La empresaria de banquetes y dueña de La Bonbonniere, cazó pulpos, buceó para recoger conchas y hasta instauró una tradición en este balneario del sur, junto a su familia y amigos pescadores. Marisa Guiulfo nos comparte estampas de toda una vida en la idílica Pucusana.
Por Marisa Guiulfo
Pucusana, para mí, significa alegría, compartir y unión familiar. La primera vez que fui a pasar un verano a Pucusana tenía cinco años. Tiempo atrás, mi papá, Luis Guiulfo del Río, había llegado con un grupo de amigos –todos ingenieros como él– a este grupo de islotes, y construyeron unas casas prefabricadas. Estas casitas solo tenían dormitorios y una salita. Había una cocina y un comedor común. El agua la traían en bidones y habían unas lámparas de kerosene. Recuerdo clarito cuando mi hermano Armando cumplió un año y mi mamá puso, en una mesita cuadrada, una manzana y un bizcocho con un fósforo encima. Esa fue la torta. Y Armando, bebito, con sus rulitos, apagó la vela.
Los otros recuerdos que se me vienen a la mente tienen que ver con las excursiones que hacía con mis primas; corríamos entre las piedras, sacábamos choros y estrellas de mar… Las estrellas de mar eran una belleza. Las había rojas y otras veteadas, pero ahora hay cada vez menos. También buceábamos y sacábamos conchas, y los pescadores me enseñaron a cazar pulpos. Los agarraba, les volteaba la cabeza y los golpeaba contra las rocas. El otro día vi un pulpo y me aterré. Pero en esa época yo tenía 10 años.
Pucusana es muy burgués, muy pueblerino. Tiene esa cosa auténtica de caleta de pescadores. Y nosotros somos amigos de los pescadores. Mi padre trajo a un maestro de obras, el señor Yupanqui, que era de la sierra de Canta. El señor Yupanqui no solo se quedó como guardián de la isla, sino que se casó en Pucusana y tuvo hijos, que son quienes manejan ahora los botes para llevar desde el pueblo a las familias que viven en la isla. Y somos amigos de toda la vida.
Poco a poco se empezaron a construir las casas. Y, en determinado momento, mi papá decidió comprar las casitas de las otras familias vecinas. Entonces, son cinco las casas que pertenecen a la Sucesión Luis Guiulfo del Río, que es como un condominio familiar habitado por mis hermanos Armando, Lucho, Titi, mis padres y yo. Bueno, mis padres ya no están. Y Armando tampoco. Hacen falta las historias antiguas de mi mamá. Hacen falta las risas espectaculares de Armando. Como las cenizas de mi hermano las echamos al mar, cuando mis nietos se bañan ahí, dicen: “¡Nos estamos bañando con el tío Armando!”.
Tengo diez nietos. Seis mujeres y cuatro hombres. La mayor tiene 23 años y la menor tres. Si bien ahora las más grandes se van a Asia, hay fechas donde es imperdonable que no estén en Pucusana, como la Pascua de Resurrección. La primera estación de la procesión es en mi casa, pues he seguido la tradición de mi mamá, Adela, que era supercatólica. Los Viernes Santos en la noche, después de la procesión, hago un chupe de camarones, porque por esas fechas se termina la veda; y el domingo es el brunch, donde un grupo de sesenta o setenta niños inicia la búsqueda de huevos de Pascua. Yo me pongo orejas de conejo.
Pucusana es mágico. Te trepas a la terraza de noche y puedes ver las lucecitas de todo el pueblo, de los botes, de las bolicheras, de los nuevos condominios… Entonces no sabes dónde estás y te transportas a un mundo de fantasía. En las mañanas me quito el pijama, me pongo el traje de baño y… ¡fuuu!, me puedo zambullir en el mar, a seis metros de mi cuarto. Luego, en el desayuno, podemos hacer tostadas francesas con chancay; en la tarde ir a la boutique, como le decimos bromeando al puesto de las artesanas; y por la noche comer anticuchos en la plazuela, si no hay ganas de cocinar. Así disfrutamos de las cosas más simples de la vida.
Adoro Pucusana. Es la mejor herencia que nos pudo dejar mi papá. En todo sentido.