La apuesta crucial del presidente José Jerí pasa por derrotar la criminalidad organizada, recuperar la estabilidad política y abrir espacios de diálogo antes impensables.
Por: Juan Paredes Castro*
Venimos de entrar en una nueva curva accidental de la historia: entre las 4 de la tarde y las últimas horas de la noche del 10 de octubre de 2025, se acabó súbitamente la presidencia de Dina Boluarte, que parecía que flotaría, angustiosamente, en medio del caos político y social, hasta el tiempo electoral de 2026.
El fin de un ciclo de la primera mujer llegada a los doscientos años de la República investida con la banda presidencial. La primera mujer, también, en echar por la borda tres años de gobierno que pudo convertir en sostenibles y aceptables, para terminar finalmente vacada del cargo antes del plazo de su mandato, por el que ella parecía que daba su propia vida.
Extremadamente mal aconsejada, extremadamente replegada en sus discursos monologantes, extremadamente desconectada de la realidad hasta el último minuto, en que pretendió ensayar un mensaje a la nación cuando ciento veintidós votos del Congreso ya habían sellado su suerte.
Un nuevo imprevisto personaje, como en todas las transiciones políticas que suele vivir el Perú, tomó el mando supremo de la nación. Si para unos la presidencia, vía elecciones libres, no pasa de ser un sueño, por enorme que sea su ambición, para otros, como regalo de los dioses, una fulminante vacancia presidencial suele empaquetar un rápido viaje al poder.
En efecto, la vacancia presidencial, arma letal, basada más en votos que en razones, encumbró a la presidencia, legal y constitucionalmente, al parlamentario José Jerí, que en esos momentos presidía el Congreso y que por consiguiente tenía prácticamente abierto su eventual acceso a ocupar el sillón de Pizarro y su lugar en la historia.
Así es cómo llegamos también nosotros, los periodistas, como testigos de los hechos que hacen la historia, y ustedes, lectores, como convidados de piedra del poder, al punto tenso y crucial de partida de un nuevo gobierno de transición, que por supuesto no queremos que se parezca en nada a los que lo han precedido. Desde Martín Vizcarra, que asumió la presidencia a la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski, hasta Dina Boluarte, que resultó entronizada en Palacio tras la vacancia y procesamiento penal a Pedro Castillo por el fallido golpe del 7 de diciembre de 2022, y pasando por Manuel Merino de Lama y Francisco Sagasti, hemos vivido cinco transiciones en una década que terminará contando en su haber a ocho presidentes, incluido el que surgirá de las elecciones de 2026.
Por todo lo que hemos visto decir, decidir, actuar y articular políticamente a José Jerí, podríamos concederle, sin temor, el beneficio de la duda, dentro de la posibilidad de que la nueva transición en sus manos no termine siendo, como las cinco de la década 2016-2026, una transición perdida más.
Por más voluntad estratégica de acabar con el crimen organizado, nada prosperará si el mandatario no ejerce plenamente su condición de Jefe de Estado, por encima de la estructura política y de los poderes fiscal, judicial y parlamentario. Lo esencial es que la Policía, la inteligencia y las Fuerzas Armadas no vuelvan a sufrir la desilusión de ver frustrados sus objetivos. Incluso la declaratoria del estado de emergencia en Lima, tan necesaria como urgente, se evalúa con cautela para evitar otro fracaso estrepitoso. La pregunta de si las pugnas al interior del Ministerio Público y la estela de politización de las investigaciones fiscales podrían llegar a su fin, parece demandar una respuesta motivadora de una jefatura de Estado que se resiste a sí misma a cumplir su papel constitucional.
¿Podrá en verdad Jerí ejercer la jefatura de Estado que tanto le exigen las circunstancias?
Sus objetivos de recuperar la seguridad, abrir el gobierno al diálogo y garantizar elecciones libres y limpias son viables, pero exigen un reordenamiento profundo de los ministerios, con criterios de eficiencia y resultados por encima de la burocracia desbordada de los últimos años.
Creemos que si Jerí continúa, como hasta hoy, estableciendo un claro sentido de autoridad democrática en sus actos y decisiones, el beneficio de la duda respecto de su desempeño presidencial hará gradualmente sostenible la idea de que podríamos llegar a julio de 2026, ya no como tantas otras veces, con una transición política perdida, sino con una real y demostrable transición política ganada a pulso y con proyección de futuro para sus gestores.
(*) Periodista y escritor, exdirector periodístico de “El Comercio”.
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