Los quinientos años de Hispanoamérica ofrecen una oportunidad única para reflexionar sobre las relaciones históricas con España. A través del reconocimiento de su pasado común, ambas regiones pueden construir un camino hacia la sanación y la cooperación, esencial para enfrentar los desafíos globales actuales y futuros.
Por: José Antonio García Belaunde
Creo que importa, al tratar un tema como el del título, hacer un recuerdo que puede que tenga un aire nostálgico. Cuando se fundaron las Naciones Unidas, en 1945, veintiuno de los cincuenta y un países miembros eran latinoamericanos, demostrando la influencia de la región en el ámbito global. Este peso no garantizó prevalencia alguna, ya que la verdadera autoridad quedó en manos de las cinco potencias del Consejo de Seguridad, dotadas del poder de veto. Sin embargo, en una situación curiosa, América Latina, liderada por el Perú, desplegó un notable esfuerzo diplomático y logró superar el veto que la Unión Soviética imponía al ingreso de España a la organización, con el argumento de que habría sido aliada de los países del Eje durante la Segunda Guerra Mundial.
Más allá de este recuerdo histórico, lo que deseo destacar es que, después de esa guerra que tanta muerte y destrucción trajo al mundo –como nunca antes ni después–, se instauró un orden bipolar con acuerdos que cimentaron la Guerra Fría; y a pesar de sus limitaciones, éstos proporcionaron relativa estabilidad y previsibilidad en las relaciones internacionales en un mundo que había quedado dividido. Ese equilibrio, aunque no las instituciones de ese orden, se desmoronó con la caída del Muro de Berlín en 1989, y, consecuentemente, emergió una hegemonía estadounidense que, aunque prevaleció, resultó efímera y prometía un multilateralismo que los ataques del 11 de setiembre de 2001 sepultaron. Hoy la situación es diferente: el surgimiento de China, el regreso de Rusia como potencia
militar y la creciente relevancia de la India han conformado un mundo multipolar, menos predecible y más fragmentado.
En esta nueva historia, ¿dónde queda América Latina? Atrapada entre décadas de crisis y falsas promesas, la región parece haber perdido el rumbo y carece de una visión unificada para influir en el cambiante orden mundial. Si bien la región experimentó cierta estabilidad tras la Segunda Guerra Mundial, luego perdió rumbo con la crisis petrolera y su endeudamiento, que desembocó en la “década perdida” de los años 80. Fue en los 90 cuando los países aprendieron a vivir con lo que tenían, y ello les permitió salir mejor librados de la crisis de 2008. La política exterior de la inmensa mayoría de los países, que en las primeras décadas de la Guerra Fría estuvo alineada con Estados Unidos, empezó a buscar sus propios espacios.
A partir de los años 70, la región despertó a una conciencia de unidad, logrando articular posiciones comunes frente a temas y potencias, sin importar si alguno de nuestros países era gobierno democrático marxista o conservador, militar de izquierda o de derecha. De estos esfuerzos por la
unidad regional nacieron intentos de integración: la ALALC, la ALADI, la Comunidad Andina y el Mercosur. Se inspiraron en Europa, aunque no repararon en que la integración europea tenía bases y motivaciones únicas: Europa salía de una guerra que exigía unidad y ya contaba con un comercio interno considerable.
Sin embargo, América Latina avanzaba no sin dificultad con su integración económica, hasta que el libre comercio fue tachado de “patraña imperialista” por líderes de corte mesiánico, quienes decidieron fracturar el proyecto en dos bandos: los “bolivarianos” y los “monroístas”. La Comunidad Andina y el Mercosur entraron en una crisis severa. Proyectos prometedores como Unasur, una propuesta de integración física –carreteras, transporte multimodal, energía– se politizó, quedando reducida a un instrumento de cooperación política, que fue manipulado con descaro para alterar resultados electorales. Hoy, Unasur no existe, y el proyecto de integración física está en el desván de objetos perdidos.
La fundación, más tarde, de la Comunidad de Estados de Latinoamérica y Caribe (CELAC) fue un nuevo intento de unificar a Latinoamérica y el Caribe. Sin embargo, su propia dimensión tan extensa conspiró y conspira contra ella. Las organizaciones que evolucionan de forma orgánica lo hacen sobre una filosofía compartida, mientras que este mecanismo intergubernamental comenzó desde el inicio diluyendo sus estándares y principios comunes para encajar a todos.
No significa lo anterior que la Unión Europea no sea clave para América Latina en sus relaciones internacionales, y que es de suma importancia el esfuerzo por establecer una alianza birregional sólida. Y allí lo significativo de que España haya desempeñado un papel estratégico, desde su ingreso en la UE, actuando como un vínculo natural entre Europa y América Latina, especialmente con los países hispanohablantes. Durante la reciente presidencia española de la Unión Europea, se celebró una conferencia birregional tras ocho años sin actividad y se lanzó la iniciativa Global Gateway, para
fomentar el desarrollo de infraestructura en Latinoamérica, una necesidad crucial en la región. Un ejemplo histórico de esta colaboración es el acuerdo comercial entre el Perú y Colombia con la Unión Europea en 2010, también bajo la presidencia española de la Unión Europea.
Sin embargo, este contexto de cooperación enfrenta nuevos desafíos, en parte debido al resurgimiento de discursos revisionistas sobre la historia colonial, liderados por figuras como López Obrador en México y apoyados por Maduro en Venezuela. Este fenómeno requiere un enfoque de diálogo que reconozca las realidades históricas y abordar los cuestionamientos de manera constructiva. Aunque Europa puede facilitar un espacio de diálogo, las diferencias en valores fundamentales complican la relación. La Unión Europea se rige con fidelidad y coherencia con los principios de la vigencia de
la democracia, la prevalencia del Estado de Derecho y el respeto a los derechos humanos; mientras que algunas naciones latinoamericanas no cumplen plenamente con estos estándares y desafían el modelo que promueve Europa. Aun así, la misión es hallar puntos de encuentro, donde Europa, con España a la cabeza, puede ser un vehículo de amplia cooperación y concertación, evitando que las diferencias ideológicas se conviertan en un muro para el desarrollo de la cooperación.
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