“Historia secreta de Alberto Fujimori en Chile”. Así se subtitula el nuevo libro del politólogo Carlos Meléndez, que Penguin Random House presentó en la Feria Internacional del Libro de Lima este 28 de julio. A continuación, un fragmento del primer capítulo de “El informe Chinochet”, que explora los motivos que llevaron al expresidente a abandonar la seguridad de Japón para partir a Chile.
Por Carlos Meléndez
El destino
I
Alberto Fujimori solía obsesionarse con anticipar su destino. La leyenda urbana cuenta que contrataba los servicios de parapsicología, astrólogos y chamanes, entre los que destacaban figuras renombradas de la cultura popular limeña, como Carmela Polo Loayza (alias Madame Carmelí), Rosita Chung y Coty Zapata. De igual manera, son conocidos los viajes que realizaba con frecuencia a las alturas de la sierra de Piura para darse baños de florecimiento en Las Huaringas, lagunas altoandinas cuyas temperaturas oscilan entre los 5 y 7 grados centígrados durante la madrugada, horario recomendado por los curanderos de la zona para que sus rezos surtan efecto.
Pero, al parecer, esta supuesta afición es exagerada. Según un familiar cercano, Fujimori tuvo solo un par de incursiones a Las Huaringas, visitas que realizaba con fines políticos. Y no fue tan creyente de la parapsicología. A lo largo de su vida, solo le prestó oídos a dos videntes. A doña Bertha –quien le anticipó que sería elegido presidente de la República tres veces, cuando era catedrático de la Universidad Agraria y no soñaba siquiera con la política– y a Jennifer. Esta última fue recomendada por Gonzalo Sánchez de Lozada y Jamil Mahuad, mandatarios andinos que, hacia finales de los noventa, aún no comprobaban la falibilidad de la adivina.
“¿Qué pasaría si me alejo momentáneamente del Perú? ¿Me voy hacia Estados Unidos o Japón?”. No pensó en otra alternativa, pero desde el instante en que abandonó territorio peruano, en noviembre de 2000, en plena crisis terminal de su recién inaugurado tercer mandato, comenzó a maquinar su retorno. Chile apareció en sus planes cuando, ya guarecido en la tierra de sus ancestros, tramó su regreso. Sería apenas una escala técnica para retornar por la puerta grande al país que gobernó.
La elección de Chile, en su vuelta al Perú desde Japón, polémica y cotilleada por sus seguidores y detractores, no resiste la falta de cálculo del ingeniero. Uno de sus más leales ministros –colaborador suyo, todavía hoy– guarda con celo la carta de despedida del exmandatario tras su renuncia a la Presidencia del Perú desde Tokio. En ella le pide calma, cautela y reserva sobre el día de su regreso. “Nunca pretendió quedarse en Japón”, señala enfáticamente el fujimorista.
Sin embargo, no se puede descartar que su partida del país oriental, a fines de 2005, fuese una medida apresurada. ¿Por qué dejaría su cómoda vida, protegido por influyentes políticos nacionalistas japoneses, para migrar hacia un país gobernado por una coalición política de centro-izquierda que había sufrido en los 70 y 80 los crímenes de la dictadura pinochetista?
Desde su apresurada llegada a Tokio en noviembre de 2000, el primer outsider de América Latina, aquel que gatillara el colapso de los partidos tradicionales peruanos, fue rápidamente cobijado por sectores conservadores de la élite japonesa que vieron en él a una especie de hijo pródigo. Para un sector de la derecha radical nipona, la ocupación estadounidense posterior a la Segunda Guerra Mundial significó el abandono de los valores nacionalistas erigidos en la época Meiji (1868-1911), etapa inicial de la modernización del Japón, y olvidados en la era posguerra. Por lo cual los únicos portadores genuinos de tales valores serían aquellos descendientes de ultramar, emigrados antes del enfrentamiento bélico. Fujimori, cuyos padres arribaron a las lejanas tierras del Pacífico sudamericano en los 30, claramente los encarnaba.
A pesar de haber crecido en otro continente, Fujimori simbolizaba una añorada pureza tradicional. Pero a su vez, su llamativa presencia podía ser empleada con fines políticos –y no solo espirituales– que dieran réditos tanto a la ultraderecha japonesa como al expresidente peruano. En este sentido, el rescate de los rehenes tomados por el MRTA en la residencia del embajador de Japón en el Perú, ejecutado el 22 de abril de 1997, fue interpretado por dichos conservadores nipones como la mayor expresión de respeto a sus valores y creencias ancestrales.
Varios de los retenidos y ahora liberados, muchos de ellos empresarios japoneses con intereses comerciales en el Perú, prometieron a Fujimori reciprocar el gesto. Fue este entorno el que le acogió y favoreció su acceso a grupos de poder político y económico que compartían tal nacionalismo radical. Al mes de su llegada a Japón ya se había formado Fujimori-san Wo Kakomu Kai, una sociedad de apoyo al expresidente que, en menos de un año, aglutinó a más de 100 miembros. Promovida por el diputado y fundador del partido Alianza Liberal, Torao Takuda, la asociación se reunía –al menos en sus inicios– dos veces al mes con Fujimori para recaudar fondos para su estadía.
A través de esta asociación y de otras amistades, Fujimori dio algunas charlas y conferencias sobre su experiencia presidencial, en las que el rescate de la casa del embajador de Japón en Lima era una de las principales atracciones de dichas tertulias. (Precisamente en una de esas reuniones conoció a su futura pareja sentimental, Satomi Kataoka). Para agosto de 2001, a menos de un año de su arribo a Japón, la prensa internacional calculaba 160 mil dólares reunidos por dicha asociación, y se especuló incluso sobre una posible postulación de Fujimori al Senado japonés.
En resumidas cuentas, desde su salida del Perú hasta su viaje a Chile, Japón lo amparó por casi cinco años. Si bien se trató, hasta cierto punto, de una temporada errante, esta se realizó en cómodos locales durante este lapso, pues se registran al menos siete residencias. A su llegada de APEC se alojó en el hotel New Otani –en la zona de Akasaka, por aproximadamente diez días–, para luego fluctuar entre un par de propiedades de la escritora Ayako Sono: una en Den-enchofu (Tokio) y la otra en el balneario de Miura, prefectura de Kanagawa, adyacente a la capital japonesa.
Posteriormente, hacia marzo de 2001 vuelve a la zona de Akasaka, a un departamento cedido por sus protectores en el complejo residencial Kiogarden Palace, área regularmente ocupada por oficinas y clubes empresariales. Un año después compartió alojamiento con su hijo Hiro en un departamento de 90 metros cuadrados, en el complejo Azabu Terrace, la zona de diversión nocturna de Roppongi. Desde 2003 encontró algo más de estabilidad con la compañía y el favor de Satomi, pues en agosto de ese año se mudó al complejo Yakumo Garden House, en Meguro, un barrio más céntrico y tranquilo. Finalmente, pocos meses después, en diciembre, se estableció en el hotel Princess Garden, en el mismo Meguro, propiedad de la familia de su entonces novia, donde permaneció hasta partir a Chile.
El estatus migratorio y la condición ciudadana de Alberto Fujimori eran como los de cualquier otro japonés, por ello podía cambiar de residencia sin notificar a ninguna autoridad. Su incriminación de delitos de lesa humanidad no despertó el activismo de la sociedad civil organizada nipona por dos motivos. El primero es que, para entonces, no se presentaban pruebas concluyentes sobre los abusos presumiblemente cometidos por su conciudadano de ultramar. Normalmente, colegios de abogados o medios de comunicación alzan la voz cuando hay mayor contundencia en los hechos (como por ejemplo el secuestro de japoneses por parte de Corea del Norte, en el que además Japón no figura como infractor de derechos humanos sino como víctima).
El segundo es que tanto liberales como conservadores japoneses debaten sobre las propias responsabilidades en casos en los que el Estado japonés (el Ejército imperial, específicamente) aparece como perpetrador de violaciones (por ejemplo, la Masacre de Nanking, 1937-1938). El debate sobre las causas y las responsabilidades estatales debilita una posición monolítica sobre asuntos como el de Fujimori, por lo que predomina la abstención. Así, escaseaban personalidades, intelectuales o abogados interesados en pugnar por las acusaciones contra el exmandatario.
De suerte que un miembro del equipo diplomático peruano que trabajó en el caso sostiene: “No teníamos aliados para propugnar la causa de la extradición. Era imposible extraditar a Fujimori de Japón”. Protegido por la rancia derecha japonesa y sin presiones jurídicas, ¿qué conminó al expresidente a renunciar a tan apacible comodidad?
II
Mientras Fujimori sacaba adelante su vida en Japón, con relativa facilidad, el fujimorismo atravesaba el peor momento de su historia, etapa que ellos mismos denominan La Resistencia. La vergonzosa evasión de su líder histórico no fue apoyada siquiera por los suyos. Keiko Fujimori, su hija mayor, rememora: “Cuando mi padre me llama desde Japón y me dice que yo debería irme del país también, a Estados Unidos, le dije que no, que me iba a quedar en Lima y dar la cara, que no era culpable de nada”.
Efectivamente, ella pasó los años siguientes a la renuncia de su padre en la capital peruana, viendo el declive del proyecto político que había erigido su progenitor, sin que alguien procurara el legado. Por su parte, las tres congresistas fujimoristas elegidas en 2001 fueron desaforadas, la Comisión de la Verdad y Reconciliación –institución creada por la transición– y el Acuerdo Nacional excluyeron cualquier participación del fujimorismo; además, se iniciaron procesos judiciales en contra de las máximas autoridades del fujimorato. Muy pocos se reconocían como defensores de Alberto Fujimori. Para muchos, el fujimorismo había muerto.
No obstante, un pequeño grupo de colaboradores –personajes secundarios hasta entonces en la historia del fujimorismo– decidió mantener encendida la llama de su fervor. Carlos Raffo –publicista adjunto a Palacio de Gobierno durante los últimos años del gobierno de Fujimori– y Jorge Morelli –periodista del diario “Expreso”– montaron un programa radial con horario semanal, bautizado como “La hora del Chino”, en Radio Miraflores.
Ellos recibían cassettes y cintas enviados desde Japón con grabaciones de voz del propio Alberto Fujimori para sus seguidores, que luego transmitían en el programa y compartían en reuniones semiclandestinas de militantes de La Resistencia. Uno de los operadores políticos de este periodo recuerda: “Nos juntábamos en unas oficinas viejas en el centro de Lima, en la avenida Tacna, a escuchar los mensajes del Chino… Nos sentíamos perseguidos; éramos prácticamente una secta”.
A los audios siguieron videochats de Hotmail Messenger grabados desde Internet. Alberto Fujimori había encontrado una forma de mantener contacto con sus leales. Estos, a pesar del paulatino develamiento de faltas, delitos y crímenes cometidos en los años de su gobierno, justificaban a toda costa el comportamiento de su líder. Con el crecimiento de la audiencia llegarían los pequeños mítines nocturnos en las periferias de la ciudad, donde se transmitían videos con mensajes del exmandatario. Estos militantes duros –pocos, aunque tenaces– animaron la ilusión del retorno de Fujimori.
En sintonía con este sentimiento, las pocas declaraciones de Fujimori a la prensa internacional daban cuenta de su ansiedad por regresar al Perú. En octubre de 2003 contó a AFP Tokio que estaba trabajando para postular a la presidencia peruana en el 2006, intención ratificada en otra entrevista concedida en diciembre de 2004 a “O Estado de São Paulo”.
En setiembre de ese año –luego de que el entonces presidente Alejandro Toledo conminase al gobierno de Japón a facilitar la extradición de Fujimori, en la asamblea de la ONU–, declaró que “a mí nadie me va a llevar a la fuerza al Perú. Volveré por mis propios medios para ponerme al frente del pueblo”. Siguiendo estas afirmaciones, el retorno de Fujimori al Perú estaba decidido y su puesta en marcha solo dependía de ciertos arreglos logísticos.
Un cercano colaborador ratifica lo anterior: “El expresidente nunca se sintió a gusto en Japón, extrañaba mucho el país”. La creciente melancolía menguaba la duda entre el deseo y la acción. Primero consultó con familiares y allegados –su hermano Santiago, su novia Satomi, solo por mencionar algunos–, quienes le señalaron que regresar al Perú, ahora gobernado por sus más recalcitrantes enemigos, era una decisión suicida, casi una locura. Fujimori, empero, solo prestó oídos a quienes respaldaron su obsesión. Su decisión estaba tomada.