Luego de exitosas presentaciones en Londres y París, la mayor retrospectiva del icónico pintor inglés llega finalmente al Metropolitan Museum de Nueva York. El momento no podría ser más adecuado.
Por Manuel Santelices
Después de dieciséis semanas en exhibición, la gran retrospectiva de David Hockney presentada el año pasado en el Tate Modern de Londres llega finamente a Nueva York. La ciudad celebra desde el 27 de este mes uno de los acontecimientos culturales más esperados de los últimos años. Era hora.
Recientemente, la cultura de Estados Unidos ha vivido un periodo tan fecundo como oscuro, revelando, en galerías de Los Ángeles a Nueva York y en eventos como la Bienal del Whitney Museum, un espíritu que a veces parece abatido, y otras, combativo, sumergido siempre en la nube negra de los acontecimientos que día a día enfrenta el país. A los ochenta años, Hockney llega a aligerar el ambiente con importantes dosis de color, sensualidad y belleza, desafiando no solo la perspectiva de paisajes, retratos y ambientes, sino también la de la deprimente actualidad.
Ocho décadas no han despojado al pintor británico vivo más importante de su espíritu juvenil y rebelde. Inspirado por Matisse y Picasso, dos de sus artistas favoritos, Hockney ha pintado durante seis décadas de carrera las cosas que ama: el rostro de amantes y amigos, el cielo azul infinito de California, casas rosadas y piscinas celestes, intelectuales, nobles y bohemios, verdes senderos de su Yorkshire natal e interiores que buscan orden en un cubismo demencial.
Su trabajo es elegante y sexy, y, por lo mismo, ha sido acusado frecuentemente de frívolo, una acusación que en ocasiones pone una sonrisa amarga sobre su boca. En una entrevista reciente recordó cómo se encontró en una exhibición con un importante crítico de arte, especialista en arte abstracto. El crítico estaba acompañado de su hija de ocho años. “Me dijo que yo era el artista favorito de la niña”, comentó en la entrevista. “No sé si lo hizo para menospreciarme, pero sospecho que fue así”.
Si comentarios como ese lo molestan, no lo muestra. Criado artísticamente en el Swinging London, en los años sesenta, con Vivianne Westwood, Andy Warhol y David Bailey como contemporáneos, su visión de la alta y baja cultura es definitivamente posmodernista e iconoclasta. Sus únicas reverencias están dedicadas a la reina Elizabeth II, a quien admira con la devoción de un súbdito fiel a pesar de vivir desde hace casi medio siglo en las doradas colinas de Hollywood en Los Ángeles.
El mismo espíritu
Pocos artistas son tan reconocibles como Hockney. Su pelo amarillo, sus anteojos de grueso marco oscuro y su colorido guardarropa han servido de inspiración no solo a generaciones de artistas, sino que han extendido su influencia a la moda, el cine y la decoración. Su estilo es único, y ha colaborado a crear en torno a él un aura de fama que parece disfrutar.
A estas alturas de su vida, casi sordo, a menudo postrado en una silla, y fumando aproximadamente una cajetilla diaria de cigarrillos, el artista mantiene, sin embargo, un espíritu jovial y casi juvenil. Quienes lo visitan en su estudio californiano hablan de un hombre divertido y excelente conversador. Pero su vida social ha disminuido, sin duda, porque detesta estar en sitios rodeado de gente, sin poder escuchar lo que se dice y participar activamente de la conversación.
La exhibición del Met, que coincidirá con una muestra en una galería de Manhattan y otra en el Getty Museum de Los Ángeles, promete el mayor tesoro artístico de Hockney que Estados Unidos haya visto en treinta años. Ahí estarán desde sus primeros dibujos con lápiz o pastel hasta enormes y nuevas pinturas hechas originalmente en un iPad. ¿Qué une a todo su trabajo? Una enorme vitalidad, por supuesto, y la muy agradecida visión de que un poco más allá, al borde de la tela, existe un mundo mejor –o al menos más divertido– que el que vivimos.