Durante su visita a Arequipa por el X Congreso Internacional de la Lengua Española, el rey Felipe VI visitó la Casa Museo de Vargas Llosa y participó en actos culturales y diplomáticos que estrecharon el vínculo entre la literatura, la lengua española y la historia de la ciudad.

Por: Tony Tafur

Al caer la tarde, y luego de dar por inaugurado el CILE, Su Alteza Real partió con honores de vuelta a España.

Para cruzar un océano, solo bastó una promesa. Eso lo sabe muy bien el rey Felipe VI, quien fue hijo adoptivo de Arequipa durante 24 horas para cumplir el sueño de nuestro premio nobel de literatura, Mario Vargas Llosa: que el Congreso Internacional de la Lengua Española se mudara a su ciudad natal. Y así llegó la décima edición este 2025. Aunque nuestro multipremiado escritor ya no estuvo, por esos giros de la naturaleza humana, el monarca no se limitó a hacer eco del legado vargallosiano, sino que además habitó la Ciudad Blanca como quien pisa un lugar por primera vez.

En el foco del Misti

Lo que sucedió en los dos días de su visita no fue simplemente una visita real. Fue un despliegue cultural con precisión simbólica. Arequipa recibió a Felipe VI, quien vino por primera vez hace diez años como Príncipe de Asturias, como el emisario de un compromiso tejido entre la literatura y la historia. Cada paso, cada parada, estuvo impregnado de lógica: traer a la ciudad natal de Vargas Llosa el corazón mismo del mundo hispano.

El aterrizaje, la tarde del 14 de octubre, fue el primer puntillazo. Dos aviones procedentes de Madrid rompieron la rutina aérea del aeropuerto Alfredo Rodríguez Ballón. Uno transportaba al monarca y a la secretaria de Estado para Iberoamérica y el Caribe y el Español en el Mundo, Susana Sumelzo. El otro, a la comitiva diplomática y cultural que acompañaría los actos. En pista lo esperaban el gobernador Rohel Sánchez, el ministro de Cultura español Ernest Urtasun y una impecable formación de las Fuerzas Armadas peruanas. El clima seco, el cielo intensamente azul, la puntualidad exacta: todo parecía coreografiado para que ese aterrizaje tuviera el peso de un acto fundacional.

En lugar de aislarse en los circuitos habituales de la realeza durante sus viajes, el monarca optó por instalarse en el Palla Boutique Hotel, una joya arquitectónica del centro histórico que combina el espíritu colonial arequipeño con un refinamiento contemporáneo. Allí, entre muros de sillar impecablemente restaurados, terrazas con vistas a los volcanes y una atmósfera íntima y sobria, Felipe VI encontró el escenario perfecto para habitar la ciudad no como un visitante distante, sino como un huésped de honor inmerso en su encanto local. Su presencia transformó la casona en un pequeño epicentro diplomático y cultural: discretos movimientos de seguridad, un ir y venir de funcionarios españoles y peruanos, y un aire de expectación que se extendía por las calles empedradas cercanas.

Entre fantasmas y hologramas

Esa misma noche, el monarca se internó en el núcleo más íntimo y simbólico de la visita: la Casa Museo Mario Vargas Llosa, ubicada en la primera cuadra del boulevard Parra, a pocos minutos del centro histórico. Acompañado por Morgana Vargas Llosa y Luis Llosa, hija y primo del escritor, respectivamente, recorrió en privado las diecisiete salas que narran la infancia, juventud y carrera literaria del nobel arequipeño. Lejos de la solemnidad rígida de los actos oficiales, Felipe VI adoptó la actitud de un lector curioso y cómplice, deteniéndose frente a fotografías familiares, primeras ediciones y objetos personales de ese Vargas Llosa previo a la celebridad.

Uno de los momentos más significativos fue su paso por la biblioteca personal del escritor, una colección de más de treinta mil ejemplares que el nobel donó en vida y que reunió en Lima, Madrid y París. Entre estanterías infinitas, manuscritos y ediciones anotadas, el rey recorrió el archivo vital de uno de los autores más influyentes de la lengua española.

La reciente reapertura del museo añadió un matiz contemporáneo a la experiencia. Hologramas y proyecciones 3 D transformaban cada sala en un relato vivo, donde pasajes biográficos y literarios se desplegaban ante los ojos del visitante. Fragmentos de novelas, recuerdos familiares y documentos inéditos –incluido uno recién donado por la familia– se entrelazaban en un relato envolvente que combinaba memoria íntima y puesta en escena tecnológica. Entre estos espacios destaca el “Bar del Boom”, una recreación sensorial que evoca las tertulias literarias de los años 60, donde el joven Vargas Llosa compartía ideales y disputas con los autores que marcaron la narrativa latinoamericana. En medio de ese recorrido, el monarca atravesó, casi sin transición, la frontera entre la historia personal del escritor y el imaginario universal que este construyó.

La visita tomó un matiz emotivo tras la proyección de imágenes del fallecido nobel de literatura ante el rey.

Arequipa, epicentro del español

La mañana siguiente marcó el clímax institucional. El Teatro Municipal de Arequipa, joya republicana del siglo XIX, se convirtió en el epicentro del mundo hispano. Bajo sus lámparas de cristal y molduras doradas, se congregaron las máximas autoridades culturales y lingüísticas: Santiago Muñoz Machado, director de la R AE; Luis García Montero, entonces director del Instituto Cervantes; y Andrés Allamand, secretario general iberoamericano, entre otros nombres de peso. Cuando Felipe VI ascendió al estrado, el rumor de las butacas se apagó como si alguien hubiera bajado un telón invisible. Su discurso, sobrio en la forma, pero cargado de densidad simbólica, tejió con naturalidad pasado y porvenir. Evocó a Arequipa como “el territorio de la infancia” de Vargas Llosa, y a la lengua española como “la casa familiar que compartimos más de seiscientos millones de personas”.

No fue una pieza meramente diplomática: fue una declaración cultural, pronunciada desde la emoción contenida de un monarca que entiende el poder de las palabras.

“Volver a Arequipa tiene mucho de celebración del oficio de vivir y de escribir”, dijo, provocando un murmullo de aprobación entre los asistentes. Y añadió: “Nuestra lengua es, para todos nosotros los hispanohablantes, lo que fue Arequipa para Vargas Llosa: la casa familiar. Un espacio fértil en comunicación, en ciencia, en creación literaria, en ideas, en proyectos”.

En varios pasajes, el monarca apeló a la memoria colectiva para reforzar la idea de comunidad hispana. Recordó la infan – cia del nobel, contada más por anecdotarios familiares que por recuerdos directos; evocó la Sevilla de Machado, el Moguer de Juan Ramón Jiménez y el Macondo de García Márquez como geografías literarias que, al igual que Arequipa, se convierten en símbolos. Sus palabras resonaron en el teatro como un eco natural de la ciudad: blanca, luminosa y atravesada por historias. Y lanzó un mensaje inequívoco: desde esta ciudad andina, el español no solo mira al pasado, sino que se proyecta como “una voz estratégica en un panorama global incierto”.

Mientras tanto, la ciudad entera vivía esos días como si fuese escenario de un festival secreto, perfectamente orquestado, pero sin estridencias. Los balcones lucían banderas y flores, las calles aparecían despejadas y pulcras, y en cada esquina se apostaban vecinos y visitantes que, con discreción y expectativa, aguardaban el paso de la caravana real. No hubo multitudes desbordadas ni manifestaciones bulliciosas; lo que se respiraba era una atmósfera de expectación elegante, mezcla muy arequipeña de orgullo local y curiosidad por la realeza europea.

En su discurso, el rey también subrayó que este congreso no era un acto aislado, sino “el fruto de una preparación intensa y minuciosa, de una firme voluntad por traer el CILE hasta Arequipa, honrando el manifiesto deseo en vida y la memoria de uno de los mayores narradores y ensayistas que han dado nuestras letras: Mario Vargas Llosa”. Con estas palabras, Felipe VI reconocía el trabajo institucional y cerraba un círculo simbólico: el sueño que Vargas Llosa había expresado años atrás encontraba en su presencia real el sello de cumplimiento.

Emotivo mensaje que dejó el rey Felipe VI en el libro de visitas de la casa donde nació Mario Vargas Llosa, hoy convertida en museo.

Manjar arequipeño

Luego, en los claustros silenciosos del Monasterio de Santa Catalina, el itinerario adoptó un tono de refinada intimidad. Entre muros rojizos y patios en penumbra, se ofreció un almuerzo concebido como un diálogo entre territorio y alta cocina: carpaccio de pulpo, corvina en salsa de camarones del río Tambo, papas andinas y, como cierre, queso helado arequipeño con compota de papaya. Los vinos de Tacama, seleccionados con precisión enológica, armonizaron con la secuencia como parte de una partitura sensorial. Más allá de los discursos y las solemnidades, la experiencia real pasaba también por habitar la ciudad con todos los sentidos.

Las horas posteriores transcurrieron entre recepciones formales y encuentros académicos, con la tensión latente entre los directores del Instituto Cervantes y de la R AE filtrándose en murmullos discretos, recordando que, incluso en las cumbres culturales más armoniosas, las disputas humanas encuentran su espacio.

El almuerzo en los claustros del Monasterio de Santa Catalina permitió al rey degustar un menú con esencia arequipeña y guiños de alta cocina.

Decir adiós

La última escena llegó con el atardecer del 15 de octubre. Con la luz cayendo sobre las fachadas de sillar, el rey caminó algunos metros por el centro histórico. Horas después, en el aeropuerto, la despedida con honores cerró la visita con la misma precisión ceremonial con la que había comenzado.

No hubo anuncios políticos ni tratados firmados. Pero lo que quedó fue una imagen potente: Felipe VI recorriendo Arequipa no como turista ni como soberano distante, sino como catalizador del sueño de Vargas Llosa, encarnando –por 48 horas– un puente entre la literatura, la lengua y la ciudad que las vio nacer.

“Que sigamos haciendo de nuestra lengua un instrumento de progreso, de entendimiento, de prosperidad compartida”, fueron algunas de sus palabras en el Teatro Municipal que resumieron la esencia de la visita. En Arequipa, esa idea tomó cuerpo, tuvo casa y tuvo historia.

El rey Felipe VI fue recibido por las altas autoridades locales y miembros del cuerpo diplomático.