Uno de los brazos del río Satipo cruza la selva de Junín como una serpiente en una quebrada. Bajo el cielo celeste este afluente atraviesa las lomas verdes de una sola forma: en curvas y en silencio.
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Es esta corriente reptiliana  la que le da el nombre a la comunidad asháninka de Marankiari, un destino perfecto para aquel que quiera enterarse a qué ritmo late el corazón de la selva.

El trayecto hacia esta comunidad es de por sí toda una experiencia sensorial y sirve de antesala a lo que uno se va a encontrar en ese rincón específico de la ribera de Marankiari. En el camino uno puede llenarse los ojos con los colores vivos del cielo y los montes o sentirse acariciado por alguna lluvia inesperada que también puede regalar su tamborileo sobre el capó de un carro o su compás en la superficie del río.
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Al llegar, lo primero que uno recibe es una lluvia hospitalidad. El recibimiento nunca se queda corto de sonrisas y buenos gestos. Esto sirve como anticipo para ir conociendo la tradición de una tribu que parece acostumbrada a compartir alegría. Después vienen los colores.

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Tras el pequeño camino que sirve de ingreso, uno puede encontrar coloridos papagayos, un grupo de cuatro o cinco perros que juegan entre ellos, trajes ocres, naranjas y amarillos, niños que ríen tanto como corretean, y a Pedro, el líder de la comunidad, quien, vestido con una túnica marrón y con una corona con plumas y huesos (incluida una calavera de mono), recibe con cordialidad a cada uno de los visitantes.

Luego de la bienvenida viene una pequeña presentación en una esquina techada con paja que al atardecer tiene una de las mejores vistas de toda la selva. Pedro, o alguno de sus compañeros, explica que la base de la comunidad de Marankiari consiste en ser bondadoso con los suyos, amar la naturaleza que los rodea y los cobija, y brindarles felicidad y respeto a cada uno de sus visitantes. Al terminar esta introducción uno escucha de inmediato unos gritos prolongados y particulares tras los que comienza la fiesta.

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La ubicación en la que al inicio sólo se ubican los viajeros con un par de nativos de pronto comienza a llenarse de música y movimiento. Llegan, uno tras otro, bailarines y hombres con tambores, mujeres con cantos y niños, e incluso algunos guacamayos y monos se unen al jolgorio.

El inicio es orgánico. Los cantos empiezan siendo repetitivos y los movimientos pueden ser bastante básicos. Así comienza a despertar el fuego. Antes de darse cuenta uno termina inmerso en un rito en el que el cuerpo parece poseído por la energía de cada una de las personas que lo rodea. La velocidad de la música se une con el baile y lo aviva mientras que los pies levantan el polvo que, a su vez, se combina con la luz del sol que llega pasando por encima del río. Todo es una comunión.

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El día se oscurece y la fiesta no se detiene, pero cambia de lugar: de la ribera se traslada al centro del poblado. Y ahí el misticismo se incrementa. Al lado de una hoguera armada por los pobladores comienza el tributo al Señor de la Candela.

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El calor no se pierde y el ritmo tampoco. Y uno puede sentir como, con el sudor, uno empieza a liberarse de cualquier pena o molestia a través de esta catarsis corporal.
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 Algunas chispas saltan del fuego y sobreviven unas fracciones de segundo en el aire. Alrededor se disparan algunas risas que se extienden y perduran dentro del baile.

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Cuando la música se va apagando y el baile se desacelera, uno comienza a ser consciente del despliegue de energía del que ha sido parte y se reconoce en la alegría incontenible y la respiración agitada de cada uno de los que conformaron este rito. Sólo después de asimilar esta experiencia uno puede descansar, ver cómo se apaga el fuego y sentir la aparición de los primeros grillos y bichos de la noche. Sólo entonces uno puede respirar calma y apreciar cómo la oscuridad se convierte en sonido.

Por Omar Mejía Yóplac