Héctor López Martínez supo conjugar la academia, la prensa y la función pública. Deja un espacio difícil de llenar.

Redacción: Isabel Miró Quesada

Héctor López Martínez siempre fue un intelectual distinto. Tuvo una vida pública muy activa, lejos de las alturas de su torre de marfil. Fue secretario general del Instituto Riva Agüero, secretario académico del Instituto de Estudios Histórico-Marítimos del Perú, miembro de número de la Academia Nacional de Historia y correspondiente de la Real Academia de la Historia de España. Tuvo cargos relevantes en la Presidencia del Consejo de Ministros, en el Ministerio de Educación y en la Comisión Nacional de la Unesco. Además fue viceministro del Interior durante el segundo gobierno de Belaunde. Y, sobre todo, fue un memorable director de la Biblioteca Nacional del Perú. En todos esos cargos, Héctor López Martínez siempre orientó su trabajo a la sólida formación de opinión en torno a la compleja historia del Perú.

Héctor López Martínez también se distinguió por ser una suerte de “intelectual público”, de divulgación. Un historiador que le hablaba al ágora popular, al lector del día a día. Un promotor de la historia y la cultura que trascendía los claustros universitarios, los archivos y las hemerotecas. Su trabajo en el diario El Comercio fue un cable a tierra con la opinión pública, siempre rescatando la historia como reflexión y lección. A su manera, supo hablarle al ciudadano de a pie sobre la actualidad política, desde la historia del Perú. Una forma muy particular de ejercer la ciudadanía intelectual.

Su partida deja un espacio difícil de llenar. Sobre todo en tiempos de polarización y desconexión. En plena era de la especialización, Héctor López Martínez supo conjugar la academia, la prensa y la función pública. Ejerció un inédito rol de historiador del día a día. Un cargo único que hoy, en un contexto de falsas narrativas y falta de compromiso, hace demasiada falta.

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