La primera artista indígena peruana en inaugurar una exposición individual en el MALI presenta su obra basada en el Kené, un arte ancestral del pueblo Shipibo-Conibo. Con más de 50 años de trayectoria, la muestra desafía las barreras coloniales y reivindica el arte indígena como una forma de resistencia cultural y espiritual, abriendo un debate sobre la integración del arte indígena en los museos nacionales
Por: Armando Andrade*
La semana pasada, el Museo de Arte de Lima (MALI) se convirtió en escenario de un hecho histórico: por primera vez, una artista indígena peruana, Sara Flores, miembro del pueblo Shipibo-Conibo, inauguró una exposición individual titulada «Non Nete. Un sueño para una nación indígena«. Este evento no solo celebra su trayectoria de más 50 años, sino que desafía las fronteras coloniales que por décadas han segregado el arte indígena de los espacios consagrados a lo «mainstream», relegándolo bajo etiquetas como «artesanía» o «arte popular».

Ginette Lumbroso, Tito Rebaza, Sara Flores y Armando Andrade en la inauguración de «Non Nete. Un sueño para una nación indígena».
Sara Flores, maestra del Kené —patrón geométrico ancestral que narra la cosmovisión Shipibo—, teje en sus obras una cartografía visual de la Amazonía. Cada línea, cada espiral, es un acto de resistencia: un lenguaje que conecta lo visible con lo espiritual, lo humano con lo natural. En sus diseños, no hay jerarquías entre selva, río y comunidad; todo es un sistema integrado, sincronizado en un equilibrio sagrado. Su arte no se limita a lo estético: es un puente entre mundos, una memoria viva que cuestiona la mirada occidentalizada que exige «asimilarse» para ser validada.
La exposición en el MALI revive un debate incómodo: ¿por qué el arte indígena sigue siendo marginalizado? Durante décadas, instituciones peruanas han operado bajo cánones eurocéntricos, donde lo «artístico» se mide por su proximidad a parámetros occidentales: óleos, esculturas clásicas o instalaciones urbanas. Lo demás —textiles, cerámicas, bordados— se cataloga como «folclor», como si la técnica ancestral careciera de profundidad conceptual. Esta división artificial ignora que el Kené, por ejemplo, es tanto arte como filosofía: un mapa de relaciones entre seres humanos, plantas y animales, una ética de coexistencia.
Flores, al ocupar un museo, desmonta esos prejuicios. Su trabajo no necesita «elevarse» a estándares ajenos; exige, en cambio, que ampliemos nuestra definición de arte. ¿Acaso la complejidad simbólica del Kené —transmitida por generaciones de mujeres Shipibo— es menos valiosa que un lienzo abstracto de Nueva York o París? La respuesta revela más sobre nuestras limitaciones como espectadores que sobre la obra misma.

Sara Flores y Armando Andrade.
La invisibilidad de Flores durante décadas no es casual: refleja un sistema que silencia a las mujeres indígenas, doblemente marginadas por género y etnicidad. Su reconocimiento tardío en el MALI es un recordatorio de que la integración no debe ser asimilación. No se trata de que el arte indígena ingrese a los museos para mimetizarse, sino de que los museos deconstruyan sus criterios, reconozcan que el arte es pluriversal y que la Amazonía no es un «escenario exótico», sino un territorio de pensamiento crítico.
En un planeta donde la crisis climática evidencia el fracaso de la separación humano-naturaleza, la obra de Flores resuena con urgencia. Nos habla de un equilibrio no como utopía, sino como práctica cotidiana: en la selva, la vida humana no domina, convive. Cada trazo del Kené es un pacto con la tierra, una lección de que el arte, en su forma más auténtica, es un acto político de supervivencia.
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La muestra de Sara Flores no es solo una exposición; es un parteaguas. Invita al Perú a mirarse en su diversidad y a los museos a ser espacios de diálogo, no de jerarquías. Que su Kené habite el MALI no es un gesto de inclusión, sino un reclamo de justicia histórica: el arte indígena no necesita permiso para existir. Necesita, simplemente, que dejemos de llamarlo «artesanía» y empecemos a llamarlo por su nombre: arte.
*El columnista es coleccionista de arte y presidente honorario de la Subasta del MALI.
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