Por: Isabel Miró Quesada

En el Perú hemos perfeccionado una extraña tradición: castigar al político que se atreve a hacer algo, mientras dejamos tranquilo al que no hace nada. “Eso puede esperar”, “las cosas no son tan fáciles”, decimos. El que paraliza la inversión pública no tiene apuro, ni enemigos. Pero si alguien se atreve a mover un ladrillo, aunque lo haga a su estilo, se arma un escándalo. Y como siempre, la prensa más populachera es la primera en tirar la piedra.

Miremos el caso del tren que ha traído Rafael López Aliaga a Lima. Más allá de lo que uno piense del personaje, el proyecto moverá a más de un millón y medio de personas al año. ¿Y qué ha hecho buena parte de la prensa, analistas y opinólogos varios? Buscarle el defecto. Que llegó con telarañas, que un asiento está rayado, que hay un poco de óxido. Detalles mínimos elevados a drama nacional, mientras el punto central —que por fin hay un medio de transporte para una ciudad colapsada— queda fuera de foco.

¿Dónde está ese mismo entusiasmo para indignarse por la parálisis de la inversión pública? Ahí sí, todo se trata con pinzas. Como si no fuera grave que el Estado, en 2023, haya dejado de ejecutar más de S/ 15,000 millones en obras. Solo las municipalidades dejaron pasar S/ 10,360 millones. Casi el 40 % del presupuesto asignado para infraestructura… simplemente, no se usó.

Y hay más: más de 800 municipios en todo el país no han ejecutado ni el 25 % de su presupuesto este año. Algunos, como San Marcos en Áncash, sentados sobre un canon minero millonario, han ejecutado menos del 10 %. Y distritos de Lima como Breña, Barranco, San Juan de Miraflores o el Rímac han tenido trimestres enteros sin mover un sol en inversión pública. ¿Escucharon algo? ¿Algún escándalo? Nada. Cero portadas. Cero investigaciones.

Sí, es cierto, López Aliaga no tiene las mejores formas y toda obra debe ser fiscalizada. Pero hagamos el ejercicio: ¿cuándo llegaría un tren a Lima si siguiéramos el procedimiento “regular”? Spoiler: no en esta década.

Primero un diagnóstico técnico, luego perfiles de proyecto, estudios de factibilidad. Después, aprobación de Invierte.pe, presupuesto, inclusión en el PIA del siguiente año, licitación, permisos por aquí, permisos por allá. En el mejor escenario, tres años y medio. En el realista, cinco o seis. Con suerte, tren para el 2029. Y eso si no cambia la autoridad o su humor.

Mientras tanto, millón y medio de limeños seguirían apretujados en combis. Y claro, no habría críticas… porque no habría tren.

Y para rematar, el Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC) se suma a esta cultura de la desidia burocrática: el ministro César Sandoval ha dicho que como no hay expediente técnico ni plan de implementación, hay que hacer una adenda. ¿Cuánto demora eso? Un añito. Total, ¿cuál es la prisa? Parece que disfrutara alargando los plazos y paralizando la iniciativa.

La ATU también ha entrado al juego de la desidia: que el tren no cumple condiciones mínimas, que faltan cruces, estaciones, cronogramas. Todo puede ser cierto. Pero, ¿no podrían, ya que existen, proponer soluciones en vez de solo advertencias para justificar la demora? Prefieren cuidarse. Prefieren quejarse. Prefieren criticar. Pero no trabajar.

Al final, el mensaje que estamos dando como país es patético: mejor no hagas nada. Si te mueves, te cae encima la crítica. Si no haces nada, nadie te molesta. Así vamos premiando la inercia y castigando la acción. Y eso, en un país con tantas urgencias, no es solo absurdo. Es suicida.

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