El viaje de ida y vuelta al lugar de veraneo es siempre terrible. Llegar a Los Hamptons, los sofisticadísimos y célebres pueblos playeros de la costa neoyorquina donde se mezclan raperos, ejecutivos de Wall Street, artistas y jóvenes despreocupados, es una auténtica pesadilla.
Por Juana Libedinsky.
Los trayectos de ida y vuelta al lugar donde se pasa el fin de semana durante el verano –sea este St Tropez, Marbella, Punta del Este, Playa Blanca o la piscina pública más pobre y masiva del barrio– tienen un elemento en común: son siempre un infierno.
Pero hay infiernos más interesantes que otros. En Los Hamptons los célebres pueblos playeros de la costa neoyorquina, se mezcla la élite más WASP del país con los cantantes de rap que tienen macmansiones con grifería en oro y esculturas en mármol de sus coches; también se mezcla con los jóvenes neoyorquinos que, con sus primeros sueldos, alquilan casas entre más de veinte personas y pasan cada fin de semana en un sopor de fiestas, pizza y cerveza; y con los pintores y artistas sofisticados y bohemios que fueron quienes originariamente dieron vida al lugar.
No es sorprendente que el calvario que implica llegar hasta Los Hamptons, ya sea parte del folclor del verano americano y que pueda resultar tan fascinante como los personajes que se congregan en el balneario.
Para empezar, están las distintas disputas entre los millonarios por el exceso de aviones privados. El aeropuerto está en uno de los pueblos de la costa, East Hampton, pero para volver a Manhattan se deben sobrevolar las mansiones sobre el mar de otro, Southampton (lo cual los dueños de estas dicen que implica polución visual y sonora) ambos balnearios están en pugna.
Quienes conducen un Porsche o un Ferrari avanzan al mismo paso de hombre por la autopista que quienes llevan a toda la familia en una casa rodante o van de paseo romántico en un Ford destartalado con el colchón en el techo.
Quienes van en el bus de lujo avanzan a la misma (nula) velocidad, pero al menos reciben gratis un vaso de vino blanco tibio y barato que los hace sentir que empezó el fin de semana. Además, los ejecutivos de Wall Street que lo usan para dejar su deportivo en la casa de la playa confiesan que la bebida mediocre en transporte público los retrotrae a su juventud.
Un universo paralelo ocurre en el tren. Lento, siempre con retraso, completa su particular visión del confort para el pasajero el aire acondicionado de cámara frigorífica. La iluminación, por supuesto, es el fluorescente de pasillo de oficina circa 1970. Cada tantos años, hay mejoras, pero la llamada paradoja del tren de Los Hamptons es que cuanto más aerodinámicos lucen los vagones, más despacio van. En el libro de Reynolds Dodson, columnista del matutino local “Southampton Press”, “A Cockeyed Guide to The Hamptons”, se dice algo que resuena en todos los lugares de recreación del mundo donde la gente va a pasar el fin de semana.
Que, cualquiera sea el medio de locomoción, la primera mitad del sábado es para contar las estrategias y planes magistrales que se usaron para evitar multitudes y atascos en el viaje de ida, y toda la mañana del domingo es para contar las estrategias y planes magistrales que se tienen para evitar multitudes y atascos en el viaje de vuelta.
Pero los estadounidenses son una nación de optimistas. Y cuando uno queda atrapado por horas en un trayecto que debiera durar minutos, con 40 grados y humedad afuera, hay que recordar a George Plimpton. El ilustre periodista, escritor y editor de “The Paris Review” decía que cada viaje en bus de Manhattan a Los Hamptons (balneario donde el hombre de letras era un emblema, hasta su fallecimiento pocos años atrás) era la oportunidad ideal para hacer cosas que demoran mucho y uno viene posponiendo, como escribir una novela completa.