyszlo pasa todo el día en su estudio. “Si no estoy pintando, estoy leyendo o escuchando música clásica; es el sitio donde vivo”.

Szyszlo pasa todo el día en su estudio. “Si no estoy pintando, estoy leyendo o escuchando música clásica; es el sitio donde vivo”.

Ha dicho que se siente culpable.
Sin duda, me siento culpable. Pero al mismo tiempo me digo: “Así es la vida”. Es difícil que dos artistas puedan vivir juntos; no por competencia, sino por las tensiones que uno experimenta. No pueden coincidir con las del otro, siempre hay roces, choques… Fueron muchos años los que estuvimos juntos y, sin embargo, no llevó a nada; salvo mis hijos, Lorenzo y Vicente, que sí marcaron una huella profunda, tanto en ella como en mí. Sobre todo la muerte de Lorenzo; fue terrible para ambos –falleció en 1996, en un accidente aéreo–. No sé cómo lo soporté, la verdad. Hasta ahora.

¿Nunca se quebró?

No, nunca pensé en suicidarme. Nunca. En cambio, Blanca, sí. La muerte de Lorenzo la mató lentamente. Yo tenía esta ayuda de Lila (Yábar, su esposa desde 1988), de Vicente y de mi pintura. Tenía algo que hacer todo el día… (Calla un momento, como si contemplara hacia adentro su propia memoria, mientras el silencio se ceba sobre su biblioteca).

¿El arte se canaliza mejor a través del sufrimiento?

¿Perdón? –pregunta, al tiempo que retorna de la abstracción–… Pintar es tan complicado que uno queda capturado mentalmente. Eso era lo que me sacaba de la realidad de esta desgracia. (Suspira hondo, a modo de antídoto contra el recuerdo triste).

Hacia el final de sus memorias, cede la palabra a su esposa Lila, que escribe una carta sobre su relación. Ella dice cosas remarcables, como: “Creo que (a Szyszlo) le daría vergüenza decir que es feliz”. –Él sonríe, divertido–. ¿Es cierto?

Nunca me he sentido feliz… Es que somos una herencia de generaciones de gente que ha creído que ser feliz es pecado, que va a ser castigada por ser feliz. Octavio Paz decía: “¡Qué civilización tan desgraciada, para la cual la palabra placer se ha vuelto obscena!”. Sin duda, lo creo.

Su esposa también menciona la relación de Mario Vargas Llosa con Isabel Preysler. “Esta historia de Mario, con una nueva mujer a los ochenta años, estoy segura de que en el fondo (Szyszlo) lo envidia”, dice. ¿Mario es la envidia de los amigos?

(Suelta una carcajada) Claro que envidio que sea feliz, pero me parece maravilloso que lo sea… Me da pena que, para serlo, haya tenido que hacer sufrir a otros, ¿no es cierto? Pero así es la vida… ¿Yo acaso no dejé a Blanca y la hice sufrir?

A usted también lo hicieron sufrir. Esta ‘Laura’ que menciona en sus memorias, ¿ha sido la única mujer que le rompió el corazón?

(Reflexiona unos segundos) Me imagino que sí. Mi relación con Blanca fue complicada; a veces, me hacía sufrir, pero me he protegido. Y felizmente encontré a Lila, con quien he tenido una relación perfecta porque ambos estábamos decididos a que fuera buena, que es la única manera de que dure.

El amor es una decisión.

¡Por supuesto!

“Nunca me he quedado callado. Por eso, el libro se llama ‘La vida sin dueño’. Nunca he tenido que tener cuidado con mis opiniones porque no le debo el puesto a nadie; todo lo he hecho yo, con mi trabajo”.

“Como era una persona muy activa, hacía exposiciones por todas partes. Nunca dije que no a una exposición, pero, de la misma manera, nunca solicité una”.

El sobreviviente

Cuenta que su padre era un hombre del que jamás recibió un beso. Usted hubiera querido conversar más con él; conocerlo más.

Sí, me arrepiento de no haber tenido la paciencia de conversar con mi padre, que era una persona muy ilustrada; hablaba catorce idiomas. Pero era muy distante y yo seguramente me sentía ofendido. Claro que a él le debo, por ejemplo, mi amor por la música.

Su padre también le construyó su primer taller.

Sí, un pequeño taller. Se lo alquilé al corresponsal de “Life” en español por noventa dólares mensuales. De eso vivíamos Blanca y yo en París.

Ese taller puede haber sido una manera de manifestarle el cariño que le resultaba difícil demostrar.

A veces, me pregunto por qué me lo hizo. Era una persona tan secreta, tan distante… Nunca se interesó por mi pintura… –Se acomoda sobre el sillón de su biblioteca y estira la mano derecha, como si quisiera aprehender un objeto invisible–… Cuando hice mi segunda exposición, me dijo: “Quiero comprarte un cuadro”… –Sus ojos, enfocados en un horizonte ficticio, adquieren un brillo especial–… Me había olvidado de eso. Y me lo compró, un cuadro chiquito que Blanca heredó cuando me separé de ella.

Ese fue un gesto.

Sí, pues, sin duda… pero tan esporádicos, ¿no?

¿Cómo lleva esto de sobrevivir a tanta gente?

Qué raro, ¿no? Todo se lo atribuyo a la pintura, a esa compulsión por hacer un trabajo que no me da resultado, que me hace patalear. He enterrado a todos mis compañeros de clase, a todos mis compañeros de generación… Queda alguno… (Carlos Germán) Belli queda… ¿Quién más queda?Nadie más.

¿Es consciente de que es uno de los peruanos vivos con menos chances de ser olvidado?

Ojalá… Es tan complicado; uno nunca sabe qué es. Ningún artista sabe el valor real de su trabajo. Rilke, a propósito de Rodin, decía: “Ha llegado a la fama, pero ¿qué es la fama sino la suma de las incomprensiones que se acumulan alrededor de un nombre nuevo?”. Se necesita que pasen cincuenta años para saber si existes o no. Meissonier, el pintor francés del siglo XIX, en su momento era el pintor más caro, todos los museos tenían sus cuadros. Ahora cuesta menos que una de estas muestras de arte contemporáneo. –Esboza una nueva sonrisa; esta vez, en clave de ironía.

Usted las valora poco.

Me parecen gestos entretenidos, algunos dramáticos, pero no tienen nada que ver con el arte de la pintura, que es sombras, luces, colores, líneas… Es otro juego. Un juego que no tiene contenido.

¿Sigue siendo una persona tímida, Fernando?

Sigo siendo, sí. Pero, claro, una persona tímida con experiencia. Antes me aterraba hablar en público; ahora no me cuesta ningún trabajo.

¿Y la seguridad en sí mismo, de la que también decía carecer? Después de tanto elogio, de tanta gente que lo enaltece…

Nunca me he sentido muy importante. Hay que ser realista. La ceguera es lo que pierde a los que no se dan cuenta; a muchos gobernantes les pasa.

“He trabajado demasiado estos últimos cuatro meses; he estado muchos días con la presión a 200, fatigado”.

“He trabajado demasiado estos últimos cuatro meses; he estado muchos días con la presión a 200, fatigado”.

¿Es optimista con el Perú de hoy?

Mire, no he perdido la esperanza que tuve cuando nombramos a PPK. La última vez que estuve con Ricardo Luna –ministro de Relaciones Exteriores–, me dijo: “Ha habido tanta burocracia que los decretos no han salido. A partir del primero de enero comienzan a salir, y vas a ver que esto se enrumba”. Espero que sea así. Hemos estado a punto de caer en manos de ‘La China’… PPK no es un gran experto en política, es un hombre estupendo, honesto, preparado, pero de olfato político no tiene mucho, no sabe mucho escoger… Que (Gilbert) Violeta sea presidente de su partido… Dije que era partidario de Alan García entre todos los candidatos porque a PPK lo respeto mucho, pero siempre he tenido la impresión de que estaba tan seguro de lo que él sabía, que pensaba que lo demás no importaba. Intentó hacer vicepresidente a ese idiota del general Donayre, que quería fusilar homosexuales. Y estaba apoyando a Keiko en 2011… Kuczynski no necesita que lo ayuden en economía; necesita que la gente que tiene a su alrededor lo ayude con el olfato político.

¿Qué opina de la elección de Salvador del Solar como ministro de Cultura?

Creo que no lo conozco… Su nombre me es muy familiar… ¿Es actor de teatro?

Ha protagonizado varias telenovelas y series.

Sí, pues…

No lo tiene en el radar.

No, pero me alegro de que hayan cambiado al ministro que había –se refiere a Jorge Nieto–, porque era una persona que no tomaba decisiones. Me parece que de ministro de Defensa va a estar mucho mejor.

Cuando vivía en París, en un hotel con una cama, una silla y una hornilla de kerosene, y desayunaba tarde baguettes con mantequilla y café con leche para evitar el almuerzo, ¿soñaba con un futuro tan próspero?

Me atrevía a pensar que un día iba a poder pintar mejor. Eso es lo que me interesaba, la verdad: que mi pintura mejorara; que más gente la comprendiera. Eso es lo que me interesó siempre.

¿Por qué publicar unas memorias?

Por lo mismo que hago cuadros: para testimoniar, para dejar huella, para que el tiempo no se lleve todo… Que nos lleve a nosotros, nomás.