1984 de George Orwell es lectura obligatoria en escuelas alrededor del mundo y fuente de todo un vocabulario de términos para referirse a la manipulación política. Pero el estatus emblemático que ha alcanzado quizás ha contribuido a que se le reste importancia al texto mismo. Cuando se alude al libro, típicamente se hace pensando en el sistema totalitario que Orwell meticulosamente construye, pero rara vez en los personajes, Winston Smith y Julia, su amante. Se piensa en la furiosa crítica social y no tanto en la contraparte con la que está estrechamente unida: la desgarradora historia de amor.
La adaptación al cine de Michael Redford que se está presentando en la “Muestra de cine y psicoanálisis” en el Centro Cultural de la PUCP, permite revisitar la historia de Winston Smith y Julia, pero, además, ofrece nuevas rutas para la interpretación del clásico de Orwell. En la película, tal como en la novela, Winston Smith es un burócrata del Ministerio de la Verdad encargado de censurar registros históricos. Vive en un Londres gris, pobre y abatido por la guerra, y pasa sus días entre un cubículo, un cuartucho y una explanada donde se exhiben películas de propaganda. La mayor parte de su vida está sujeta a vigilancia, incluso en la intimidad de su propio cuarto.
La película comienza con cierta ironía cuando nos presenta en la primera escena con un reflejo de nosotros mismos como espectadores de cine. Vemos a los habitantes de Oceanía que han acudido a la proyección de una película de propaganda. Los espectadores llenan la plaza de la Victoria en filas geométricamente dispuestas para evocar orden y uniformidad. Van reaccionando al unísono, como perros de Pavlov entrenados a exhibir emociones determinadas ante las imágenes de enemigos, camaradas, y el líder supremo. Cuando este último aparece en pantalla los espectadores se alzan en un griterío apasionado que culmina en una catarsis colectiva cuando, haciendo un signo de brazos cruzados, se ponen a corear su nombre: Big Brother… Big Brother…
Entre la multitud la cámara de Roger Deakins repara en el rostro inquieto de Winston Smith, quien lanza miradas furtivas alrededor de la plaza buscando complicidad en su rechazo a este ridículo ritual. Conforme avanza la película vamos acercándonos cada vez más a él, incluso comenzamos a saber qué esconde su mente. Hay una progresión visual desde los planos amplísimos de la plaza, pasando por un acercamiento a los rostros y finalmente la cámara asume en escenas claves la perspectiva del propio Winston.
Eventualmente Julia y Winston son capaces de entablar una relación a través de un tenso juego de seducción y disidencia. El paraje bucólico donde conciertan su primer encuentro amoroso y el cuerpo desnudo de Julia son todo lo opuesto al gris perfecto de este mundo distópico. Son imágenes que además quiebran ese dominio sobre los significados que hasta entonces ha gozado el partido. A través de su encuentro comienzan a rebullir recuerdos del pasado, palabras que habían sido descartadas del diccionario oficial, versos de poemas de una infancia remota, y, en el fondo de todo, el recuerdo traumático de la muerte de la madre de Winston. Son recuerdos que debieron ser purgados de la mente de Winston en el esfuerzo por eliminar cualquier rastro de pasado que escape el control del partido. Al permanecer en él, lo dotan de una extraña convicción de que otro mundo es posible, incluso cuando son recuerdos terriblemente doloroso.
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