El Perú vive un ciclo de inestabilidad que frena su desarrollo. Sin gobernabilidad ni continuidad, el país desperdicia su potencial económico y social.
Por: Rollin Thorne Davenport
Hace unos días, el Congreso de la República tomó la decisión de vacar a la presidenta Dina Boluarte con una votación arrolladora que no dejó lugar a dudas sobre lo desgastada e insostenible que estaba su gestión. En su reemplazo asumió el presidente del Congreso, el abogado de Somos Perú José Jerí, quien se convirtió en el octavo jefe de Estado peruano en menos de una década. Ocho presidentes en diez años. Una cifra que refleja una enfermedad institucional profunda: la incapacidad del sistema político para generar estabilidad, continuidad y confianza.
La caída de Boluarte no fue un hecho aislado. Fue la consecuencia previsible de un sistema político desequilibrado, en el que el equilibrio de poderes se ha distorsionado desde hace varios años y donde un presidente sin mayoría en el Parlamento no logra culminar su mandato. Desde las pugnas políticas, las vacancias exprés y la disolución del Congreso, el Perú vive atrapado en una maraña que impide cualquier intento serio de gobernar. La política se ha vuelto un campo minado donde el cálculo partidario pesa más que la estabilidad del país.

José Jerí asumió la presidencia del Perú tras la vacancia de Dina Boluarte, convirtiéndose en el octavo mandatario en una década.
Lo más preocupante es que esta inestabilidad ocurre en un contexto que debería ser propicio para el crecimiento económico. La inflación se mantiene entre las más bajas de la región, los fundamentos macroeconómicos son sólidos, el riesgo país está controlado y los precios internacionales de los metales —pilares de nuestras exportaciones— se mantienen en niveles altos. El Perú tiene, sobre el papel, las condiciones ideales para atraer inversión privada, impulsar proyectos de infraestructura y reducir la pobreza. Pero el ruido político ahuyenta al capital, paraliza la toma de decisiones y genera desconfianza en los mercados.
La inestabilidad también tiene un costo social enorme. La inseguridad ciudadana se ha disparado en los últimos años, y no por casualidad. En un escenario de sucesivos cambios de gobierno, los ministerios del Interior y de Defensa se han convertido en puertas giratorias. No hay estrategia sostenida, ni continuidad en los equipos técnicos. Cada nuevo ministro llega con su propio plan, que rara vez sobrevive lo suficiente para mostrar resultados tangibles. Lo mismo ocurre en sectores clave como salud, educación o transporte. El Estado no planifica: reacciona al día a día. En este contexto, el crimen, la informalidad y la desconfianza florecen.

La caída de Dina Boluarte confirma el ciclo de inestabilidad que impide al Perú consolidar su democracia.
El resultado es un país que sobrevive, pero no avanza. Que resiste gracias a su economía privada y a su buen manejo macroeconómico, pero que no logra traducir ese potencial en bienestar. No hay reforma estructural posible en medio de una guerra política permanente. No hay visión de largo plazo cuando cada gobierno actúa con el reloj electoral en la mano y teme ser el próximo en caer.
La gobernabilidad no es un concepto abstracto: es la base sobre la cual se construyen la confianza, la inversión privada y el desarrollo. Sin ella, cualquier indicador positivo es una ilusión pasajera. El Perú necesita un nuevo pacto político que priorice la estabilidad sobre la revancha, el diálogo sobre la desconfianza y la continuidad de las políticas públicas sobre la improvisación. Mientras no se rompa el ciclo actual de autodestrucción, seguiremos girando en la misma ruleta presidencial, viendo pasar gobiernos sin rumbo y oportunidades perdidas.
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