El homenaje tendría que haberse celebrado el año pasado. Sin embargo, la pandemia lo impidió. Este 2021, finalmente, será el año de Enric Miralles en Barcelona, ciudad que conmemora el aniversario de su fallecimiento con una serie de exposiciones y conferencias que se prolongarán hasta el mes de diciembre.
Por: Laura Alzubide / Fotos: Cortesía de Fundació Enric Miralles
Parece mentira. Llevamos más de dos décadas sin Enric Miralles. Una de las figuras más poderosas que ha dado la arquitectura, a pesar de su fulgurante paso por el mundo. Tan solo vivió 45 años. Pero, como si fueran una ofrenda divina, hoy perseveran en la memoria colectiva las peculiares figuras que imaginó. Tal como sucede con sus palabras, sobre todo aquellas que dirigió a sus alumnos, que retumban como si fueran parte de un mantra ¿Cómo explicar la importancia de este barcelonés, nacido en 1955, que revolucionó la arquitectura a través de la expresión de un personalísimo mundo propio?
Ya despuntaba cuando era estudiante, en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Cataluña. “Espigado y ligero, inteligente y curioso, Enric Miralles fue un alumno brillantísimo de quien cabía esperar lo mejor”, contaba Rafael Moneo, quien fue su profesor. Tanto es así que, con solo diecinueve años, comenzó a hacer sus prácticas, y luego a colaborar, en el estudio de Albert Viaplana y Helio Piñón. Estuvieron mucho tiempo sin construir, manteniéndose con las exiguas dotaciones de algunos concursos. Era un fructífero laboratorio de ideas. Y el lugar perfecto para formarse.
En 1984, Miralles fundaría su propia oficina junto a su mujer Carme Pinós, a quien había conocido en la universidad. A esta época pertenece la que muchos consideran su obra maestra: el cementerio de Igualada (1985-1996), que solo fue construido en su primera fase. Era un proyecto retórico, de formas orgánicas y geometría libre, que presentaba el camino como espacio interior. Un paisaje onírico donde la muerte se enredaba con la vida en una danza circular, “girando el bailarín sobre sí mismo, interminable y perfecto, como un monje giróvago ensimismado y eterno”, escribiría el arquitecto Luis Fernández-Galiano. El Zeme+iri, como lo bautizaron sus autores, entró inmediatamente en el podio de la arquitectura realizada en España. Miralles era el mayor genio de nuestro tiempo. Un Gaudí contemporáneo.
A partir de entonces, su fama sería tan grande que sería convocado por las escuelas más prestigiosas del mundo para dictar clases. Desde su alma mater hasta Harvard, donde ocupó la cátedra Kenzo Tange, y Fráncfort, donde impartió una maestría. Sin embargo, también sufrió reveses. El mayor de todos le ocurrió en 1993, cuando en plena construcción se desplomó la cubierta del Palacio Municipal de Deportes de Huesca, al fallar uno de los cables tensados que la sostenían. A pesar de que había sido responsabilidad de la constructora, Miralles se volcó en su rediseño, dejando algunos de los mástiles caídos como si fueran testigos de su fracaso.
Tras cuatro años en solitario, Miralles fundó el estudio EMBT junto a Benedetta Tagliabue, su segunda esposa. Los proyectos de esta época son notables. Aquí destacan dos obras de gran envergadura: la rehabilitación del Mercado de Santa Caterina (1997-2005), en Barcelona, y el Parlamento de Escocia (1999-2004), en Edimburgo. En el primero, ubicado en su propio barrio, los arquitectos apostaron por una cubierta que es una metáfora del mar de frutas y verduras, con sus colores, que alberga en su interior. El segundo, fruto de un concurso internacional, está considerado una obra de arte mayúscula. Un ejemplo de “arquitectura-experiencia”, capaz de permear en el visitante tanto desde la razón como del sentimiento.
“Enric era una persona que siempre se reflejaba en los demás. No jugaba nunca sola. Sacaba la fuerza para sus decisiones de la comparación y conversación con las personas más cercanas: con sus partners y colaboradores, con sus estudiantes, con los amigos, arquitectos y no arquitectos, con los creadores de otras épocas y otros lugares a cuya conversación accedía a través de libros. Miles de libros que lo rodeaban y que se abrían sobre su mesa con una inverosímil velocidad de rotación al lado de sus dibujos”, explica Tagliabue. Estímulos e inquietudes que, de alguna manera, reflejan la voracidad con la que creaba. Como si supiera que no iba a vivir mucho tiempo más.
El arquitecto acabaría enterrado en el cementerio de Igualada, guardián de su propia obra, tras morir de un tumor cerebral en el año 2000. El entierro fue multitudinario.
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