“¡Soy inmensamente feliz!”, exclamó Mario Vargas Llosa hace poco tiempo, con entusiasmo y quizá también con resignación. “Lamento que la felicidad se consiga muchas veces causando infelicidad”. Aquella declaración, tan íntima, tan efusiva, hizo vibrar a las redacciones de la prensa nacional e internacional. ¿Por qué? Es que, mire usted, él acaba de condenar la frivolidad que gobierna al mundo en su libro “La civilización del espectáculo”, y ahora, como si tal cosa, se enamora de la reina de las revistas del corazón. Un buen argumento, sin duda, pero no deja de sorprender el alboroto. ¿Habría pasado lo mismo si Isabel Preysler se enamoraba de otro escritor, como Muñoz Molina o Marías? Quién sabe. Aunque a ellos, por ahora, les falta la pátina del Premio Nobel, que sí la tiene el peruano.
Lo cierto es que el romance de Mario e Isabel va viento en popa. Y, la semana pasada, para la celebración del aniversario 80 del escritor, que se extendió por tres días como boda gitana, hubo eventos sociales, políticos y literarios. Se habló de libertad, de democracia, de creatividad literaria, pero no se olvidó mencionar al amor. El amor, hay que decirlo, tal como fue acuñado por el romanticismo. El amour fou, o la locura de amor.
Al dar por finalizada la cena entre amigos, que sería el primer evento, Mario se dirigió a Isabel, muy proper y sentadita a su diestra, así como a los cuatrocientos comensales, todos en mesas de doce asientos, identificadas cada una con títulos de sus libros (a mí me tocó sentarme en “El Paraíso en la otra esquina”, junto al alto comisionado de la Marca España, Carlos Espinoza de los Monteros; la mesa contigua era “La orgía perpetua”, donde se hallaban los padres del venezolano Leopoldo López, prisionero político). “Quiero decirte, Isabel, que cada día que paso contigo es mejor que el anterior”, dijo Mario. “Para mí las palabras ‘Isabel Preysler’ encierran ahora la idea de felicidad”.
Y añadió, con una amplia sonrisa: “Los amigos que están aquí nos van a guardar el secreto”.
Nadie lo guardó, por supuesto, y la mayoría de invitados, no sin cierta fascinación, opinó: “El hombre sigue enamorado”. Es decir, es un inimputable. Nadie juzga a los locos, y menos aún a los locos de amor, a quienes se les tolera. “El amor es una religión atea”, ha escrito Frédéric Beigbeder. O bien, “el amor es la utopía de dos egoístas solitarios que quieren ayudarse mutuamente”. Algo de cierto debe haber en esto, porque tan pronto se conoció la noticia de que Mario rompía su matrimonio, Lima sentenció: “¡Qué desleal! ¡Qué egoísta! ¡Eso no se hace! ¡Pobre la esposa!”. Aunque no todo fue mala onda, porque también arreciaron comentarios más centrados: “¡No estoy a favor ni en contra, soy amigo de los dos!”. O bien, ahondando el análisis conductista: “No hablen tonterías. Mario fue siempre un hombre honesto y apasionado, lo cual, ya se sabe, es una terrible combinación. Hoy se ha enamorado y punto. ¿Usted por qué se mete en su vida?”. “Es que, perdone señor, pero la vida de Mario no es solo suya, sino de todos nosotros, él es nuestro Premio Nobel, nos representa”. Entre los peruanos, en suma, Mario es el más amado y el más odiado. Vale decir, lo tiene todo, y eso no se perdona así nomás. La Lima cucufata, conservadora, frunce la nariz y arruga pañuelos, palpitando en muchos de los comentarios. Pareciera que el divorcio de Mario fuera el primero de la historia, y no uno entre millones de divorcios. “Pero ¿y los hijos? ¿Qué pasa con los hijos?”. “¡Los hijos tienen 40 o 50 años, por Dios!”, digo yo. “¿De qué hablan?”. “Duele el pecado, pero más el escándalo”, me dice una airada señora. “¿Por qué proclamar a los cuatro vientos su felicidad? Esa impudicia ofende”. Tiene razón, creo yo. Pero Mario, con toda la pasión que cobija en su alma, no solo es un hombre enamorado (léase, un loco de amor), sino también un hombre libre, y las historias de amor florecen siempre bajo la tiranía de la libertad.
Hago este preámbulo, sorprendido, porque en la cena de Madrid, que se ofreció en el suntuoso hotel Villa Magna, con decenas de fotógrafos y alfombra roja para ver quién sí y quién no llegaba a pisarla, los amigos limeños de Mario brillaron por su ausencia. Todos eran españoles, argentinos, mexicanos, venezolanos, chilenos, cubanos, colombianos, ingleses, franceses, alemanes, etcétera, la mayoría magnates y empresarios de nota, ex presidentes de América Latina, políticos, socialités infaltables, celebridades del momento, escritores y editores, incluido otro Premio Nobel de Literatura, el turco Orhan Pamuk, que se sentó en su mesa. “¿Y dónde están los peruanos?”, pregunté. A excepción del ecuánime Rafael Roncagliolo, embajador del Perú en España, y del elenco de escritores peruanos residentes en la península, tan solo vi a Bobby Dagnino, ex primer ministro del Perú y ex embajador peruano en Estados Unidos. ¿Y qué fue de su famoso séquito? ¿Tomaron partido por Patricia? Todos estaban invitados y se excusaron, cosa increíble. Mario tiene a España y al mundo a sus pies, recibiendo una incondicional admiración, incluso el rey Felipe VI lo felicita calurosamente, pero, oh sorpresa, desde el Perú solo llega el silencio. Alguien me dice que Fernando de Szyszlo lo verá pronto en París, donde le harán a Mario un homenaje por ser el único autor vivo de lengua castellana incluido en la prestigiosa La Pléiade, célebre editorial francesa que solo publica a los inmortales de la literatura universal.
¿Pero qué pasó con los peruanos?
Bueno, no arribaron esos amigos, pero llegó al menos su hijo mayor, Álvaro Vargas Llosa, quien habló y recordó divertidas anécdotas de su padre, de los tiempos de Barcelona, y que, a decir verdad, hizo un buen discurso, cariñoso y ameno. Y, por si fuera poco, soltó una primicia. “Mario tiene nueva mascota”, reveló. Se trata de un perro inmenso, un gran danés, regalo de Isabel para honrar a su señor de las ocho décadas. Álvaro dijo que Mario podría ya jugar con el perro en los jardines, aludiendo, quizá, a la célebre Villa Meona (la mansión de Isabel, donde ella y el escritor viven juntos actualmente, y a la que se accede luego de recorrer en auto unos ciento cincuenta metros del jardín que precede a la puerta principal; la casa fue bautizada con ese pintoresco nombre, ‘Villa Meona’, porque tiene diecisiete baños). Pregunté por dichos jardines. Un allegado, supuestamente al tanto, me vaticinó que Mario jugaría con el perro en los jardines traseros, cerca a la llamada piscina exterior, porque en dicha casa hay también una piscina interior de agua temperada.
Álvaro es hoy la bisagra entre los dos lados de la familia en colisión. El asunto económico, al parecer, es algo que está zanjado civilizadamente, sin “La guerra de los Roses” de por medio, pero el problema sentimental subsiste. Solo el tiempo curará esas heridas.
¿Y yo qué hago metido en asuntos tan personales? Hay una razón de aquí y de allá que me justifica. Cuando se habla de Mario, hoy en día, todos los grandes temas e ideas de política y literatura vienen acompañados por chismes. Multitud de chismes, de cualquier signo. Pero ¿cómo evitarlo? Mario, quiéralo o no, es el centro de la polémica desde que apareció con “La ciudad y los perros” y corrió el rumor de que un lote de mil ejemplares había sido quemado en el patio del colegio Leoncio Prado. El ingrediente extraliterario es su segunda sombra. Me siento a una mesa de amigos y escucho: “Iba a cantar en la cena Plácido Domingo, pero se indispuso” (Cantó al final una mezzosoprano muy talentosa); o algo más pedestre: “Esta cena, me dicen, ha costado cuarenta mil euros”; o algo más literario: “Mario es tan apasionado por las mujeres como Víctor Hugo”. Azorado, un amigo susurra: “Pero seamos francos. ¿Mario es de aquellos que protegen su intimidad?”. “No mucho”, respondo. “Después de abrirle su archivo a Xavi Ayén, autor del libro “Aquellos años del boom”, en el que sacó mucho a la luz, lo dudo”. Mario se abre y se cierra, en un movimiento pendular. Mientras se alistaba para una foto entre escritores, en la que aparecería con una torta en sus manos, él interrumpió la conversación que Gerald Martin y yo sosteníamos. Martin, brillante escritor, es su biógrafo británico. Se hizo famoso al publicar la mejor biografía del otro novelista y Nobel latinoamericano, Gabriel García Márquez. Hoy está terminando de escribir la biografía de Mario. “¡A esta persona es a quien le tengo terror!”, confesó Mario, pleno de simpatía. “¡Qué irás a escribir de mí!”. Martín sonrió como buen inglés.
El Mario Vargas Llosa de esa noche de gloria fue la amabilidad andando. Saludaba a todo el mundo con abrazos y besos. Conmigo fue tan cordial como siempre lo ha sido. No bien nos cruzamos, me tomó de un brazo y profirió con entusiasmo: “Mira, Isabel, este es un amigo y un escritor peruano que ha venido especialmente desde Lima”. A la española (o a la francesa), estampé dos besos en las mejillas de la susodicha. Pero el comentario, ni qué decir tiene, me hizo pensar en sus viejos amigos de Lima, los más allegados y ausentes.
Lo que siguió a esto, los seminarios políticos y literarios, organizados por la Fundación Internacional por la Libertad, la Cátedra Vargas Llosa y la Casa de América para festejar los “primeros” 80 años del escritor peruano, fueron las cosas serias. El presidente del Gobierno de España en funciones, Mariano Rajoy, habló de Vargas Llosa rindiéndole todos los honores, e informó que su gobierno le había dado la nacionalidad española a los padres de Leopoldo López, preocupado por las represalias de Maduro. La charla entre Javier Cercas y el filósofo Fernando Savater, sobre literatura y ética, fue una verdadera delicia, lo mismo que la inteligente y reveladora conversación entre los dos Premios Nobel: Orhan Pamuk y Mario Vargas Llosa. Todo se transmitió a América por radios en cadena.
Y ahí no acaba la cosa. Mario acudirá aún a más agasajos. Tras su viaje a París, para el ascenso al Panteón de las Letras, deberá viajar a Washington a recibir el premio Leyenda Viva, que le otorga la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Más gloria, imposible.
Texto: Fernando Ampuero
Publicado originalmente en Cosas N° 590