“Jochamowitz trae de vuelta una colección de fantasmas que, a pesar de ser de papel, están animados con un insólito vigor”, advierte el libro del periodista, un compendio de las grandes columnas de su autoría publicado por Editorial Planeta.
A continuación, todo el vigor de Manuel Prado cuando se encontraba en su segundo mandato como presidente de la República.
Boda y escándalo en 1958
La anulación por el Vaticano del primer matrimonio religioso de Manuel Prado con Enriqueta Garland fue anunciada en un comunicado oficial de la oficina de prensa del Gobierno. En el siguiente párrafo se daba parte del nuevo matrimonio religioso del presidente con Clorinda Málaga. Luego sobrevino el silencio.
El silencio por escrito, se entiende, ya que la materia de esa información estaba hecha para ser hablada, conversada, contada más veces de lo que pueden lograr las imprentas. Era un gran chisme oficial, la súbita irrupción de la vida sentimental de Manuel Prado en la trama diaria o interdiaria de la pequeña república. No hay registro posible, pero es seguro que ese comunicado oficial desató una marejada de comentarios que llegaron quién sabe hasta qué rincones de nuestro informe, pero muy real cuerpo social.
Es un ejemplo interesante de los permisos y los límites que la prensa y su público establecen acerca de lo que es noticia, o lo que se puede publicar y lo que no. Sin duda, la considerable influencia de Prado, su aparato de comunicación público y privado, orquestó hasta donde era posible ese silencio. Hoy parece casi incomprensible que la prensa no se haya lanzado sobre una historia tan suculenta y que, en cambio, no dijera nada durante muchos días. El caso muestra hasta qué grado la vida privada ha retrocedido ante la curiosidad pública y la máquina destinada a saciarla.
El silencio, sin embargo, clamaba a gritos. Alguien que firmó como “Un lector dudoso” escribió una carta a la prensa: “Es muy difícil creer que, después de más de cuarenta años de matrimonio, la Iglesia haya encontrado que Enriqueta Garland no era la esposa del presidente, sino tan solo su concubina. ¿Acaso no hace esto ilegítimos a sus hijos Manuel y Rosa?”.
Pocos días después, un aviso a cuatro columnas en “El Comercio” convocaba a “las mujeres católicas” a reunirse frente a la iglesia de Santa Rosa “como expresión de pena y dolor ante nuestro Santo Padre Pío XII (…) rogaremos por nuestra Iglesia y por la santidad del matrimonio”. Se ha dicho que unas cinco mil mujeres, número muy considerable pero exagerado, seguramente, se reunieron y marcharon en fila de cuatro, entonando con sus voces amarillas el “Salve, salve María”. Debe haber sido una de las primeras demostraciones exclusivamente de género femenino.
Finalmente, el dique de silencio se rompió y lo hizo de la manera más inesperada. La revista norteamericana “Time”, propiedad de la muy católica familia Luce, dedicó dos breves y sustanciosas notas en las que daba cuenta del estado de la cuestión semanas después.
La oficina de informaciones del Gobierno nunca dijo una palabra más, pero la ausencia de toda explicación sobre la anulación del primer matrimonio trasladó la mirada pública hacia la jerarquía católica. El jesuita Ulpiano López, doctor en Derecho Canónico, dio una charla radial en la que mencionó las causas que podrían anular un hipotético matrimonio. No despejó ninguna duda y más bien agravó la situación al barajar esas causas, todas bastante alarmantes.
Con esa información en la mano, la revista “Time” preguntó a un vocero del Vaticano en Roma: “¿Estaba sugiriendo la Iglesia que Prado había sido forzado a su primer matrimonio?”. El vocero no respondió la pregunta, pero certificó que los hijos del matrimonio eran legítimos dado que “habían sido engendrados de buena fe”. Los archivos del Tribunal de la Rota Romana son insondables, pero a cambio de su silencio, dejó al menos dos comentarios significativos:
a) la anulación del matrimonio Prado-Garland había recibido “una consideración sumamente rara”;
b) el procedimiento había tardado “varios años” en resolverse.
Que se sepa, hasta el día de hoy no se ha dado un paso más para resolver ese misterio. Se puede inferir que Prado y su futura consorte hicieron todo lo posible por obtener el permiso del Vaticano. Una Iglesia preconciliar hizo el resto. ¿Cuál fue el papel de Enriqueta Garland? ¿Cuánto costó, en tiempo y dinero, tan complicada operación? Es posible que algún día, cuando el Vaticano haya privatizado todos sus tesoros, un historiador o guionista del futuro desentierre el interesante caso del presidente sudamericano que se casó dos veces ante Dios.
Un desastre escénico
Hay momentos en que las antiguas costumbres colectivas mueren o mutan hasta volverse irreconocibles. La fiesta de Amancaes de 1960, la última a la que asistió Manuel Prado, es un caso de eso. Como tantas cosas de su segundo Gobierno, ya nada era igual a los buenos años de la guerra, cuando era el “teniente seductor” y apadrinaba Amancaes y la música criolla. Para 1960, la pampa estaba suficientemente pisoteada para su inminente urbanización informal. De la vistosa y apenas fragante flor amarilla no quedaba casi nada. Las pocas flores que se consiguieron para adornar la tribuna oficial y el ramo de flores que Prado recibió, serían traídas desde lomas todavía lejanas del apocalipsis de Lima.
Siglos de repetición habían creado reglas propias y cuadros ancestrales de una fiesta que tiene bibliografía y pinacoteca. Los toldos protectores y los manteles y tapetes desplegados sobre la tierra y sus hierbas de estación habían preexistido desde tiempos inmemoriales. Para no ir más atrás, se diría que cierto apogeo ocurrió alrededor del 900, cuando un precario equilibrio entre población, territorio y costumbres permitió el disfrute de las últimas delicias de junio. A partir de entonces, con la llegada del automóvil, el camión y el ómnibus, la pampa comenzó a poblarse, la gente se subió a los cerros, mientras la organización se iba especializando en una suma de intereses coordinados que muchos llamarían argollas, desde los vendedores de viandas hasta los guitarristas y cantantes.
Después de los frenéticos años veinte, los ásperos treinta y los lelos cuarenta, Amancaes entró a la década de las fiestas, los cincuenta, lista para mostrar su mutación o muerte. Ocurrió no sin antes asombrarse del tamaño y porte que venía cobrando. Esta aparente contradicción sería posible por el crecimiento de la población y el cambio de los públicos. Pero, sobre todo, porque la misma pampa estaba desapareciendo bajo la presión de la ciudad. No es imposible imaginar ese proceso de degradación y muerte de un ecosistema, en íntima relación con la tramoya humana que la ocupa. En realidad, es el fenómeno más repetido del siglo XX y siguiente. En este caso, cuanto más desaparecía la antigua fiesta de los toldos y manteles esparcidos sobre la pampa florecida, más se centralizaba en espectáculo institucional.
Es en esas circunstancias que a la Municipalidad del Rímac se le ocurre celebrar la escenificación del Inti Raymi, con la asistencia del presidente de la república y el gabinete en pleno. Parece un fracaso fríamente preparado, el puntillazo final a una fiesta que agoniza. Una suma de fuerzas sostiene firmemente el rumbo de colisión.
a) La fiesta está más enrarecida que nunca, los amables feriantes en familia se han convertido en un público impaciente y lisurero.
b) El Gobierno está desprestigiado y/o exhausto. Prado parece no comprender que gobierna en una década que claramente no es la suya.
c) El tema elegido –el Inti Raymi, los incas–, aunque antiguo en las representaciones, puede chocar con “Marcha de banderas” en lugar de una pieza de Daniel Alomía Robles. Desconcierto, mal humor. Los incas hacen su ingreso en medio de silbidos que rápidamente escalan a silbatina general. Se escuchan los primeros gritos, las frases irrepetibles, los lanzamientos de cáscaras de naranja, los conatos de pelea entre los cuidadores de las llamas y algunos exaltados.
Felizmente, todo acaba en unos pocos minutos, la ceremonia se abrevia, los discursos se omiten, la comitiva de autos oficiales desaparece a toda velocidad.
El último día de Prado. Un golpe miltar desde el punto de vista del golpeado (1962)
Le faltaban once días para terminar el mandato y todos sabían que estaba impaciente por irse, que “gobierna mirando el minutero”, como dijo Ernesto More. Esa sensación de algo menos que hartazgo, de llenura, de agotamiento de la propia autosatisfacción, se había hecho más aguda mientras se acercaba el final del larguísimo periodo presidencial de siete años. Quería regresar a su casa parisina en la avenida Foch 168, en la que había vivido desde 1945; volver a ser “Monsieur le Président”, como lo conocía el vecindario. Debió recibir el golpe con una mezcla de cansancio, impaciencia y resignación.
La primera señal de alarma fue la ausencia del cambio de guardia al final de la tarde. A las siete de la noche se encadenaron las rejas que dan a la plaza, única medida defensiva de la casa. Adentro, con todas las luces encendidas, se habían reunido unas veinte o treinta personas, sin contar el personal y los edecanes. Eran sus ministros, algunos exministros, amigos de siempre y parientes; conversaban en voz baja, distribuidos por las salas en pequeños grupos que rotaban y se visitaban. Todos se conocían desde hacía muchos años, o tenían lazos de familia. Pedro Beltrán pasó temprano en la noche, pero se quedó solo un momento. Javier Ortiz de Zevallos, uno de los presentes, ha dejado algunas impresiones de esa noche en uno de sus libros apologéticos.
A las nueve y treinta el viejo mayordomo de Palacio, Tomás Meza, anunció que la cena se servía en el comedor. “La última cena”, no pudo dejar de bromear Ortiz de Zevallos, hombre de considerable sociabilidad. Se sentía atraído por el poder del despacho presidencial y el cercano teléfono oficial de tres cifras, por donde llegaban las noticias de lo que sucedía en la ciudad. Pero con otro ojo seguía lo que hacían y decían doña Clorinda y su corte femenina, en especial, las sobrinas Cucuchi, Marita y Malena, que se querían quedar para ver cómo era un golpe de Estado. La belleza y vivacidad de las chicas Prado, en medio de ese cónclave de políticos en estado terminal, atraía irresistiblemente a Chupito Ortiz de Zevallos, quien se sentó con ellas en el comedor.
Las horas siguieron pasando, la inquietud de la noche se convirtió en aburrimiento y sueño. Por fin, a las dos de la madrugada, cuarenta motores diésel encendidos a la vez despertaron a los vecinos del cuartel de blindados del Rímac. La noticia tardó minutos en llegar a Palacio y desató la inquietud contenida de tantas horas de espera. Se tomó la determinación de que las mujeres abandonaran Palacio, pero Clorinda y las chicas se opusieron. Tuvo que intervenir Prado, con uno de sus clásicos argumentos efectivos pero vacíos, diciendo que la presencia femenina le “restaba libertad de acción”.
Tardaron una eternidad en llegar a la plaza, ya muy avanzada la madrugada. Por un poderoso altoparlante instalado en uno de los tanques, una voz exigió a gritos que se abrieran las puertas. Nadie respondió desde el interior; los gritos se repitieron, amenazando con abrir fuego contra el edificio. Ante el silencio que siguió, un tanque arremetió contra la reja. Fue un empujón seco y brutal que hizo saltar la cadena y dobló un barrote. Salvo quizá algún vidrio en el interior, ese fue el único daño material de la noche.
Con cierto escalofrío, Ortiz de Zevallos ha recordado el sonido de las botas en medio de “el más impresionante silencio”, acercándose por el pasadizo de Palacio hacia el despacho presidencial, que permanecía con la puerta abierta. Adentro, él y un pequeño grupo esperaban de pie. Ingresaron el coronel Gonzalo Briceño y seis rangers, todos vestidos con uniforme de combate, metralleta y explosivos. Briceño se cuadró militarmente ante el presidente y le comunicó que venía a “escoltarlo” hacia el Arsenal del Callao.
Ante esa intimación, más pálido que nunca, Prado pronunció un breve discurso que había tenido tiempo de sobra para preparar. Habló de esa “triste madrugada”, de su devoción por el Ejército, de los campos de Zarumilla. Briceño y sus soldados escuchaban de pie, en posición de firmes. El discurso terminó con un “Viva el Perú”. A continuación, se presentó el único conato de resistencia, cuando dos edecanes de la aviación que se encontraban atrás del grupo gritaron su repudio al golpe. Prado intervino pidiendo serenidad y en ese momento alguien comenzó a cantar el himno nacional, que fue entonado por todos, civiles y militares. Desde la pared, el cuadro del coronel Francisco Bolognesi, pistola al pecho, pintado por Daniel Hernández, presidía la escena.
El resto fue simple trámite. Salió por la puerta de la residencia y subió a una furgoneta azul, un coche “de quinta categoría”, según uno de sus indignados colaboradores. Sin pérdida de tiempo fue llevado hacia el puerto y de allí embarcado en el BAP Callao, donde recibió “un trato caballeroso”. Debe haber llegado al barco con las primeras luces del día. Luego de permanecer en su camarote, el depuesto presidente se presentó en el comedor de oficiales y, con buen ánimo, le preguntó al capitán si sabía por qué había sido elegido precisamente ese barco para alojarlo. El capitán no supo qué responder y Prado le explicó la razón: era el único barco que no tenía cañones. Otro de sus argumentos efectivos y vacíos. Los últimos días del periodo los pasó en el mar, sin otra cosa que hacer sino mirar el horizonte en el día y las luces de la ciudad por las noches.