«Los interesados, los cínicos, los aprovechadores están en primera plana, en la televisión dominical y por un momento parecería que son la mayoría. Sus actos trascienden porque remecen familias y al país. Pareciera que estamos condenados a sus mandatos. “Los malos hacen mucho más ruido, es parte de lo que son. Pero la mayoría, la gran mayoría, son buenas personas”».
Por Diego Molina
En estos tiempos en que las noticias nos ponen al frente de personajes impresentables, desde corruptos visitantes a PetroPerú hasta asaltantes con vena hollywoodense, estas fiestas pensemos en que las buenas personas son la mayoría. Los interesados, los cínicos, los aprovechadores están en primera plana, en la televisión dominical y por un momento parecería que son la mayoría. Sus actos trascienden porque remecen familias y al país. Pareciera que estamos condenados a sus mandatos. “Los malos hacen mucho más ruido, es parte de lo que son. Pero la mayoría, la gran mayoría, son buenas personas”. Eso me dijo el padre jesuita Manolo Cavanna en el colegio hace demasiados años atrás.
Y para justificar esta “verdad” voy a usar solo una historia. De esas que nunca saldrán en los medios. Hace poco llegó Guillermo, un amigo de Zaragoza, España, quien quería conocer Lima bien. Y eso incluía pasear la ciudad en los buses a los que yo no me subo desde la universidad. Él estuvo en Cuba y le había encantado conocer la vida allí desde los asientos de las “guaguas” (así llaman a los ómnibus en la isla caribeña).
Le expliqué que esto no era La Habana, que allá el turismo es la principal fuente de ingreso del gobierno dictatorial y que quien osaba robarle a un turista sería desaparecido por las fuerzas del orden. Acá, con su pinta de español del norte y su fuerte acento zaragozano que resalta las “zetas” cada 2 segundos lo iban a ser presa fácil del carterista, el pendejo, el secuestrador, del ladrón esperando su momento de suerte. Pese a todas mis advertencias, Guillermo decidió subirse a nuestro impresentable sistema de transporte. Para colmo, era fotógrafo y con una cámara visible a kilómetros.
Entonces se fue a pasear. Primero caminó Miraflores, cruzó Barranco y se paseó por Chorrillos. El del malecón, el de los talleres de mecánicos, el de los venezolanos y el de casitas subiendo el cerro. Además de que no tuvo ningún encuentro preocupante, todos fueron muy amables con él. Me dijo que le sorprendía lo mucho que los transeúntes bromeaban y reían. En especial las chicas. Le encantaron las connacionales. Le parecieron simpáticas, espontáneas, dulces y educadísimas. De hecho, salió con un par. Encuentros que les contará a sus hijos, algún día, cuando los tenga.
Más allá del romanticismo, todo el mundo lo ayudó. Porque Guillermo quería ir al Museo de Sitio de Pachacamac y el principal santuario precolombino de la costa. Primero, en Chorrillos, lo llevaron al bus que tenía que tomar hasta el límite del distrito. Ya en el bus, terminó conversando con el chofer, el cobrador, y todos los que estaban alrededor de él. Mientras Lima dejaba de ser la avenida Huaylas y se volvía los pantanos de Villa y luego el desierto, escuchó decenas de historias de coraje y solidaridad. De madres solteras yendo a comprar regalos de Navidad para la noche de Navidad en la parroquia. De comerciantes haciendo su viaje diario para mantener a su familia.
De ahí tomó un colectivo rumbo a Pachacamac. Eran el conductor, dos mujeres de mediana edad y él. Entonces ellas se preocuparon de que no le cobren en exceso y de que llegara a su destino. Ellas le comentaron al chofer: “de aquí no es más de 10 soles hasta ahí, ah”. Él se puso nervioso de quedarse solo con el chofer. “No te preocupes, te acompañamos”. Y así, todos terminaron en la puerta de museo, que el distraído de Guillermo no se dio cuenta que cerraba a las 3 de la tarde (¿Qué local cierra a esas horas?). De ahí, el conductor se tenía que ir a su casa en Villa María del Triunfo. Entonces, lo dejaron en un paradero, con todas las indicaciones.
Se subió a un bus. “Necesito llegar a Barranco”. Y el transportista lo acercó lo mejor que pudo. A todos a los que preguntaba le hicieron el camino fácil hasta su hospedaje. Le sorprendió los contrastes de la ciudad: desde las casas a medio construir hasta los nuevos edificios y las casonas republicanas. Pero el cariño era transversal sin importar el escenario.
Y Guillermo hizo esto por varias partes de Lima. Tomando fotos y conversando con quien se encontrara. A pesar de mis temores, no encontró más que amabilidad e historias de sacrificio sin quejas. Guillermo ya regresó a su país, pero estoy seguro de que el encanto de nuestra gente y su desinteresado apoyo se lo va a acordar por siempre. Porque ellos son la mayoría, los buenos.
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