De pronto, todo oscureció en El valle de la Luna, aquel día de agosto de 1994. Ahora era un inmenso jardín prehistórico, y sombras de monstruos petrificados se alzaban a nuestro alrededor. El vodka había hecho efecto y se habían formado dos parejas; dos peruanas con dos chilenos. Todavía éramos un poco adolescentes y había rezagos, ecos, de comportamiento de chicos de quinto de secundaria. Nos gustaba jugar al «cargamontón» y saltar encima de las camas, mientras el director del grupo vocal de la universidad servía vodka en una de las habitaciones del hotel donde nos quedábamos, en Bolivia. Pero esa noche estábamos a unos diez kilómetros del centro de La Paz. Y el intercambio cultural se había puesto interesante en las actividades periféricas de aquel concurso de coros de universidades latinoamericanas al que nos habían convocado.

De regreso al hotel, en el bus, estábamos sentados en la última fila, hacia al lado derecho. Yo estaba pegado a la ventana; Nadine a mi lado. Todos estábamos un poco embotados por el alcohol pero ella se mantenía intacta. Definitivamente no había tomado como yo. ¿Habría siquiera tomado? Las dos nuevas parejas estaban en arrumacos, besándose, un par de asientos más adelante. Nadine y yo conversábamos, pero no recuerdo de qué. En realidad no recuerdo ninguna conversación con Nadine de esa época… Solo risas.

Aguda, ácida y de risa fácil, Nadine fue la perfecta anfitriona para mí cuando llegué al grupo vocal, atraído por la idea de hacer música. Ella podía romper el hielo fácilmente con una broma sarcástica. Y era inevitable querer ser su amigo para ser aceptado por los demás. Ella era como el capitán del equipo, la embajadora de buena voluntad, quien nos daba el ánimo que necesitábamos para subir a escena. No voy a decir que fue por ella que me quedé en el grupo vocal, al mes de haber llegado, pero sí que me hacía sentir cómodo. En realidad, la verdadera razón por la que me quedé en el grupo fue porque nos habían invitado a la Paz para el concurso. Me emocioné tanto con la idea de viajar fuera del país, que no me importó seguir cantando canciones de Víctor Jara o Mercedes Sosa durante una temporada más. El grupo vocal no era una banda de rock pero por lo menos viajaríamos, con todo pagado.

No. No me gustaba Nadine. No, al menos, en el sentido que ustedes imaginan. A Nadine provocaba cogerla de los cachetes y zarandearla, con cariño, como a una niña pequeña. Por eso, cuando apoyó su cabeza en mi hombro derecho, en el bus, me quedé petrificado y dejé de respirar por unos segundos. Poco después ya estaba dormitando, sintiendo el breve rebotar de su pelo esponjoso en mi hombro, mientras el bus serpenteaba por la carretera, camino al centro de La Paz.

Al día siguiente recorrimos las calles empinadas de aquella ciudad, yo siempre con una cerveza; ella riendo, mientras la música y los desfiles que celebraban a la Virgen de Copacabana eran el río colorido y explosivo que atravesaba la ciudad. La fiesta siguió en una discoteca.

***

Un estruendo demencial sonó en el baño del hotel. Un chico, grande como un gorila, rubio, con la cara de Daniel el travieso narcotizado, había lanzado su frasco de perfume con la intención de noquearme, pero reventó en las mayólicas de la pared, luego de zumbarme los oídos. Espantado, cerré la puerta y el gorila empezó a darle puñetazos. Dios mío, ¿qué mierda hice anoche? Mi mente flotaba en una nube de alcohol y mis nervios se retorcían, mientras flashes dentro de mi cabeza alumbraban escenas en una discoteca, donde la sonrisa de Michelle estaba en primer plano, y el gorila, al que  llamaremos Mongo, ensayaba una mueca de odio, en un segundo plano, amparado por la penumbra. Mongo quería enamorar a Michelle, pero la rubia había bailado conmigo toda la noche. ¿Qué bailábamos? No lo sé. Pero recuerdo que le agarraba la cintura y la mano, y su rostro estaba pegado al mío. Aquella escena debió enloquecer a Mongo, que ahora luchaba por derribar la puerta del baño. Felizmente llegó un chico, al que vamos a llamar Salvador, para calmar a Mongo con un discurso de psicólogo barato, como quien distrae a un niño con una sonaja. Salvador, líder nato, defensor de las causas perdidas y amigo de todos, era algo así como la versión masculina de Nadine dentro del grupo vocal.

Ahí abajo, en el vestíbulo del hotel, estaba todo el grupo reunido, listo para dar un show en casa del embajador del Perú en Bolivia. La esposa del embajador era nada menos que la actriz peruana Lourdes Berninzon, una mujer de curvas portentosas y voz grave, que había calentado a toda una generación de adolescentes a finales de los años ochenta con su aparición en la legendaria telenovela Carmín. Cuando conseguí llegar al primer piso, pude, finalmente, ver a todos los integrantes del grupo, vestidos de negro (así nos vestíamos para las presentaciones). Por unos segundos, sentí que estaba  ante una secta demoniaca, y una arcada me sobrevino.

Nos miramos en silencio, ellos y yo. Algunos tenían el ceño fruncido; otros la boca ligeramente abierta. El copete que solía llevar, a lo James Dean, estaba desarmado, caótico, como si hubiese reventado un petardo en mi cabeza. Ya no me parecía a Zack Morris, el chico popular de la escuela de la serie estadounidense Salvado por la campana (así me decían en el grupo vocal, Zack Morris). Entonces supe que la cosa con la rubia del grupo había ido más allá de un simple coqueteo. Anoche me había portado realmente mal. Por eso el director del grupo, una suerte de Che Guevara obeso, dictó su sentencia escupiendo de la rabia mientras hablaba. Finalmente fui expulsado del paraíso y condenado a quedarme en este hotel. ¿Solo como un paria? No exactamente. Cuando el director estaba rematando su discurso, fuera de sí, un fantasma apareció, con paso zigzagueante, en el vestíbulo. Otro fantasma, como yo, pensé. Pero este estaba en peor estado. Como después me contaría mientras armaba un troncho con manos temblorosas, en su habitación, había estado toda la noche con una mujerzuela en el jacuzzi de otro hotel (uno mejor y más caro), y la mañana lo había sorprendido bebiendo vino de sus tetas. Lejos de presentar signos de remordimiento, parecía feliz con el hecho de quedarse en el hotel, y por un momento lo vi como un gran pajarraco del demonio, con esa nariz picuda y sus casi dos metros, a punto de volar. Pero solo éramos dos ovejas negras cumpliendo un castigo, mientras los demás, con Salvador y Nadine a la cabeza, brillaban con sus voces en la residencia del embajador.