La fragmentación y precariedad de las organizaciones políticas hace cada vez más crítica la relación entre los electores y los elegidos, entre los que delegan poder con sus votos y los que ejercen poder considerando esos votos como un cheque en blanco, porque saben que no tienen que rendir cuentas.
Por: Juan Paredes Castro*
Los peruanos estamos preocupados y desconcertados ante la posibilidad de tener que votar entre treinta y nueve organizaciones políticas en las elecciones de 2026. La fragmentación política no ha llegado a este extremo por casualidad.
Es fruto del rediseño y las reformas que se han hecho no pensando en fortalecer las condiciones de gobernabilidad y estabilidad política, sino en abrir indiscriminadamente las puertas del poder a quienes viniesen como viniesen, inclusive portando caos, con el efecto precisamente contrario: de tener que carecer, como desde hace mucho tiempo, de las condiciones de gobernabilidad y estabilidad.

La fragmentación política no ha llegado a este extremo por casualidad.
Como la otra cara de la misma medalla, a la fragmentación política se añade el problema del colapso partidario a lo largo del siglo XXI. Preguntémonos cuántas organizaciones políticas que fueron entonces gobierno, existen. Ya no están en la lid ni Perú Posible, de Alejandro Toledo (2001-2006), ni el Partido Nacionalista de Ollanta Humala (2011-2016) ni Peruanos por el Cambio, de Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018). El Apra de Alan García (2006-2011) renace de sus cenizas y Perú Libre (2021-2025) juega su suerte de identidad entre el encarcelado Pedro Castillo y el prófugo Vladimir Cerrón.
Entre la fragmentación y el colapso crecientes de los partidos, los peruanos vamos perdiendo aquello que deberían ser: el vehículo de relación, canalización y entendimiento entre los electores y los elegidos, entre quienes delegan poder y quienes ejercen poder.
Un presidente no puede decir que gobierna democráticamente si al día siguiente de su elección el partido que lo llevó al poder no solo no lo representa, porque se lo encontró al paso, sino que deja gradualmente de existir. Un Congreso no puede decir que reúne a la representación nacional porque los parlamentarios elegidos provienen de la misma improvisación electoral de las fórmulas presidenciales y porque no representan un sistema uninominal que los identifique con los intereses y las demandas de determinadas circunscripciones a las cuales rendir cuentas. Un congresista se siente un congresista de la República, todo o nada al mismo tiempo. Su identificación es abstracta.
En el fondo, lo que estamos viendo hoy electoralmente es un sistema de delegación de poder que tiene que ser reformado, comenzando por establecer reglas claras y firmes para elevar la valla de inscripción de partidos, para que estos tengan el atractivo (del cual carecen hoy), por su peso y responsabilidad, de ser los pilares de intermediación entre el poder y la sociedad, y no solo maquinarias quinquenales de votación, y para que los gobiernos y parlamentos, una vez constituidos, no tengan que deshacerse de sus organizaciones políticas ni estas dejar de ser vigilantes y víctimas del frecuente y disolvente fenómeno del transfuguismo, que nadie parece desear liquidar definitivamente.
“Sin partidos políticos sólidos, la democracia se reduce a maquinarias electorales temporales sin responsabilidad
ni futuro”.
La democracia peruana va a seguir sobreviviendo precariamente y, de hecho, siendo una piedra en el zapato de su propio desarrollo institucional y del desarrollo económico, social y cultural del país, en tanto persistan sus reglas de juego débiles e inconsistentes en su sistema electoral (clave en la delegación de poder); en su sistema de balances y contrapesos entre el Gobierno, el Congreso y la Justicia (clave en la armonización de decisiones de Estado) y en su sistema de partidos (clave en la formación de cuadros y liderazgos plurales con sentido de largo plazo).
La experiencia reciente de elecciones primarias en los partidos, aunque imperfecta y de aprendizaje, demuestra que no hay manera de concebir la democracia y la delegación de poder presidencial y parlamentario sin la participación libre y plural de organizaciones políticas llamadas a canalizar el voto popular y los intereses de la sociedad en el Gobierno y en el Congreso.
Necesitamos que los partidos políticos sean, pues, el núcleo movilizador y armonizador de la vida democrática, del debate político y de las definiciones de las políticas públicas. No permitamos que este valor fundamental descienda al límite de las maquinarias de campaña y temporada por votos de aquí y de allá, y, lo que es más grave, al límite del tráfico de emblemas y candidaturas en una mezcla de intereses propios y corruptelas que terminan por comprometer a las instituciones electorales.
(*) Periodista y escritor, exdirector periodístico de El Comercio. y columnista de COSAS.
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