Apenas los productos nativos de rincones apartados del Perú sedujeron el paladar de los limeños, empezamos a comprender aquello esencial a nuestra identidad colectiva: el territorio peruano es uno fragmentado por una columna de montañas que esculpieron parajes únicos, cada uno con su propio clima, su especial manera de bordar, de vestir, de volcar sentimientos y devoción, de hacer música y, por supuesto, de danzar. El contraste se exacerba cuando pobladores yungas, awajún, huancas, moches, collaguas o charapos, toman algún elemento de la modernidad que hasta ellos llegó y lo reinventan, reinventando a la vez nuestra identidad.
Por Josefina Barrón
Así empezó la conversación con los integrantes del grupo Bareto. No podían entender cómo Noé Fachín, el guitarrista pucallpino del grupo de cumbia Juaneco y su Combo, no había llegado a ser en vida famosísimo en el Perú y más allá de nuestras fronteras. Era un genio de la guitarra, un maestro del nivel de Santana, y cuando sonaba, uno sabía que era él. Sacaba de su guitarra eléctrica sonidos inéditos, además de hacerla parecer acústica. Nadie nunca había hecho algo así con esas cuerdas. Con él, y con otros como él, empezó nuestra cumbia psicodélica, de aquella psicodelia que trajo impulsos liberadores a las artes durante los años sesenta y setenta, cantera del rock y el blues que impactaron al mundo y al Perú de todas las sangres.
«¿Sabes por qué Chacalón llamaba a su grupo La Nueva Crema?”, me pregunta ‘Bambam’, uno de los integrantes de Bareto. “Porque Chacalón –sí, Chacalón el chichero, Chacalón el de La Victoria– era fan de Cream”, el trío británico que hizo historia en la música aun cuando solo estuvo en actividad algo más de dos años. La banda tenía como guitarra a la leyenda: Eric Clapton. Cream, como también Jimi Hendrix, Grateful Dead, Jefferson Airplane, The Rolling Stones y otros tantos, cautivó desde entonces a peruanos de toda condición económica y clase social. Esa guitarra eléctrica y la psicodelia que la música, como las demás artes, ofrecía en esas décadas de libertad y experimentación, llegaron para quedarse y agarrar color local.
Migrantes pobladores de El Agustino, San Cosme, y los cerros que tutelan nuestra capital bajaron en masa a escuchar a Chacalón y La Nueva Crema, a bailar, a celebrar la vida, a olvidar, al menos por un momento, las durezas del día a día entre cuatro esteras y en medio del arenal. Al otro lado de los Andes, el Antisuyo también había visto nacer fenómenos como el de Chacalón un par de décadas antes con Juaneco y su Combo; pero los limeños no necesariamente conocíamos qué pasaba al otro lado de la cordillera andina; de esos gustos, de esos maestros de la música que vestían con trajes típicos de la etnia shipiba. No era Lima y, como observó Von Humboldt, nada hay más lejos del Perú que Lima. Si se trataba de la selva, se sentía aún más lejos. Remoto.
El detonante
Con la bonanza económica, luego de décadas de violencia interna e hiperinflaciones, al Perú le llega su hora. Despierta como un león maduro luego de una prolongada siesta. Fue la cocina lo primero que nos reflejó quiénes realmente éramos. La cocina fue la llave que abrió la puerta al Perú. Ya no era el país del cual había que salir corriendo. Detrás del camu camu llegó el kené, detrás de la hoja de coca en el pisco sour, el huaylas; el migrante trajo, junto con su sazón, sus ganas de salir adelante en la ciudad a través de emprendimientos como Gamarra, y aquella tecnocumbia, enjundiosa y achorada como esa vianda a la que llamamos aeropuerto, que hoy aparece en las cartas de los restaurantes más glamorosos de la ciudad, empezó a conquistar el corazón de la gente de los conos que luego fueron Limas.
Los afiches de las orquestas chicheras empezaron a enamorar el ojo de artistas plásticos, diseñadores de moda y gráficos; los pompones andinos que siempre usaron nuestras llamas y las llicllas en las cuales las mamachas cargaban con sus wawas se metieron en las vitrinas de la más alta de las modas limeñas. Jóvenes músicos que hasta hace una década ensayaban ritmos foráneos también se sintieron atraídos. Allí, en ese momento y fogón, se fue cocinando Bareto, como un seco de cordero con harta chicha de jora.
Bareto es una agrupación de chicos miraflorinos y barranquinos de clase media; en sus inicios tenía una gran acogida en la movida alternativa de Lima. Ellos estaban inmersos en lo suyo: principalmente reggae y ska, ritmos jamaiquinos, calientes, cadenciosos, que reflejaban relajo y celebración de vida. Sacaron un álbum al que titularon Boleto. La carátula: un típico ómnibus limeño en cuyo letrero de paradero se lee Bareto-Boleto. Ya en ese disco había una canción titulada La calor, y si bien se sentían algunos acentos tropicalones, lo de ellos poco tenía que ver con el Perú.
El disco fue muy bien aceptado. Estaban elaborando un siguiente álbum, siempre en ritmos de reggae y ska, cuando organizaron un concierto en el Sargento Pimienta. Habían llamado a unos raperos para que aparecieran en escena con la banda. Pero los raperos cancelaron una semana antes y los dejaron en el aire. Ya la cumbia aparecía en uno que otro de sus tracks, así que decidieron dedicar todo el concierto a la cumbia peruana que empezaba a sonar fuerte en los sectores más populares. Pensaron que si tocarían cumbia debían comprarse camisas tropicales, tal como hacían las bandas de ese género en el Perú; se fueron para Gamarra. Se iba forjando un vínculo entre Bareto y los ritmos novedosos que habían robado el corazón de un pueblo emergente.
El concierto, llamado Tributo a la cumbia, fue un éxito. El Sargento Pimienta estallaba. Era una novedad esto de tocar cumbia toda una noche en Barranco. En el afiche del concierto aparecía ese ómnibus del primer disco, pero la banda mostraba con la imagen un giro: a cada uno de los lados del ómnibus aparecía una bailarina de nuestra cumbia peruana, curvilínea y generosa de carnes, con la ropa, poca y brillante, sobre la piel mestiza.
A simple vista, parecían haber dado un giro radical. Pero era natural que ritmos calientes, con cadencia, tropicalones como los que ellos ensayaban y que venían principalmente de Jamaica, terminaran adquiriendo sabor peruano: ají. Había en ellos similitud en los acentos rítmicos, una cierta coincidencia en la manera de encarar la música y reflejada en ella, la vida. Podría decirse que, de ritmos calientes, pasaron a ritmos kalientes.
La reinvención
En 2008, Bareto se lanza con todo; titula su álbum Cumbia. Fue a la vez acogido por la multitud y criticado por los más cercanos a la banda, por los fans que los seguían mientras ellos habían estado tocando ritmos mucho menos locales y masivos. Estos fans no comprendieron el giro musical. Algunos les dijeron “vendidos”, otros, como Chapulín El Dulce, acusaron a Bareto de “ladrones de joyas”, pues, imagino que ese era su reclamo, qué hacían chicos de Miraflores, salidos del rock, interpretando composiciones que pertenecían a otro sector de la sociedad, a géneros musicales que parecían ser de las masas; entre ellas, algunas de Juaneco y su Combo y de Los Hijos del Sol.
Al tocar cumbia psicodélica, tocaron delicadas fibras en los peruanos. Fueron recibidos con algarabía en Puno y Tarapoto, Huancayo y Trujillo, Villa María del Triunfo y las Limas que un poco antes nada más habían sido solo conos de desarrollo. Pero también empezaron a gustar en Miraflores, La Molina, San Isidro, Asia, y fue quizás el aspecto que más molestó a quienes permanecían alejados de toda influencia de la música peruana que movía masas y llenaba plazas. El sentimiento de los fans parecía ser: si el disco es un éxito comercial en el Perú, entonces no debe ser bueno; debe ser solo para el consumo masivo.
¿Acaso tiene algo de malo llenar estadios? Pregunto. Y sí, Bareto hace bailar en Estonia, en París y en Juliaca, en San Isidro y donde quiera que vayan; son bienvenidos. Alcanzaron su madurez musical, se consolidaron como grupo. Interpretan y crean con tanta pasión y responsabilidad que uno lo que quiere es subir el volumen y moverse, o subirlo y simplemente sentarse a escuchar. ¡Ah, esa guitarra de la cumbia peruana…! Un duende, picante como el “pipí de mono”, estridente como el color de esa gaseosa nuestra, travieso como los afiches que destellan en las paredes de las columnas de nuestra tan movediza identidad.
Los artistas nunca se quedan en su zona de confort. Reinventan. Y se reinventan. Hace un par de años, Bareto volvió a dar un giro con un álbum sugestivamente titulado Impredecible. Ya la portada no cargó con las estridencias del imaginario popular. Es sobria, como la tipografía que se ha elegido para renovar la imagen de la banda. Pero en corazón, sigue siendo kaliente la música que de ellos sale: está La voz del Sinchi, que arranca con la inolvidable voz de nuestro Aristóteles Picho. Hay un track que se acompaña por la suave Susana Baca. Uno de los tracks, titulado La pantalla, es deliciosa y tiene en el fondo, como la vianda de sudado de tramboyo, harta carne. Hay composición, madurez, mucho instrumental, un lenguaje musical propio y bien elaborado. Está el Perú, claro que sí, pero más que nada y, sobre todo, está Bareto.