Se hace la luz. Apenas se abre la tapa del teclado del piano y José Luis Madueño ensaya alguna melodía, la música brota. Si bien allí nacen acordes que se concatenan con naturalidad, es fruto de un largo viaje, del desprejuicio de su repertorio, de la gran cultura que debió consolidar en el tiempo. De un inmensa comprensión del Perú. Y de un talento que parece haber sido cultivado desde antes de su llegada al mundo.
Por Josefina Barrón / Foto de Javier Zea
No podría ser de nadie más lo que suena y reverbera; es de José Luis Madueño. Es su testimonio. Sus recuerdos, las estampas de sus viajes y vivencias, los primeros paisajes que lo albergaron, la atmósfera del hogar en el que creció, los padres, los amigos de los padres, sus primeros y eternos romances con el rock, el new age, el funk, el pop, el soul, la bossa nova, el jazz, su gran cultivo de la música clásica.
Está el Perú en el ADN, claro que sí. Es la imprimatura del lienzo. A veces con más fuerza, a veces debajo de un velo universal, está el Perú y sus tantos ritmos como suelos: “Sigo encontrando que el Perú es un país complejísimo. Debido a su diversidad geográfica, tiene incontables manifestaciones culturales. Ni hablemos de la música. Cada rincón del Perú tiene su propio ritmo, su melodía, sus propios instrumentos y manera de celebrar la música”, dice José Luis.
Es fácil pensar que aprendió de música cuando aún yacía en estado embrionario. Debió ser expuesto antes de llegar al mundo, cuando aún no era José Luis pero ya era él al compás de su diminuto corazón y de los ritmos que se escuchaban en casa, ritmos que lo definieron como si de rasgos se tratara. Esas aguas que lo guarecían en el vientre de su madre debieron amplificar los golpes del cajón, los acordes de la guitarra, la dulzura de la flauta traversa o el viento profundo de una zampoña, las enormes sinfonías de los clásicos, las jaranas criollas, los estudios y ensayos, los dúos, los tríos, las canciones que por la radio o en vinilo sus padres oían.
No olvidemos que José Luis es hijo de Jorge Madueño, hombre que ha dedicado su vida, como hicieron sus hijos de una u otra manera, a la música. Jorge es arreglista, guitarrista, orquestador y sobre todo educador en materia de música. Hizo la misa criolla a Chabuca Granda, fue director de Perú Negro, compuso sobre un poema de su gran amigo Manuel Scorza. Todos ellos iban a casa durante los años setenta.
Allí estaba también Juan Gonzalo Rose, César Calvo, Víctor Merino, allí estaban seguro los Campos y otros músicos, intelectuales y hacedores de cultura e identidad de los que aprendió el niño. Su padre ponía los Carnavales de Tinta en el tocadiscos. Recuerda cómo él y sus hermanos eran vestidos con los trajes típicos para bailar esos carnavales: “¿Sabes? Hubiera querido vivir más tiempo como en los setenta, en casa de mis padres, rodeado de personas que llegaban a visitarlos… Se armaban las tertulias, se hacía música…
Pero el tiempo pasó y a partir de los años ochenta la vida se volvió más individualista y competitiva… Se empezó a vivir a toda velocidad, cada cual por su lado, corriendo, trabajando, haciendo”, dice. Creo que puedo imaginar por qué siente José Luis esa añoranza. Ya hubiera querido yo tener a todos ellos un día en mi casa. Pero fue afortunado. Tenía el talento y los estímulos para continuar cultivándose.
Un nuevo camino
Nunca olvidaré cuando escuché por primera vez al grupo Wayruro. Aún estábamos los peruanos saliendo de la crisis de la década de los ochenta y el Perú recién empezaba, poco a poco, a cautivar a los peruanos con su riqueza cultural. Lima estaba aún muy lejos del Perú. Por eso fue una celebración del amor al terruño escuchar a todo volumen esos saxos tocando huaylas, las zampoñas haciendo toyadas, las mulizas, los yaravíes, los huainos, todo ello en clave contemporánea. ¡Qué bien se sentía, qué rico oírlo, qué orgullo!
Era música a veces impetuosa, festiva, otras tantas, nostálgica, honda. Detrás de todas esas composiciones estaba la mano de José Luis y sus conocimientos del jazz, del funk, del rock, del pop, del new age, de la música sinfónica… Por eso conectó con los jóvenes.
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Junto con Jean Pierre Magnet y otros músicos de primer nivel, Wayruro sonó duro y representó, al menos para mí, un despertar de la conciencia colectiva. Una confirmación de nuestra identidad. Un compromiso con el futuro, pues debíamos insertarnos en el mundo. Proponer nuevas formas. Permitir la entrada. Fusionarnos.
“He acampado al pie de Churup. He viajado en tolva de camión de un lado para el otro recogiendo ritmos, he grabado junto con todos los de Wayruro en lugares de Cusco que no son necesariamente turísticos, he viajado por muchos lugares del Perú y sigo sintiendo que aún quedan ritmos que no hemos descubierto”, me dice José Luis.
Lo he visto sentarse frente al piano y recorrer el teclado y viajar por el mundo llevando el Perú como quien lleva sabores, colores, texturas e imágenes en el bolsillo. Ir de La Alhambra a Huancayo, del Rímac a suelos árabes, de la psicodelia a la zamacueca, del huaylas al minimalismo de Satie, del festejo a la bossa nova, del landó al rock progresivo, de la zamba argentina al festejo. Para lograr esa libertad absoluta debió primero aprender a volar.
Aprendió. Aprendió a volar antes que a caminar. Se empapó de distintos géneros desde que abrió los ojos. Rush, Scarlatti, Chick Corea, Beethoven, Yes, Billie Holliday, seguramente Pinglo y Jobim, además de tantos otros le permitieron congregar géneros, abrir las alas y saltar al vacío. Volar permite mirar la tierra desde un punto de vista desprejuiciado, generoso, apolítico.
La visión panorámica genera nuevos lenguajes estéticos. Las fronteras se pierden sin que uno necesariamente lo advierta.
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No existen los manifiestos. Sí la sutileza de la creación cuando es honesta.
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Solo importan las sensaciones que brinda una nota luego de otra y luego de otra, las treguas, las fugas, las catarsis, los contrapuntos, las improvisaciones. Los silencios.
Hoy se embarca en nuevos discos y en un nuevo camino: lo afroandino. Suena sabroso y festivo; sangre negra y sangre india. Música mestiza como somos nosotros desde que fuimos bípedos. Hablamos de música como lo que es: sincretismo, evolución, hibridación, hermandad. Ser peruano, hoy, es un compromiso. Uno que se adquiere por amor. Ahora, mientras termino estas sentidas líneas, lo escucho tocar a dúo con ‘Gigio’ Parodi’. Existen los peruanos que están rodeados de un halo de luz. Que al producir cuadros de identidad construyen aquello que es mucho más que un acuerdo social: nuestra verdadera identidad.