Fernando ‘Coco’ Bedoya expone Perder los estribos en la Sala Luis Miró Quesada Garland en Miraflores. La muestra estará hasta el 7 de junio.
La exposición del artista peruano Fernando ‘Coco’ Bedoya (Amazonas, 1952), denominada Perder los estribos, combina arte contemporáneo con precolombino. Tiene como eje el asa estribo de la cerámica precolombina, un elemento presente en su obra desde 1979. La muestra incluye series de diferentes épocas, como cabezas trepanadas, un vampiro tomando cocaína en una chapita de Coca Cola, una versión punk de su famosa intervención al libro Coquito —obra por la que se ganó el apelativo de Coco—, pentagramas de palabras alusivas a la discriminación, y una selección de su última muestra Te rompo un cuadro en la cabeza.
[justified_image_grid ng_gallery=1415]«Todo tiene que ver con la cabeza», dice Coco Bedoya. Eso se debe a que el arte es una cuestión mental. «Es emocional, pero cuando lo materializas hay algo muy de la mente para que esa emoción tenga la potencia para emocionar al otro e invitarlo a reflexionar».
Perder los estribos, curada por Irina Podgorny, va hasta el 7 de junio en la Sala Luis Miró Quesada Garland en Miraflores. El sábado 12 de mayo a las 6:00 p.m. habrá una visita guiada a cargo de Fernando ‘Coco’ Bedoya. El ingreso es libre.
Posted by Sala Luis Miró Quesada Garland on Monday, May 7, 2018
Fernando ‘Coco’ Bedoya, radicado en Argentina desde la década de los setenta, se centra en el arte conceptual y el juego de palabras. Ha expuesto en importantes plazas, como el Museum of Contemporary Art San Diego y en la galería Henrique Faría Fine Art, en Nueva York. Además, ha integrado varios colectivos como Paréntesis, Huayco y el Festival Contacta 79. COSAS conversó con él sobre su más reciente exposición en Lima y la escena artística local.
¿Por qué la muestra se llama Perder los estribos?
Siempre me ha interesado la cuestión mental en el arte. Perder los estribos es una metáfora para poder vincular las imágenes con las palabras. Tiene que ver con la fonografía, con cómo suenan las palabras. Por ejemplo, ‘cuco’ es una variante de ‘coco’. Antes se decía «Ahí viene el coco». Y ‘coco’ tiene muchas connotaciones en América Latina. «Le han hecho el coco» es que está confundido. También se dice «Ese está del coco, está del cráneo». Es habla popular. Hay lugares en los que te dicen «Está chapita», que quiere decir que alguien está loco. Entonces, ahí juegan los elementos de la exposición: la chapita, el coco, el libro Coquito, la coca… A mí me interesa esa relación y que el que vea una obra mía no solo se lleve una apariencia, sino que pueda tener diferentes lecturas. Es un arte mucho más participativo.
¿Cuál es la relación entre imágenes y palabras?
Por ejemplo, antes entre escribir y pintar no había diferencia. Para los griegos era exactamente lo mismo. La poesía de (Stéphan) Mallarmé acude al juego de palabras. En la obra de (Marcel) Duchamp el ready-made no es lo interesante, sino el nombre que le pone al ready-made, es decir el juego fonético que establece con el objeto. Eso me parece muy contemporáneo. La gente juega con las palabras por un canal diferente al de la cultura oficial. Toda América Latina juega con las palabras. Existe ‘estribo’ de montar, por ejemplo, pero también ‘estribillo’, que está relacionado con la música. Lo curioso es por qué le hemos puesto ‘asa estribo’ a una parte de los huacos precolombinos que no tiene nada que ver con el estribo de montar. Son cosas para pensar. A mí el juego de palabras me hace pensar en imágenes y hacer obra.
¿Cómo es el público peruano con respecto al arte?
Es pop. Aquí el pop nunca se fue. Por eso el minimalismo es difícil que entre, pero hay. Yo tengo algunas cosas de la muestra que son minimalistas, casi monocromáticas.
¿Es difícil exponer para un público peruano?
Bueno, por eso es que yo recurro a objetos populares, como la chapita de Coca Cola, el libro Coquito y la cerámica precolombina. Si yo le pongo otro objeto con un mayor poder de abstracción, no va a poder leerlo. No tiene herramientas conceptuales. No sabe cómo enfrentarse a un objeto de esa naturaleza. Es mucho más fácil enfrentarse a un ritual como una procesión. La gente se va a persignar y arrodillar así no haya ahí una imagen religiosa.
¿Cuál es nuestra relación con el arte?
El Perú es un país con una reserva simbólica increíble, pero los aspectos morales hacen que aún no haya lecturas coherentes. Por ejemplo, leyendo a Garcilaso encontré que la vestimenta del Inca estaba hecha de pelo de murciélago. Muchas piezas de la cerámica precolombina representan al murciélago, pero aquí se asocia el huaco con el perro. Eso es racista. ¿Por qué no vas a poner al murciélago? Las culturas andinas han trabajado lo vegetal, no lo animal. En los huacos hay vegetales, maíces, pallares. Hay algunos animalitos locales, como el cuy o la llama, pero el trabajo mental de los andinos ha sido el trabajo genético de la plantas. Aquí las plantas son maravillosas. Eso nos impide disfrutar de lo que tenemos, leerlo desde otro lado. La lectura de las cosas iconográficas —que es a lo que uno se enfrenta con un cuadro— está borrada.
¿Cómo es el trabajo con la imagen?
Es un trabajo de investigación. A mí cada serie me demora cinco años. Investigo, leo mucho, busco información… Por eso prefiero hacer obras abiertas que cerradas para que el espectador pueda interpretarlas de mil maneras.
¿Cómo ves Lima?
Me encanta Lima, aprendo mucho aquí. Veo cosas que no veo en otras partes. Vengo todos los años y cuando vengo no voy ni a Barranco ni a Miraflores. Me voy al centro de Lima. Me quedo tres noches en el Hotel Bolívar y recorro todo el centro. Es como llegar a otro lugar. No quiero ser exagerado, pero es como llegar a Calcuta. Con eso ya tengo una respiración sobre cómo está la cosa.
¿Y cómo está la cosa?
Como que la gente está más libre. A nadie le importa qué está haciendo el otro. Pero en distritos como Miraflores hay como más pose. Está todo más armado. En otros barrios ves la pobreza y sientes el hedor, del que nadie habla. Para mí, trabajar el hedor es una de las cosas más interesantes de lo andino. Está ligado al frío. Aquí se habla de lo andino, pero no se profundiza. Eso lo he ido descubriendo. He vivido en Cuzco, La Paz y Huancayo, pero nunca he tenido la consciencia que tengo ahora sobre el hedor. Es totalmente minimalista. El hedor es un cuadrado negro de dos metros por dos metros. Nada más. Eso es el hedor puro.
¿Es más fácil hacer arte ahora?
Cuando yo empecé a pintar, el artista era considerado maricón o loco. Era visto como un desviado. Ahora no. El arte está de moda y bienvenido sea. Hay mucha gente que estudia arte. En mi época nadie estudiaba arte. Era perder el tiempo, y había presiones familiares. Cuando tienes pasión por algo y la presión para ser otra cosa, es una locura. Es invertir en algo que no te da placer.
Pero Lima no es una ciudad que expresa arte…
Yo creo que sí. El arte está en todos lados. Hay que saber mirarlo. Por ejemplo, aquí el arte popular es considerado subalterno. ¿Por qué? En los mercados del centro de Lima hacen montones de cosas. Están muy cerca a lo kitsch. El Perú es kitsch. Lo que pasa es que Lima es más conservadora y las políticas de Estado referentes a la cultura son un desastre. Necesitamos políticas más coherentes. Por ejemplo, aquí no hay un salón nacional o una bienal. ¿Cómo es eso posible? El problema es que no tenemos una política cultural a largo plazo, todo es a corto plazo. No se diseña un plan para el arte de aquí a veinte años y las cosas no se sostienen en el tiempo. Se está permanentemente empezando desde cero.
¿El arte peruano suena afuera?
Más allá de la comida, no. El arte contemporáneo peruano no suena. Por ejemplo, a Eielson lo conocen en Europa, pero en América Latina recién lo conocen y en Perú es aún más reciente. Chambi era conocido en Argentina, pero en Lima, por el racismo, no lo conocía nadie. Vamos a ver qué pasa en los próximos diez o quince años. Yo veo mejor el arte.
¿Le ves futuro a las nuevas generaciones de artistas peruanos?
Sí, pero la institución del arte es joven. Los artistas recién están saliendo de las universidades. Antes salíamos de los bares. Yo salgo de los bares. La que me enseñó a dibujar fue la artista Cristina Gálvez. Yo no tenía plata en ese momento. Fui con mi carpetita, me presenté y le dije que no tenía plata para pagarle. «A ver tus dibujos…», me dijo. Los vio y me becó un año. No es que no haya opciones. Uno tiene que sacarse la timidez. Aquí hay muy buenos artistas.
Hay que aumentar los espacios alternativos. Las galerías trabajan con cinco artistas y el resto están en la cola. Los artistas tienen que armarse otros espacios. Por ejemplo, en el centro de Lima hay un colectivo de artistas que vieron un local que estaba cerrado, fueron a hablar con el dueño y le pidieron usarlo a cambio de pagar los servicios. Ahora ellos han abierto unos quiosquitos para vender arte. Lo hicieron ellos. No todo te lo puede dar el Estado o el privado porque la competencia es feroz. El trabajo de un artista está más ligado al sufrimiento que a cualquier otra cosa. Pero es una elección. Yo elegí hacer eso.
¿Cómo podemos producir buenos artistas si nos falta tanto como ciudad?
Porque hay dolor. A un artista le tienen que pasar cosas. Tiene que haber fricción. Aquí el dolor está plasmado. Ves gente que te pide plata por la calle, ves pobreza, abandono. Hoy en la mañana veía a una mujer cargando a su hijo y dos bolsas con productos para vender en la puerta de un hospital. La gente está habituada al dolor, pero yo no. Veo eso y me conmuevo. Se me retuerce todo.
¿A los artistas les gusta sufrir?
No, pero el dolor es uno de los motores. Si no tienes nada, si te va bien, si tienes plata, qué arte puedes hacer. Sería muy banal. Para hacer arte, tienes que tener algo para decir. No es una cuestión que solo va a salir de la técnica o de la interpretación. Tienes que tener alguna cosa interna que no soportes y que tengas ganas de tirárselo al mundo.