Conversamos con una de las hijas de Oswaldo Guayasamín, el excelso artista plástico ecuatoriano. Verenice Guayasamín, presidenta de la fundación que lleva su apellido y comisaria de la muestra que podrá verse en el Centro Cultural de la PUCP desde el 17 de mayo hasta el 7 de julio, nos habla de su Guayasamín: el artista y el padre.
Por Vania Dale Alvarado (@_parasitoparaiso_)
“Creo que he dedicado mi pintura a demostrar que el centro de este siglo lo constituye la violencia del hombre contra el hombre”, expresó el pintor ecuatoriano en una entrevista. Uno de los motores creativos de Oswaldo Guayasamín fue, paradójicamente, la miseria del mundo durante el siglo XX. “El sufría realmente por lo que se veía en el mundo”, cuenta Verenice Guayasamín, una de sus hijas. “Pero no era un hombre triste o amargado, como mucha gente piensa, por el hecho de que pintó ‘La edad de la ira’. ¡Nada que ver!”, aclara.
“Él era un hombre común y corriente, le gustaba gozar a sus nietos, les dejaba hacer cualquier locura, y no le importaba si, eventualmente, alguno de ellos rompía alguna pieza por ahí. Con nosotros, sus hijos, jugaba y nos enseñaba a nadar, porque él era un gran nadador. Le gustaba mucho estar con la familia, disfrutaba de la comida ecuatoriana, y amaba al Perú”.
La relación de Guayasamín con nuestro país fue estrecha. Amigo de poetas, pintores, escultores e intelectuales locales, el maestro realizó su primera exposición en Lima, en 1945, junto a otros exponentes de la pintura ecuatoriana, y desde aquella fecha retornó al Perú en los sesenta, los setenta, los ochenta y los noventa. Verenice recuerda con cariño el viaje de más de un mes que ambos realizaron por el Perú hace aproximadamente treinta y cinco años, en compañía de una decena de personas, entre ellas el artista peruano Víctor Delfín, gran amigo de Guayasamín.
“Salimos de Quito en dos camionetas, y recorrimos el lago Titicaca, la Puerta del Sol… Pasamos por todos los sitios arqueológicos importantes del Perú. Estuvimos en Machu Picchu, por supuesto, en Sechín, Farfán… Mi padre decía que su expresionismo no venía de los alemanes ni nada de eso, sino que venía de Sechín”, cuenta Verenice. “Recuerdo haberlo visto sentado ahí, en Sechín, al borde del llanto cuando vio esos murales de cabezas cortadas. Decía: ‘¡Pero si yo estuve aquí, yo estuve trabajando en estos muros!’. Después de esa experiencia, él siempre repetía que venía pintando desde hacía cinco mil años, y era porque sentía que había estado en Sechín realizando esos murales. Eso te puede dar una idea de cuánto amaba al Perú”, cuenta. “Incluso, decía que si se casaba por cuarta vez, iba a hacerlo en Machu Picchu. Por suerte no se casó, porque ya habría sido demasiado”, dice Verenice, y suelta una risa.
Encuentro de opuestos
“La primera gran serie de cuadros que hizo mi padre se llamó ‘Huacayñan’, que quiere decir ‘el camino por el que bajan las lágrimas’. En esta colección, él quería mostrar lo que era América Latina en ese momento. La dividió en tres grandes grupos: los indios, los negros y los mestizos, los de mayor connotación del continente, y sobre ellos dijo todo lo que podía decir: habló sobre su cultura, sus paisajes, su alimentación, etcétera. Lastimosamente, como la hizo cuando era muy joven, y él vivía solamente de su pintura, y tenía un origen muy pobre –fue el mayor de diez hermanos, su papá era chofer de taxi–, tuvo que venderla a diferentes personas, y así perdió el carácter de colección y el mensaje que quería dejar; un mensaje se entiende cuando tienes toda la obra reunida”, explica Verenice.
Tras esa experiencia, el artista decide encomendar a sus hijos la tarea de preservar su legado, que es también el legado de Latinoamérica. “Cuando él crea su segunda colección, ‘La edad de la ira’, no quería que pasara lo mismo que con la primera. Entonces, decide no venderla y nos reúne a mí y a mis hermanos para contarnos su intención de crear la fundación Guayasamín, que sería la guardiana de esta colección y de su obra, y de algunas pocas que había logrado recomprar de la primera colección y, además, de las piezas arqueológicas de Ecuador, México y Perú que él había recopilado a lo largo de su vida”.
La exposición que llega a Lima este 17 de mayo, apropiadamente titulada “De la ira a la ternura”, recoge treinta y siete gráficas realizadas con las técnicas de serigrafía, litografía, aguafuerte y técnica mixta, de los dos periodos más prolíficos del pintor ecuatoriano. Lo interesante de ella es que permite al espectador tener una visión general de los dos grandes temas que trabajó en vida el artista, tan opuestos en apariencia, pero tan inherentes al ser humano, como su propio autor explicó:
“Hay sentimientos comunes a todos los hombres, como el odio, el amor, la ternura, aunque cada grupo humano tenga distintas maneras de expresar estas cosas profundas. En mis cuadros, quiero referirme a estas pasiones totales del hombre. Pinto procesos de expresión de la figura que van desde momentos de timidez hasta los de furia, sin interesarme si son hombres o mujeres; ni el sexo ni otros atributos me interesan, sino el gesto que denota el sentimiento que es universal y que comunica con efectividad tanto en la Unión Soviética como en los Estados Unidos, como en Nicaragua, como en Quito o cualquier parte de la Tierra”.
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