Si la Edad Media fue tinieblas y temor a Dios o al señor feudal, el Renacimiento fue descubrimiento y confianza en las capacidades del ser humano como artista, pensador y científico. Leonardo da Vinci fue el hombre que mejor encarnó los valores de esa época. “Jewels of the Renaissance”, el nuevo libro de la editorial Assouline, empieza justamente con una cita del genio florentino que sirve de inmejorable puerta de entrada a ese mundo: “Mira la luz y admira su belleza. Cierra los ojos y mira de nuevo: lo que viste no está más ahí; y lo que verás no está allí todavía”.
Durante la Edad Media, muchos de los artistas eran anónimos y sus creaciones casi siempre contaban historias bíblicas. En el Renacimiento, esto cambió dramáticamente: los artistas comenzaron a firmar sus trabajos –impulsados por la búsqueda de simetría y perspectiva– y empezaron a ser vistos como autores, es decir, hacedores de mundos propios con temáticas y estilos originales e identificables.
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ARTE HECHO JOYA, Y VICEVERSA
«Jewels of the Renaissance» reúne algunos de los trabajos más preciosos de la historia del arte. Creaciones de Botticelli, Piero della Francesca, Rafael, Piero di Cosimo, Leonardo da Vinci, Joseph Heintz, Hugo van der Goes y Jan Massys. Las pinturas registran mujeres y hombres que posan con joyas reales o imaginadas.
En sus páginas, Yvonne Hackenbroch, curadora de arte y especialista en joyas del Renacimiento, escribe y da una clase maestra sobre las joyas, las pinturas y la sociedad renacentistas. “La fascinación por las joyas yace en la manera en la que expresan los deseos humanos, las emociones y las ambiciones –amor y amistad, devoción religiosa, superstición, orgullo dinástico– o, simplemente, en la satisfacción del coleccionista que encuentra una rara gema o una joya que, por más pequeña que sea, sabe que es una obra de arte a su manera”, explica.
En el Renacimiento se revisó el pasado grecolatino, pero con ojos nuevos. Los orfebres –todavía no se les llamaba joyeros– se inspiraron en la mitología clásica, usaron las perlas, los diamantes, las piedras preciosas y el oro de América, y unieron todo con nuevas técnicas, imaginación y gracia. El resultado: joyas sin doble.
Italia fue el corazón del Renacimiento, pero España aglomeraba los tesoros del Nuevo Mundo. La corte española se caracterizó por llevar los vestidos más extravagantes. Terciopelo bordado en hilo de oro o plata e incrustaciones de perlas y piedras preciosas. También de España es la Peregrina, una perla tan singular e icónica que tiene nombre propio. Apareció en Panamá a inicios del siglo XVI y cayó en manos del rey Felipe II. Y, luego, se lució en el cuello de Margarita de Austria, Isabel de Borbón y María Luisa de Parma. Era una de las herencias más esperadas por los miembros de la corona española.
En el siglo XIX, José Bonaparte, hermano mayor de Napoleón, la robó. La Peregrina pasó a adornar nuevos cuellos en otros países. Hasta que, en 1969, el actor inglés Richard Burton la compró en una subasta en Nueva York.
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La Peregrina costó 37 mil dólares, y fue el regalo de Elizabeth Taylor, la bella actriz de los ojos violeta, cuando cumplió 37 años. Una de las joyas más codiciadas por la nobleza europea encontró a su mejor modelo en la estrella de Hollywood que mejor conoció los amores insanos.
DETRÁS DE LAS OBRAS DE ARTE
No se puede hablar del Renacimiento sin mencionar a quienes respaldaban a los artistas: los mecenas. Entusiastas del arte y miembros de las más ricas y poderosas familias italianas. Aquí están los Medici de Florencia, los Sforza de Milán, los Este de Ferrara, los Borgia y otros linajes influyentes de Mantua, Boloña, Génova, Venecia, Siena y Urbino.
Entre los mecenas, resalta Lorenzo de Medici ‘El magnífico’ (1449-1492). Proveniente de una familia de comerciantes y banqueros, Lorenzo fue mejor diplomático y promotor artístico que hombre de negocios. Fundó una escuela de escultura en el Jardín de San Marcos para afilar el talento de promesas adolescentes, como fue el caso de Miguel Ángel. También les dio a los artistas florentinos la posibilidad de viajar, aprender de otros maestros y nutrirse de nuevos aires: Verrocchio –maestro de Botticelli y de Leonardo da Vinci, y una fuerte influencia para Miguel Ángel– viajó a Venecia; Giuliano da Maiano –escultor y arquitecto– fue a Nápoles; Antonio Pollaiuolo –pintor, grabador y orfebre– se fue a Roma; y la lista continúa.
El duque de Milán, Ludovico Sforza, conocido como ‘El moro’ por su tez morena, fue otro padrino importante.
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Algunos de sus protegidos fueron el arquitecto Donato Bramante y Leonardo da Vinci, quien le ofreció todos sus dones: pintura, escultura, arquitectura, ingeniería, anatomía, construcción de maquinaria de guerra de cualquier tipo, matemáticas y sus estudios sobre hidráulica.
Texto: Carolina Quiñonez Salpietro
Fotografía: cortesía Assouline