Este 31 de agosto, Julio Ramón Ribeyro hubiera cumplido 90 años. A continuación un recorrido por aquellos lugares que formaron parte de la historia del considerado el mejor cuentista nacido en el Perú.

Los lugares que aparecen en la obra de Julio Ramón Ribeyro no solo son simples evocaciones. Son escenarios que él conocía bien, como Miraflores o París. El Instituto Cervantes preparó una ruta en París, donde Ribeyro vivió, hizo andar a sus personajes o dónde creó en pequeñas cateferías algunos de sus cuentos más memorables.

¿Y en Lima? Es conocido el cariño que Ribeyro le tuvo a Miraflores, a pesar de no haber nacido en ese distrito (nació en Santa Beatriz). Según su amigo, el escritor Fernando Ampuero, “nadie ni nada, a mi entender, lo marcó tanto como la inveterada neblina miraflorina, esa turbia bruma que difumina los malecones y las calles en los inviernos de Lima” (Viaje de ida, p. 53). De otro lado, Antonio Cisneros sostenía que “Ribeyro ha fabricado una epopeya en base al barrio de Santa Cruz, en Miraflores” (Las respuestas del mudo, p. 241).

Crédito: Difusión/ Muestra «El eterno forastero»

Te presentamos una lista de los lugares donde suceden los personajes ribeyrianos, acompañados de los respectivos pasajes de sus cuentos donde aparecieron.

Quinta Leuro 

Fachada de la Quinta Leuro. Crédito. www.quintamiraflores.com

Cuando Memo García se mudó la quinta era nueva, sus muros estaban impecablemente pintados de rosa, las enredaderas eran pequeñas matas que buscaban ávidamente el espacio y las palmeras de la entrada sobrepasaban con las justas la talla de un hombre corpulento. Años más tarde el césped se amarilleó, las palmeras, al crecer, dominaron la avenida con su penacho de hojas polvorientas y manadas de gatos salvajes hicieron su madriguera entre la madreselva, las campanillas y la lluvia de oro. (En Tristes querellas de la vieja quinta).

Parque Salazar

Nuevamente en el patrullero, Alfredo permaneció silencioso. Pensaba en la inclemente iluminación del parque Salazar; especie de vitrina de la belleza vecinal. La negra buscó su mano, pero esta vez Alfredo la estrechó con convicción. (En De color modesto)

Crédito: www.blogtrip.org

 

Plaza Bolognesi

Todo empezó la tarde en que un grupo de blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la época de las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los chalets vecinos, hombres y mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la plaza, a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón que quedaba en el barrio. Iba a ver jugar a las muchachas y a ser saludado por algún blanquito que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era hijo de la lavandera. (Alienación)

Crédito: IMAVAL / Proyecto Burano

 

Malecón de Miraflores

Llego al malecón desierto al cabo de mi largo paseo, agobiado aún por el aleteo de invisibles presencias y reconozco en el poniente los mismos tonos naranja, rosa, malva que vi en mi infancia y escucho venir del fondo de los barrancos el mismo viejo fragor del mar reventando sobre el canto rodado. Me pregunto por un momento en qué tiempo vivo, si en esta tarde veraniega de mil novecientos ochenta o si cuarenta años atrás, cuando por esa vereda caminaban Martha, Paco, María, Ramiro. (Los otros).

 

Diagonal con Schell 

Estaban sentados en una banca del parque de Miraflores, en el atardecer veraniego, viendo desfilar los automóviles, pasar los peatones, anidar en los ficus las tórtolas tardías. Apenas a una cuadra el colegio donde habían estudiado juntos hacía tantos años. Y en la esquina un hombre de pelo entrecano, pero de edad indecisa, dando vueltas en redondo, con un grueso paquete de libros bajo el brazo. (Conversación en el parque)

 

Colegio La Reparación

María y sus amigas salían de La Reparación a las cinco de la tarde, tomaban la avenida Pardo y formando y alegre bullicioso ramillete de colegiales caminaban a la sombre de los ficus hacia los acantilados y se iban dispersando por las calles laterales hasta que no quedaba María rumbo a su casa cerca del Malecón. (Los otros).

 

Café Haití

Ese hombre gordo y medio calvo que toma una cerveza en la terraza del café Haití mientras lee un periódico y se hace lustrar los zapatos fue el invencible atleta de la clase que nos dejó siempre botados en la carrera de cien metros planos y esa señora ajada y tristona que sale de una tienda cargada de paquetes la guapa del colegio a quien todos nos declaramos alguna vez en vano. Ahora, que como otras veces, paseo por Miraflores luego de tantos años de ausencia, veo y reconozco a ambos, como a otros tantos amigos de escuela o de barrio y me siento afligido pues nada queda de sus galas y ornamentos de juventud, sino los escombros de su antiguo esplendor. (Los otros)

Huaca Pucllana

Más tarde, cuando conocimos la huaca Juliana, nos olvidamos del mar. La huaca estaba para nosotros cargada de misterio. Era una ciudad muerta, una ciudad para los muertos. Nunca nos atrevimos a esperar en ella el atardecer. Bajo la luz del sol era acogedora y nosotros conocíamos sus terraplenes y el sabor de su tierra, donde se encontraban pedazos de alfarería. A la hora del crepúsculo, sin embargo, cobraba un aspecto triste, parecía enfermarse y nosotros huíamos, despavoridos, por sus faldas. (Los eucaliptos).

 

Avenida Pardo

A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas. (Los gallinazos sin plumas).

Crédito: Instagram Municipalidad de Miraflores

 

Poco después de medianoche, el mulato Tobías y su compadre Filiberto salieron de sus casuchas y se adentraron en los solares de Santa Cruz. Cada uno llevaba sobre la espalda un saco lleno de herramientas. Una vez que la noche se hizo cerrada, caminaron agachados, camuflándose tras las paredes y los arbustos espinosos donde cantaban los grillos. Detrás de ellos soplaba una brisa fresca cargada de recuerdos y rumores marinos. Adelante sólo veían el contorno de la huaca Juliana que se destacaba bajo las pálidas luces de Miraflores. (Los huaqueros)

 

Playa La Pampilla

Entre mi casa y el mar, hace veinte años, había campo abierto. Bastaba seguir la acequia de la calle Dos de Mayo, atravesar potreros y corralones, para llegar al borde del barranco. Un desfiladero cavado en el hormigón conducía a La Pampilla, playa desierta frecuentada sólo por los pescadores. (…)
Más tarde, cuando conocimos la huaca Juliana, nos olvidamos del mar. La huaca estaba para nosotros cargada de misterio.  Era una ciudad muerta, una ciudad para los muertos. (Los eucaliptos)