Una travesía por huariques entrañables, cocina de autor y gastronomía innovadora que revela la diversidad cultural y la esencia culinaria de la Ciudad Blanca
Por: Luis Martín Alzamora*
La ciudad nos recibe siempre con ese sol que ilumina todo con fiereza, con esa sensación mística que da tener al Misti como protagonista. El camino a CIRQA dura casi media hora desde el aeropuerto al hotel. Entrar en esta propiedad es como cruzar un portal en el tiempo: un antiguo claustro agustino, hoy transformado en hotel de solo once habitaciones, que ha sabido preservar el peso noble de sus muros de sillar, esos que parecen almacenar siglos de historias.

El restaurante de CIRQA recibe a los comensales con ingredientes locales frescos y un sublime menú de temporada.
Apenas dejamos el equipaje, decidimos lanzarnos directo a la primera parada del viaje: La Nueva Palomino, en Yanahuara, un barrio que todavía conserva un espíritu único de pueblo antiguo. Aquí el aire huele a leña. Pedimos, sin dudar, el cuy chactado, que llega entero, crujiente, dorado, con la piel inflada como un delgado cristal que, al romperse, revela la carne jugosa. Lo escoltan papas nativas y un suave zarandaje de choclos tiernos. Pero el verdadero espectáculo lo dan los camarones: enormes, robustos, llenos de carne y con ese dulzor especial que tienen los de esta parte del país. Cerramos con un almendrado de pato, acompañado de un cremoso puré de papa amarilla.
Al atardecer, subimos a un rooftop del centro histórico. El bar se extiende discreto, sin competir con el paisaje: la Ciudad se va tiñendo de un naranja que se desliza por cúpulas y tejados. Un perfecto dirty martini con esa vista de cuento es la señal de que el viaje recién comienza.

El crujiente y dorado cuy chactado de La Nueva Palomino.
Cuando cae la noche, caminamos casi dejándonos llevar por el pulso tranquilo del centro y llegamos a 13 Monjas en busca de algo casual, sencillo, pero bien hecho. El local tiene algo de bistró y algo de taberna moderna: paredes de piedra expuesta, iluminación tenue y una terraza que invita a relajarse. Las pizzas llegan a pelear con el frío: calientes, con bordes inflados y semiquemados, y la base con el punto perfecto de crocante. La carta de vinos está bien curada y el espacio se presta para esas copas que merecen las vacaciones.
El segundo día arranca con un desayuno generoso: jugo fresco que despierta el ánimo, pan artesanal calentito con mantequilla, mermeladas caseras, quesos locales y unos huevos perfectos, de yema brillante, palta en su punto, fruta de estación y la granola de la casa.

El secreto de una buena pizza en 13 Monjas.
Después toca excursión para conocer la ruta del sillar y Culebrillas. Partimos en un trayecto de aproximadamente una hora hasta llegar a las canteras, donde hombres siguen tallando la piedra volcánica como lo han hecho por generaciones. Hay algo casi coreográfico en el ritmo del cincel y en la forma en que el polvo blanco se eleva por todo el lugar.
Más tarde, nos internamos en Culebrillas, un cañón angosto que parece tallado por el paciente pasar del tiempo. Caminamos por su pasillo natural, con muros que a ratos casi se cierran sobre nosotros, adornados con petroglifos que muestran cazadores y danzas rituales. Allí se siente, literalmente, la historia grabada en piedra.

La ruta del sillar y el cañón angosto de Culebrillas es un espacio declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Nación.
De vuelta a la ciudad, el hambre asoma nuevamente. Vamos directo a La Benita, un local sin pretensiones, lleno de comensales locales, lo que siempre es la mejor señal. Pedimos un celador de camarones y, para refrescar, un cebiche de trucha. Acompañamos con un par de cocteles ligeros que entran suaves después de la caminata.
Todavía con el perfume del rocoto en boca, vamos al Museo Santuarios Andinos, hogar de la momia Juanita. Interesantísimo. Luego, caminamos hasta el bar de Servus, una cervecería artesanal local que debe ser de las mejores del país. Las cervezas fluyen y relajan; la siesta se asoma.

En el Museo Santuarios Andinos se exhiben colecciones de artefactos incas, objetos ceremoniales y momias preservadas.

Interesantísima la visita al Museo Santuarios Andinos, hogar de la momia Juanita
Por la noche, la jornada se cierra en Mumis, un restaurante influenciado por la cocina italiana y la tradición arequipeña. La pasta llega al dente, y el risotto de chupe de camarón es preciso, lleno de colitas y con un sabor envolvente. Terminamos con tiramisú, ideal para poner punto final a un gran día.
El tercer día comienza con un café en la terraza: un acto lento, casi meditativo, acompañado por el encanto del sol matutino. Después, una breve caminata nos lleva al Monasterio de Santa Catalina. Calles estrechas pintadas de un rojizo único y algo de azul cobalto; plazuelas silenciosas; corredores que se abren a celdas austeras donde todavía quedan restos de lo cotidiano: una vasija, una mecedora, un crucifijo. Todo invita a hablar en voz baja, a imaginar la vida silenciosa de las monjas que allí pasaron décadas. Hay algo hipnótico en cómo la luz juega sobre los muros de sillar, filtrándose a través de los arcos.

El Monasterio de Santa Catalina presenta una notable arquitectura colonial.
Al salir, el hambre se impone. Vamos directo a La Capitana, una picantería tradicional con más de ciento veinte años, donde la prioridad siempre ha sido el sabor. Aquí, el contundente locro de pecho es un plato casi sagrado. Es un almuerzo sin pretensiones, directo, que recuerda por qué uno viaja: para comer así.
Cuando el sol empieza a bajar, nos preparamos para la última parada del día: Grieta, un restaurante que apunta a un estilo de bistró local. Empezamos con un pulpo anticuchero, luego un asado de la abuela, cocido largamente con zanahorias baby y puré. De postre, la tarta de chocolate al 70%. Listos para cerrar el día.

Asado de Grieta, con vitelo jugoso, puré y zanahorias confitadas.
Caminamos de regreso con la noche suave envolviendo las calles de Arequipa, pensando que pocos lugares tienen la magia de combinar historia, silencio y cocina con tanta naturalidad como esta ciudad.
El último día en la Ciudad Blanca comienza con el propósito claro de despedirnos con un adobo, como se debe. Salimos temprano hacia La Dorita, una picantería clásica. Allí, el adobo arequipeño se sirve desde las primeras horas de la mañana, cumpliendo con la costumbre de ser un plato matutino, pensado para reponer fuerzas tras las
festividades o simplemente para espantar el frío.

La Dorita, clásica picantería donde el adobo se sirve de mañana, para reponer fuerzas o para espantar el frío.
Nos sentamos y, en pocos minutos, llega un cuenco hondo, lleno hasta el borde con un caldo oscuro, espeso, casi terroso. Trozos generosos de cerdo se dejan cortar con el simple peso del tenedor. Lo acompañamos con pan de tres puntas, ese que está hecho para sumergirse y absorber hasta la última gota. Entre sorbos y silencios satisfechos, dejamos que ese sabor potente quede grabado, sabiendo que tardará en irse del recuerdo.
Antes de partir al aeropuerto, reservamos el último almuerzo en La Cau Cau 2, un local querido por su cocina arequipeña sin adornos. El ambiente es bullicioso. No podíamos irnos sin un tradicional solterito y, para cerrar, un cuy crocante. Es un almuerzo que sabe a domingo, a sobremesa, a final de viaje.

CIRQA, miembro del grupo Relais & Châteaux, instalado en un antiguo claustro agustino.
Cuando llega el momento de irnos, la sensación es doble: una mezcla entre la alegría de haber vivido días plenos –colmados de historia, silencios, paisajes y, sobre todo, cocina poderosa–, y esa nostalgia suave que dejan siempre los lugares donde uno se siente bien recibido. Arequipa, con sus volcanes vigilantes, sus muros de sillar y esa cocina que reconforta el alma, deja claro que es de esos destinos a los que, tarde o temprano, uno termina
regresando.
(*) Blogger gastronómico y columnista de Escena gourmet en COSAS.
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