Pequeñas calas de aguas turquesas; paisajes rocosos y agujereados que recuerdan a la superficie lunar; polvorientos caminos por donde trotan enormes caballos negros; largos pastizales de vacas, ovejas y cabras; pueblitos de casas blancas al borde del mar; ciudades con plazuelas, iglesias, palacetes y fortificaciones; puertos ocupados por yates, catamaranes, veleros y lanchas… A Menorca la llaman “el último paraíso del Mediterráneo”.
Por Raúl Tola
No tiene el lujo de Mallorca ni es una pasarela de diversión como Ibiza. Los menorquines son muy celosos de sus tradiciones, su entorno y su identidad, y se han defendido para evitar la epidemia de cemento que ha llenado otros balnearios de enormes complejos residenciales, superautopistas, hoteles con todo incluido, bares y discotecas. Gracias a esto, la isla es considerada Reserva de la Biosfera.
Esto no impide que su población fija de cerca de 90 mil habitantes casi se triplique en los meses de verano, con la afluencia de turistas de todo el mundo —los ingleses son multitud—, que vienen a bañarse, navegar, practicar la pesca, el nudismo, tomar gin tonics y comer lo que bota el mar. Son personas que buscan el contacto con la naturaleza en playas de apariencia virgen como Cala Mitjana, Cala Pregonda o Cala Macarelleta, a las que solo puede llegarse luego de largas caminatas por caminos escarpados o por mar, caleteando a lo largo de las costas de Fornells, Favàritx o Cala Pregonda.
Una historia agitada
Su ubicación estratégica hizo que Menorca fuera disputada por las potencias marítimas de su tiempo. Por ella pasaron fenicios, griegos, cartaginenses y romanos. En el siglo X fue ocupada por el Califato de Córdoba, que instauró la religión musulmana. Casi 400 años más tarde se incorporó a la Corona de Aragón y volvió al cristianismo. A principios del siglo XVIII sería invadida por la corona británica, convirtiéndose en un vertiginoso polo de comerciantes y contrabandistas. Cincuenta años después entraron los franceses. España la recuperaría definitivamente en 1802, luego de varias idas y venidas.
Todas estas invasiones dejaron su huella. Desde los pueblos primitivos que vivían en las cuevas de los acantilados costeros y construyeron tumbas con enormes bloques de piedra, hasta los ingleses que levantaron sus mansiones de paredes rojas en la campiña y definieron el perfil arquitectónico del puerto de Mahón, capital de la isla.
Esta queda en el extremo oriental de Menorca y es famosa por su casco antiguo de calles peatonales y construcciones góticas, como la iglesia de Santa María, la Catedral o el Ayuntamiento. También es uno de los lugares más movidos, con numerosos restaurantes, baratillos, bares y discotecas. Al bajar por una cuesta se llega a su puerto, donde atracan enormes y lujosos yates. Caminando por el bulevar que lo acompaña, uno puede ver las islas que emergen de la corriente del puerto. Son la Isla del Rey, la Isla de la Cuarentena y la Isla del Lazareto, sobre la que se construyó un hospital fortificado para enfermos contagiosos. Delante de ellas pasan los ferries que vienen de Barcelona y Valencia cargados de pasajeros.
Si uno se fija bien, en la orilla contraria puede divisar una casa flotante de paredes blancas y techo a dos aguas. Es la Casa Venecia, un bar y restaurante con algunas de las mejores vistas de la isla. Por años fue la vivienda del magnate británico Richard Branson, dueño del grupo Virgin, uno de los vecinos más célebres de Menorca, con quien es normal cruzarse en la calle o el supermercado.
Durante siglos, Mahón fue blanco de los piratas que atestaban las aguas mediterráneas. A quien más se recuerda es a Jeireddín Barbarroja, que al frente de una flotilla de 44 navíos turcos bombardeó y saqueó el puerto en 1535. Este episodio forzó a las autoridades menorquinas a trazar una serie de senderos que bordean toda la costa, permitiendo vigilar la llegada de barcos. Conocido como Camí de Cavalls (Camino de Caballos), ahora su recorrido puede hacerse a pie, en bicicleta o cabalgando, y permite conocer algunos de los paisajes más recónditos y sobrecogedores de la isla.
El contorno irregular de Menorca, sembrado de acantilados, depresiones y roquedales, donde se suceden tramos desérticos o cubiertos de una vegetación incontrolable, ha producido milagros de la naturaleza. Si uno recorriese los 185 kilómetros del Camí de Cavalls vería algunas de las playas más perfectas que existen. Sus aguas son tan transparentes que permiten ver la sombra de las barcas proyectada contra el fondo marino. Hay rincones escondidos entre cactus, pinares y juncos como Binissafúa, Cala Tortuga o Cala Turqueta, y otros más turísticos y concurridos como Cala Galdana, Arenal d’en Castell, Cala en Porter o Son Bou.
Sobre ellos soplan los vientos marinos, tan presentes para los menorquines que tienen nombres propios: Llevant, Ponent o Migjorn. El más conocido es la Tramuntana, el viento del norte capaz de erosionar la roca, doblar los árboles, arrastrar las embarcaciones y volver incontrolable el mar. Para hacer que la navegación sea más segura, siete faros se yerguen en puntos estratégicos de la isla. Su presencia impone tanto respeto y sus diseños resultan tan llamativos que son un punto obligado para los turistas. Los más espectaculares y concurridos son el Faro de Cavalleria, el Faro de Favàritx y el Faro de la isla del Aire.
Una de las historias más famosas de Menorca tiene que ver con un pirata turco que, como Barbarroja, desembarcó cerca de Mahón. Su nombre era Xoroi y fue el único sobreviviente de un naufragio, que encontró refugio en una cueva oculta en un acantilado. Para vivir, salía a robar en los caseríos cercanos, de donde un día desapareció una muchacha que estaba a punto de casarse.
Cuenta la leyenda que un invierno ocurrió algo inusual: sobre la isla cayó nieve. Sobre ella aparecieron huellas, que condujeron a varios hombres armados hasta la cueva, donde encontraron a Xoroi, a la muchacha y a tres niños nacidos de su unión. Al verse acorralado, el turco se lanzó por el acantilado, seguido por su hijo. Según los menorquines: “El mar que lo había traído, se cerró sobre ellos guardando el misterio de su vida”.
En el lugar de aquella tragedia ahora funciona la Cova d’en Xoroi, una discoteca que entra y sale del acantilado, desde donde se avistan las puestas de sol más espectaculares de Menorca.
De punta a punta
Para salir de Mahón, uno puede tomar los tramos del Camí de Cavalls que salen al norte o al sur. Más práctico es movilizarse en automóvil por la carretera que recorre de punta a punta los 45 kilómetros de ancho que tiene la isla. Primero se pasa por Alaior y luego se llega a Es Mercadal, donde uno puede detenerse a tomar un café y probar la repostería local. El mejor lugar es Cas Sucrer, que desde 1884 prepara artesanalmente los pequeños dulces de pasta seca llamados carquinyols, las pastas de almendra mallorquina conocidas como amargos o las joyas de la corona: las ensaimadas, unas masas espirales y cubiertas de azúcar impalpable que pueden estar rellenas de chocolate, crema, pulpa de fruta caramelizada o un embutido crudo y muy condimentado que se conoce como sobrasada.
Al llegar al extremo occidental de Menorca se entra a Ciutadella, la antigua capital. Está construida en torno a un puerto antiguo y es el núcleo urbano más poblado de toda la isla. Unas cuantas veces al año sufre el fenómeno de la rissaga, un pequeño tsunami que puede producir inundaciones y destrozos entre las embarcaciones amarradas en el puerto. A Ciutadella la caracterizan sus calles angostas y empedradas que culebrean alrededor de la Catedral, el Mercat des Peix, la Plaça del Born, el Palau de Salort y el Ayuntamiento.
Aquí se realiza la fiesta de Sant Joan, la más representativa de Menorca. La isla tiene una antigua tradición hípica que asume protagonismo en las fechas que preceden al 24 de junio. Montados sobre musculosos caballos de gran alzada y pelaje negro, los “cavallers” organizan carreras, juegos medievales o cabalgan abrazados sobre sus monturas. Pero el momento más espectacular ocurre cuando los animales comienzan a caracolear en las calles rebosantes de gente que los toca, acaricia y anima a pararse en dos patas, en una maniobra tan arriesgada como impresionante.
Uno de los mayores placeres en Ciutadella consiste en ocupar una mesa de alguna de las terrazas de los antiguos restaurantes del puerto para tomar una copa de vino o un vaso de pomada menorquina (limonada con gin), mientras se saborea la comida del mar. Los platos más populares son la caldereta de langosta —un chupe espeso y sabroso—, las berenjenas rellenas y los pescados como la lubina o el cabracho fritos. Se come muchos mariscos frescos y apenas sazonados con limón como los berberechos, las clóchinas (mejillones) y las tellinas.
Vecinos ilustres
Las celebridades que veranean en Menorca saben adónde vienen. Buscan la proverbial discreción de la isla, lejos de los paparazzi, las cámaras de televisión y los chismes de vecindario. Además de Richard Branson, el cantante Elton John tiene una casa aquí. Otro vecino conocido es el escritor holandés Cees Nooteboon, permanente candidato al Premio Nobel, que desde hace 40 años pasa buena parte del tiempo en su casita de campo de San Lluis, al suroeste de la isla. En Menorca se ambientan las historias de “Lluvia roja”, y “533 días”, donde compara el avance de su vida con el lento crecimiento de las plantas de su jardín menorquín.
Aunque es de Mallorca, el tenista Rafael Nadal suele venir con sus amigos del circuito ATP, como el serbio Novak Djokovic. Catherine Zeta-Jones y Michael Douglas son declarados admiradores de las fiestas de Sant Joan, a las que procuran no faltar. La isla también es un polo de atracción para los diseñadores de moda como Valentino, Roberto Cavalli y Giorgio Armani, que venía en su famoso yate “Main”. Incluso más grandes que éste son los barcos de los jeques árabes que apenas bajan a comer o recorrer la isla y duermen en estas verdaderas mansiones flotantes con helipuerto, piscinas al aire libre, jacuzzis, saunas, auditorios y salas de cine.
Entre las celebridades españolas están Joan Manuel Serrat, Ana Belén y David Bisbal. Raúl Gonzales Blanco, exgoleador del Real Madrid, veranea en Menorca desde que era soltero y, como Nooteboon, tiene una casa en Sant Lluis. También viene mucho el rey emérito Juan Carlos I, gran fanático de la caldereta de marisco del restaurante “Es Cranc” de Fornells.