En su nuevo libro Fascismo: una advertencia, la ex secretaria de Estado de Estados Unidos hace veladas comparaciones al recordar a Benito Mussolini, quien, como Donald Trump, quería “vaciar el pantano” donde a su juicio se llevaba a cabo toda la corrupción política.
Madeleine Albright conoce el totalitarismo de cerca. Cuando apenas había aprendido a caminar, sus padres, judíos convertidos al catolicismo, abandonaron Checoslovaquia dos veces: la primera, poco después de la invasión nazi en 1939, y la segunda, luego del golpe de Estado comunista de 1948.
Instalada finalmente en Estados Unidos, Madeleine contrajo matrimonio con uno de los herederos del Chicago Tribune e inició una distinguida carrera política, académica y diplomática que continúa hasta hoy, cuando a los ochenta años ya ha escrito cinco best sellers sobre política internacional y es una de las profesoras más conocidas de la prestigiosa Universidad de Georgetown, en Washington.
Los fantasmas de su pasado, sin embargo, nunca la han abandonado realmente, y hoy han vuelto con inusitada fuerza, como lo revela en su nuevo libro titulado Fascismo: una advertencia. Según ella, hay claros indicios de que la democracia liberal que ha regido a buena parte del mundo occidental desde la segunda mitad del siglo XX está en peligro.
Según Albright, la antesala del fascismo es el autoritarismo, una doctrina que parece ir en alza en Rusia, bajo el brutal mandato de Vladimir Putin; pero también en Venezuela, primero con Hugo Chávez y ahora con Nicolás Maduro; en Corea del Norte con Kim Jong-un; en Turquía con Tayyip Erdogan; y en Hungría, donde el primer ministro Viktor Orban acaba de ganar un tercer periodo consecutivo que le deja las puertas abiertas para erosionar, de una vez por todas, la frágil democracia de ese país.
La crisis, por supuesto, va más allá de estos déspotas. En Italia, Gran Bretaña, Francia y Alemania, movimientos populistas o abiertamente nacionalistas han ido adquiriendo preocupante fuerza. Y a eso hay que agregar, por supuesto, a los Estados Unidos de Donald Trump.
Albright no acusa a Trump de fascista, pero sí lo llama “el primer presidente antidemocrático en la historia moderna de Estados Unidos. Desde los inicios de su campaña hasta su llegada al Salón Oval, Trump ha criticado duramente las instituciones y los principios que forman la fundación de un gobierno abierto”, escribe.
“En el proceso ha degradado sistemáticamente el discurso político en Estados Unidos, mostrando un asombroso desdén por los hechos concretos, difamando a su predecesor, amenazando con encarcelar a sus rivales políticos, acosando a miembros de su propia administración, refiriéndose a la prensa como ‘la enemiga del pueblo estadounidense’, esparciendo falsedades respecto a la integridad del proceso electoral estadounidense, presentando programas económicos y políticas de intercambio nacionalista, y alimentando un prejuicio paranoico hacia los seguidores de una de las religiones más importantes del mundo”.
En su libro, Albright, haciendo veladas comparaciones con los Estados Unidos de hoy, recuerda que Benito Mussolini comenzó su autoritaria carrera prometiendo “quebrar la espalda de los demócratas”, y, como Trump, “vaciar el pantano” donde a su juicio se llevaba a cabo toda la corrupción política. Teatral, narcisista, egomaniaco y con tintes psicopáticos, Mussolini detestaba escuchar la opinión del resto, confiando más que nada en sus propios instintos políticos. Su filosofía de gobierno estaba basada en el nacionalismo patriotero, la autosuficiencia de la república y la teoría de que respeto y temor son lo mismo.
La exdiplomática recuerda que, incluso en Estados Unidos, el fascismo ha tenido un rol permanente en la vida cívica, mencionando, entre otros, a Joseph McCarthy y su caza de brujas anticomunista, o el Comité América Primero, que incluyó simpatizantes del nazismo y que en 1940 llegó a tener más de ochocientos mil miembros.
Las cifras corroboran los temores de Albright. En enero pasado, informó The New York Times, el grupo de análisis democrático internacional Freedom House publicó un informe que señalaba que setenta y un países habían sufrido una declinación en sus derechos políticos y sus libertades civiles, mientras solo treinta y cinco habían visto mejoras al respecto.
Bajo Trump, Estados Unidos, según asegura el documento, se ha convertido en parte del problema. “Uno de los mayores acontecimientos de 2017 fue la retirada de Estados Unidos como promotor y ejemplo de democracia”. Agregando sal a la herida, en el índice democrático publicado por The Economist respecto al año 2016, Estados Unidos pasó de ser “una total democracia” a una “democracia con fallas”, en parte por la feroz campaña de Trump que hizo “perder confianza en el gobierno y en los oficiales democráticamente elegidos”.
En su libro, la ex secretaria de Estado advierte que “nos estamos desconectando de los ideales que nos inspiraron y unieron durante largo tiempo”. Dice que no hay que usar mucha imaginación para pensar en una situación crítica –una recesión económica, un escándalo de corrupción, un ataque terrorista, una serie de desastres naturales– que hagan que el público exija respuestas que la Constitución (a la que llama “el manual democrático”) no podría responder con suficiente velocidad.
Es entonces cuando el populismo se convierte en autoritarismo y, en las peores circunstancias, en fascismo, como una salida rápida que conduce al más oscuro futuro.