El Perú disputó con Venezuela la final digital del torneo organizado por Ibai Llanos, donde el pan con chicharrón superó a la arepa reina pepiada. Más allá del resultado, las masivas votaciones plantean una reflexión sobre cómo la gastronomía sostiene la idea de peruanidad y nos une en torno a símbolos comunes.
Por: Rafael Aita*
En las últimas semanas, los peruanos hemos sido testigos de uno de esos esporádicos eventos que unen a toda nuestra nación, en esta ocasión, porque confluyeron dos motivos que suelen unir a los peruanos: la gastronomía y ganar un mundial (aunque sea uno informal organizado por un influencer). Lamentablemente, es probable que este espíritu de unidad se esfume tan pronto como se acabe el evento y nos deje la extraña sensación que solo la gastronomía puede unirnos en una cruzada común, abriendo la pregunta ¿es beneficioso reducir la identidad peruana a un plato de comida?

Pan con chicharrón de chacho.
O tal vez más importante, es hora de abordar preguntas más profundas ¿Qué es el Perú? ¿Qué significa, en lo más profundo, ser peruanos? Estas preguntas no son triviales ni retóricas: tocan la médula de nuestra identidad. En ellas se juega la posibilidad de transmitir a las nuevas generaciones un relato común que vaya más allá de las fechas escolares y los símbolos superficiales. Educar en la historia del Perú exige ofrecer una visión del país como un proyecto vivo, un destino compartido que se remonta a tiempos antiguos y que todavía hoy nos interpela.
El Perú no puede reducirse a un mosaico de costumbres regionales, a la pasión deportiva, a la diversidad gastronómica o a un pan con chicharrón. Todos esos elementos son expresiones valiosas, pero son manifestaciones, no cimientos. La peruanidad es algo más hondo: es el fruto de una vocación histórica por la integración, por el encuentro entre culturas, por la creación de una síntesis mayor que supera las diferencias sin borrarlas. Esa vocación se revela en momentos claves de nuestra historia, desde la visión de Pachacútec en Susurpuquio hasta la proclamación republicana, y constituye un hilo conductor que da sentido a nuestro ser nacional.
El mito fundacional de la peruanidad nace en un contexto de crisis. El Cusco, corazón del mundo incaico, se hallaba amenazado por el avance de los chancas. El Inca Wiracocha, legítimo gobernante, abandonó la ciudad en busca de refugio, dejando un vacío de poder y de esperanza. Fue entonces cuando un joven príncipe, Cusi Yupanqui, asumió el destino de su pueblo. No tenía aún la autoridad formal, pero recibió una visión, y en la visión una promesa, que cambiaría la historia de su pueblo y de estas tierras para siempre: en un sueño, el Sol se le apareció en el manantial de Susurpuquio y le ordenó regresar a Cusco y defender su ciudad, prometiéndole la victoria. Luego le mostró, reflejados en el agua, a todos los pueblos que debía reunir bajo su mando.

La victoria de Pachacútec sobre los chancas marcó el inicio del Tahuantinsuyo, concebido no solo como un imperio militar, sino como un espacio de integración cultural.
Ese joven se convertiría en Pachacútec, “el que transforma el mundo”. Su triunfo sobre los chancas no fue solo militar: fue espiritual. Con él comenzó un proyecto civilizatorio basado en la integración de pueblos diversos bajo un horizonte común, lo que sería el Imperio Inca. La visión del Sol no fue únicamente una estrategia política, sino una revelación de destino. Desde entonces, la unidad de estas tierras quedó ligada a una promesa superior.
Podemos imaginar que en aquel reflejo de Susurpuquio no estaban únicamente los pueblos del Tahuantinsuyo, sino también los hombres y mujeres que siglos después formarían el Perú moderno: campesinos quechuas, comerciantes costeños, mestizos urbanos, amazónicos, criollos, todos ellos formando parte de un mismo proyecto que se llamaría Perú. Desde su origen, la peruanidad nació como un mandato de unidad en la diversidad.
El gobierno de Pachacútec y de su hijo Túpac Yupanqui consolidó esa visión. El Tahuantinsuyo no fue simplemente un imperio de dominación: fue un espacio de integración cultural. Los incas supieron aprender de cada pueblo conquistado, tomar lo mejor de sus instituciones, técnicas y tradiciones, y replicarlas en otras regiones. Así, el imperio se convirtió en una sinfonía de culturas articuladas por un mismo proyecto político y espiritual.

Los Incas supieron integrar lo mejor de cada espacio conquistado.
Lejos de homogeneizar, los incas ejercieron un arte de la síntesis. Cada nuevo pueblo incorporado enriquecía al conjunto, y el conjunto ofrecía un horizonte común de estabilidad, orden y pertenencia. Esa dinámica de integración es, quizá, la primera expresión histórica de lo que hoy entendemos como peruanidad.
La conquista española introdujo un nuevo capítulo en esta historia de síntesis. Durante mucho tiempo se la interpretó únicamente como una fractura. Sin embargo, si observamos con atención, descubrimos que el proyecto integrador no desapareció: se transformó. Los españoles no destruyeron la promesa de unidad; en muchos aspectos, la ampliaron.
La Corona reconoció a la nobleza inca y le otorgó títulos y escudos nobiliarios. En el Cusco se estableció el Consejo de los 24 Electores del Alferazgo Real del Inca, una institución única en América, donde los descendientes de la realeza indígena seguían ocupando un lugar en la vida política. Allí, las tradiciones andinas y las hispanas se entrelazaron para dar lugar a algo nuevo: el germen del Perú mestizo.
La fe cristiana jugó también un papel decisivo. Lo que en el mundo andino había sido la promesa del Sol, en el virreinato se reinterpretó como la promesa de Cristo, el Sol de Justicia. Los lienzos barrocos lo representaron con claridad: la dinastía de los incas y la de los reyes españoles aparecían unidas bajo la bendición de Jesucristo, que reunía en sus rayos los escudos de España y del Perú. El mensaje era inequívoco: no se trataba de una ruptura absoluta, sino de una continuidad bajo un horizonte espiritual más amplio.

Lienzo como «La genealogía de los incas» muestran a la realeza cusqueña al nivel de los monarcas españoles.
Víctor Andrés Belaúnde llamó al Perú una “síntesis viviente”. El Inca Garcilaso de la Vega, mucho antes, había descrito esa misma realidad al afirmar que el Perú era la unión de indios, mestizos y criollos. Ambos coincidieron en lo esencial: nuestra identidad no es un dato cerrado, sino una promesa en movimiento. El Perú no existe para aislar a sus pueblos, sino para unirlos en un proyecto mayor.
Este ideal encuentra su símbolo más claro en el Sol. Desde los tiempos de Pachacútec hasta los primeros escudos republicanos, el Sol ha sido el emblema de nuestra vocación integradora. Nuestro lema nacional, “Firme y feliz por la unión”, no es una fórmula vacía: es la actualización moderna de aquella revelación mística de Susurpuquio.
Sin embargo, la historia del Perú no ha sido un camino recto de integración. Cada vez que olvidamos nuestra vocación de unidad, hemos caído en crisis. La república naciente, pese a tener el lema de la unión, se desgarró en guerras civiles, luchas regionales y divisiones sociales. En el siglo XIX y XX, las tensiones entre costa, sierra y selva, entre indígenas, criollos y mestizos, mostraron que la promesa del Sol estaba lejos de cumplirse plenamente. Las divisiones por clase, idioma, región o ideología son síntomas de ese olvido. Cuando nos encerramos en nuestras diferencias y no buscamos el puente que nos une, traicionamos nuestra raíz más profunda. La fragmentación nos debilita; la integración nos fortalece.

Rafael Aita, autor de “Los Incas del Virreinato”, se refirió a un tema central en el contexto que vivimos: ¿Qué es el Perú?
Ser peruanos, en el fondo, no es una condición pasiva: es una tarea. El Perú no es solo un accidente geográfico ni un acuerdo político; es un mandato espiritual. Ser peruanos significa aceptar el deber de construir unidad en la diversidad, de tejer lazos allí donde parece haber solo separación.
Esta es la gran lección que debemos transmitir a las nuevas generaciones. No basta con enseñar fechas o héroes; hay que mostrar la lógica profunda que nos constituye como nación. Y esa lógica es la integración: la capacidad de aprender unos de otros, de mezclarnos, de generar síntesis creativas. Desde Pachacútec hasta nuestros días, esa ha sido la vocación que nos da identidad.
El reto actual es actualizar la promesa del Sol en un mundo fragmentado. Significa reconocer que nuestras mejores etapas históricas se dieron en tiempos de unidad, y que nuestras crisis han nacido de la división. Significa también entender que la diversidad cultural del Perú —sus lenguas, sus danzas, su gastronomía, sus cosmovisiones— no son obstáculos, sino riquezas que se iluminan bajo un mismo horizonte.
El Perú es más que un país; es una promesa mística. Desde Susurpuquio hasta la República, nuestra historia nos recuerda que estamos llamados a ser uno en nuestras diferencias. Esa unidad no es un accidente ni una estrategia pasajera: es un mandato divino, una vocación que nos impulsa a construir un país mejor, un país como Dios manda.
La peruanidad, entonces, no puede reducirse a un sentimiento efímero de orgullo en fechas patrias. Es una misión histórica y espiritual: ser fieles a la promesa del Sol. Y mientras recordemos esa promesa y la hagamos viva en nuestras acciones, el Perú seguirá firme y feliz por la unión.
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(*) Escritor, divulgador y YouTuber, conocido como «Capitán Perú».
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