Un extracto del libro “Hemingway desconocido” (Debate, 2019) de Omar Zevallos.

En el verano de 2010 tuve que viajar a la ciudad de Boston invitado como parte del jurado internacional de un concurso de humor gráfico y caricatura organizado por la Cambridge School, donde me encontraría con grandes amigos vinculados a este arte. Hemingway no estaba en mi cabeza ni en mi agenda en Estados Unidos; al menos eso creía yo. Imbuido en las tareas propias de la invitación, apenas quedaba tiempo para pasear o visitar algún museo. Sin embargo, el “fantasma” de Hemingway me perseguía sin que yo me diera cuenta. Un día antes de partir revisaba un folleto de la John F. Kennedy Presidential Library and Museum e inmediatamente se me vino a la mente una noticia que había leído tres años antes, donde se daba cuenta de la liberación de las cartas que Ernest Hemingway le envió a la actriz Marlene Dietrich y que estaban allí, a diez minutos de mi hotel. Salí disparado, tomé un taxi y fui a verlas.

Omar Zevallos ha

Confesiones

«Creo que ya es hora de que te diga que pienso en ti constantemente. Leo tus cartas una y otra vez y hablo de ti con algunos hombres selectos. He cambiado tu foto de lugar y la he puesto en mi habitación, y la observo con una creciente sensación de impotencia”. Esto le escribió la bella actriz alemana Marlene Dietrich a Ernest Hemingway en 1951, en medio de un frenético intercambio epistolar entre ambos. No es complicado entender que aquellas desesperadas líneas fueron escritas en un estado de frustración perdido en los laberintos del corazón. Marlene sabía que lo de ellos era un amor imposible. La historia que los unió es harto conocida y salpica varias de las biografías escritas sobre ambos. En aquel tiempo Hemingway ya estaba encaminado en las grandes ligas de la literatura y ella era la diva de Hollywood que todos aclamaban. De hecho, el primer encuentro fue en 1934 a bordo del buque Ile de Francia, cuando Hemingway regresaba a Key West luego de haber cubierto la guerra como corresponsal y Dietrich retornaba a Los Ángeles tras visitar a su familia en Alemania. Este encuentro lo narra el periodista A.E. Hotchner en su libro “Papa Hemingway”, publicado en 1955: “¿Sabes cómo nos conocimos la alemana esa y yo? –preguntó Ernest–. En mis días de pobreza, me embarqué una vez en el Ile, en segunda, pero un amigo mío que viajaba en primera me prestaba su frac extra y me metía de contrabando a la hora de las comidas. Una noche que cenábamos en el salón mi amigo y yo, aparece de pronto en lo alto de la escalera un increíble espectáculo en blanco. La alemana, por supuesto. Una túnica larga, ajustada, con cuentas blancas, sobre ese cuerpo; en lo que se conoce como pausa dramática, esa mujer puede darle clases a cualquiera. Así que hace una pausa dramática en la escalera, luego baja con lentos movimientos ondulantes y cruza el salón hasta la mesa donde estaba Jack Whitney en una elegante tertulia. Por supuesto, ninguno de los presentes llevó a sus labios un solo bocado desde que la alemana entró. Llega a la mesa y todos los hombres se levantan de un salto y su silla está dispuesta, pero ella se pone a contar. Doce. Por supuesto, se disculpa, retrocede y dice que lo siente mucho pero que es muy supersticiosa y no quiere ser la número trece en nada, y así, diciendo eso, da la vuelta para irse, pero yo, naturalmente, me puse a la altura de las circunstancias y con gran generosidad ofrecí salvar la tertulia siendo el número catorce. Así nos conocimos. Muy romántico, ¿eh? Quizá debería venderle la historia a Darryl F. Zanuck”.

Ernest Hemingway conoció a Marlene Dietrich en un crucero en Francia en 1934. Él tenía 50 años y ella 47.  

Esa imagen de Marlene Dietrich descendiendo de las escaleras, envuelta en esa natural aura de diva y la elegancia que la caracterizaba, debió deslumbrar al escritor. Basta imaginar la mirada sensual de la alemana para entender que Hemingway se haya sentido turbado por la imponente presencia de la actriz. En ese momento, el escritor estaba casado con Pauline Pfeiffer y es justamente con ella con quien decide establecerse en Key West, Florida, aun cuando él siguiera cruzando el charco para cubrir la Guerra Civil Española y, de paso, relajarse en el África en sus consabidos safaris. Aquel encuentro quedaría marcado en la memoria y el corazón de Ernest, porque a pesar de que el deseo mutuo estuvo presente desde que cruzaron miradas, nunca consumaron aquel amor platónico. Eso está registrado en la conversación que mantuvo el escritor con Hotchner, a quien le confesó de una manera poética: “Nos enamoramos tras conocernos en el Ile France, pero nunca nos hemos acostado. Fuimos víctimas de una pasión no sincronizada. En los momentos en que mi corazón se hallaba disponible, mi Kraut se encontraba inmersa en alguna tribulación romántica; en las ocasiones en que Dietrich salía a la superficie a navegar con aquellos fabulosos ojos en busca de alguna isla, yo me encontraba sumergido”.

La relación epistolar entre el escritor estadounidense Ernest Hemingway y la actriz alemana Marlene Dietrich se prolongó a lo largo de una década. Comenzó al poco tiempo de acabada la Segunda Guerra Mundial.

En aquella confesión, Hemingway cuenta algo más: “Hubo otro viaje en el Ile, años después del primero, en el que algo hubiera podido pasar; fue la única vez, pero hacía poco tiempo que yo le había hecho el amor a la insignificante M…, y la alemana estaba aún algo enamorada del igualmente insignificante R… Éramos como dos jóvenes oficiales de caballería que habían perdido todo su dinero en el juego y estaban decididos a regenerarse”. Tremenda frustración amorosa debió ser para Hemingway resignarse a no tenerla en sus brazos como hubiera querido. Para él, ella era su “pequeña Kraut”; que podría traducirse como “pequeña alemanota”; mientras que para Dietrich, él era simplemente “Papá”.

El ángel azul

Marlene Dietrich fue una mujer de su tiempo que revolucionó el cine norteamericano con esa imagen de femme fatale, de mirada penetrante y sensual al mismo tiempo, que revelaba un carácter indomable de mujer fuerte y extremadamente sexy. Su paso por la pantalla grande estuvo marcado por la tendencia de la época que quizá tendió a encasillarla un poco, pero de la que ella supo salir airosa a punta de talento y personalidad. En muchas de las cintas en las que participó aparecía cantando, con una voz sensual y una gran interpretación. Su presencia escénica resultó siempre impactante: su mirada de párpados entrecerrados y su alargada imagen de hombre-mujer le otorgaban a su figura una impronta singular. Fue ella misma quien construyó su imagen andrógina. Sus biógrafos señalan que se empeñó en mantener su exagerada delgadez y hasta se quitó las muelas del juicio para estilizar su rostro. Lo cierto es que Marlene cuidaba hasta el mínimo detalle en su vestuario para reafirmar ese personaje que interpretaba de manera permanente incluso en la vida real. Era una provocadora a contracorriente e impuso esa extraña indefinición sexual en su apariencia y en su nunca negada bisexualidad. La verdad es que le importaba muy poco el qué dirán. Había crecido en la Alemania de posguerra, en la Berlín de los años veinte donde los jóvenes dieron rienda suelta a su libertad y al desenfreno permitido en los locales nocturnos. Alguna vez ella dijo sobre su sexualidad: “En Berlín importa poco si se es hombre o mujer, hacemos el amor con cualquiera que nos parezca atractivo”. Así era ella.

Marlene Dietrich junto a su esposo Rudolf Sieber, con quien estuvo casada entre 1923 y 1976, y su hija Maria.

Esa personalidad arrolladora y provocadora la tuvo desde muy joven, de cuando visitaba los clubes nocturnos de mujeres en la ciudad, vestida con esmoquin y corbata de caballero; era la atracción de la noche. Es precisamente en ese mundo del cabaret y el music hall que inicia su carrera. Luego es llamada para participar en algunas películas alemanas de la época, como “Tragedias de amor”. Fue durante el rodaje de esta cinta donde conoció a Rudolf Sieber, un ayudante de producción de quien se ilusionó perdidamente y con quien se casó en 1923. Con Sieber tuvo a su única hija, Maria, y aunque nunca hubo amor en la pareja, mantuvieron una relación bastante particular porque ella no tardó en serle infiel y no lo ocultaba. La pareja llegó al acuerdo de llevar una relación abierta, donde cada uno podía disfrutar de la vida, juntos y por separado. No hubo dramas ni mentiras y al parecer les funcionó: nunca se separaron y su matrimonio fue más una relación de amistad que de amor. El ascenso al estrellato de Marlene Dietrich llegaría de la mano del director austriaco Josef von Sternberg, quien buscaba a una actriz para protagonizar el papel de Lola, una cabaretera que pervierte al profesor Rath en la película “El ángel azul”. Apenas Sternberg conoció a la alemana se quedó impactado por su personalidad y supo entonces que era la indicada para protagonizar el filme. Marlene, provocadora como siempre, le dijo: “Eres un gran director, conozco lo que haces, me gusta porque diriges bien a los actores, pero lo que no sé es si serás capaz de dirigir a una actriz”.

La actriz en retrato promocional para la película “Seven Sinners”, en 1940. Su look andrógino siempre la distinguió.

No es difícil imaginar lo que sucedería entre ellos luego de mirarse a los ojos. Sternberg le enseñó a explotar sus atributos, a enamorarse de la cámara, a mostrar su talento para que todos la conozcan; y dicen por ahí que también la animó a adelgazar y hasta a depilarse las cejas como estaba de moda entre las grandes artistas de Hollywood. Precisamente hacia allá apuntaba el director con su musa y es la poderosa Paramount quien decide apostar por esta actriz desconocida en Estados Unidos, pero que reunía todos los atributos para convertirse en la nueva mujer fatal del cine. Marlene se despidió de su marido y su hija para establecerse temporalmente en la meca del cine americano por seis meses, pero aquel viaje sería un paso en su carrera que no tendría vuelta atrás. Aquellos meses se convirtieron en años de una carrera imparable que la llevó a rodar hasta seis películas en cinco años, entre 1930 y 1935. Junto con su fama crecían los mitos y leyendas sobre esta exótica y sensual actriz alemana. Por ejemplo, que sus hermosas piernas estaban aseguradas en un millón de dólares. También se hablaba de la larga lista de hombres y mujeres famosos, y otros no tanto, que pasaron por su alcoba, entre los que se contaba a Greta Garbo, Burt Bacharach, Édith Piaf, Giacometti, John Gilbert, Gary Cooper, Maurice Chevalier, John Wayne, Richard Burton, Orson Welles, Kennedy y, por supuesto, Ernest Hemingway. Marlene decía a propósito de la fidelidad: “A cualquier mujer le gustaría ser fiel, lo difícil es hallar al hombre al cual serle fiel”.

El amor incontrolable

Desde que Ernest Hemingway conoció a Marlene Dietrich, la imagen de aquella mujer deambulaba por los laberintos de la imaginación del escritor. En pleno fragor de la batalla durante la Segunda Guerra Mundial, donde cubría información como corresponsal y mientras se debatía entre el ocaso de su tercer matrimonio con Martha Gellhorn y su nuevo amor Mary Wells, la imagen de la alemana aparecía como un sensual fantasma enloquecedor. Por aquellos años Marlene Dietrich tuvo un sonado y público incidente con el régimen de Adolf Hitler y su política de exterminio contra los judíos. Cuando terminó de rodar la película “El diablo es mujer”, el director Sternberg anunció la separación profesional que la unía a la actriz. Aquella noticia alegró al ministro de Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich, Joseph Goebbels, quien se atrevió a enviarle una carta a Marlene felicitándola por “haberse desecho de ese judío indeseable”, lo que desató la ira de la diva. En respuesta decidió renunciar a su nacionalidad y solicitar la ciudadanía norteamericana, lo que consiguió poco tiempo después. La respuesta nazi no se hizo esperar y la declararon una mujer depravada, traidora y enemiga de la patria. Pero no contaban con la extraordinaria fama mundial que respaldaba a Dietrich, por lo que Goebbels se vio obligado a disculparse y ofrecerle que regresara a su país con la promesa de lavar su imagen y ponerla en la cúspide del cine alemán. Ofrecimiento que ella rechazó públicamente.

Para Hemingway, ella era su “pequeña Kraut”, que podría traducirse como “pequeña alemanota”; mientras que, para Dietrich, él era simplemente “Papá”.

Ya convertida en ciudadana norteamericana, Marlene tuvo que enfrentar investigaciones del servicio secreto de Estados Unidos que la tenía como sospechosa del régimen nazi. Harta de ser rechazada por ambos bandos, decidió abandonar su carrera cinematográfica y acompañar al ejército norteamericano en campaña cantando para la tropa. Por esos años se vuelve a cruzar con Ernest Hemingway y él tiene la oportunidad de verla cantando en el frente de batalla, entreteniendo a las tropas americanas, en una zona de reposo cerca del lugar donde peleaba la IV División. El escritor volvió a sentir mariposas en el estómago y se lo cuenta a su hermano Leicester Hemingway cuando se recuperaba de una severa pulmonía. La anécdota está relatada en el libro “Mi hermano Ernest Hemingway” (1962): “La voz de Marlene era tan fantásticamente gutural como siempre. Y los aplausos y los gritos que la acogían al terminar un número eran diez veces mayores que los que le dedican en los night clubs donde suele actuar. Cuando la oigas cantar en alemán harás las paces con todo lo que te has perdido en la vida. Yo me sentí casi como cuando nos encontramos en aquel vapor francés al regresar de la guerra de España. Cuando la veo, siempre me parece que es una especie de talismán”, relata el escritor emocionado. Los encuentros esporádicos entre ambos incrementarían el deseo y la admiración mutua, pero estaba claro que ninguno traspasaría la línea de la amistad para involucrarse en un amor furtivo y desenfrenado. Es por ello que deciden ser confidentes y Marlene estaba al tanto de los coqueteos entre Hemingway y Mary Welsh, quien sería su cuarta y última esposa, mientras aún seguía casado con la periodista Martha Gellhorn. Es verdad que Ernest y Martha estaban algo distanciados, no solo por el trabajo, sino porque ella sentía que merecía un mejor trato por parte del escritor, sobre todo porque tenía una importante carrera como periodista. Era considerada como la mejor corresponsal de guerra de aquellos años, prestigio que había logrado mucho antes de ser la tercera esposa de Hemingway.

Ernest Hemingway y su tercera esposa, la periodista Martha Gellhorn. Estuvieron casados entre 1940 y 1945. “Ustedes dos se necesitan el uno al otro, y les hará bien darse cuenta de ello”, les aconsejo Marlene Dietrich poco antes de que decidieran dar por terminado su matrimonio.

De hecho, le disgustaba que se refiriesen a ella como “la esposa de” y no permitía que en las entrevistas le preguntaran sobre el escritor. Es así que Marlene Dietrich, al terminar su gira por los campamentos militares norteamericanos, sostuvo una larga conversación con Ernest y Martha para tratar de salvar su matrimonio. Les propuso retomar la vida conyugal viviendo juntos nuevamente, a pesar de la vida libertina del escritor. Incluso, cuenta Leicester, ese día Hemingway explotó disparando su arma contra el lavabo del baño, lo que generó la intranquilidad de Martha. “Ustedes dos se necesitan el uno al otro, y les hará bien darse cuenta de ello”, les dijo Marlene. Luego de aquel incidente, Hemingway se tranquilizó y se reconciliaron; aunque aquello no duraría mucho, pues la relación ya tenía partida de defunción. Terminada la guerra Hemingway retornó a Cuba para dedicarse a escribir. Es en ese momento cuando inicia un largo intercambio epistolar con su musa alemana que duraría diez años. Con frecuencia le confiaba a su hermano sus deseos de verla e invitarla a Finca Vigía: “Marlene es una mujer capaz de animar a un hombre que se encamine al patíbulo. Le escribiré de nuevo en alemán y trataré de conseguir que venga a visitarme. Sería algo maravilloso contemplarla junto a la piscina y recordar los viejos tiempos; además, simpatiza mucho con miss Mary”. En 1951 muere la madre de Ernest y este decide no asistir al funeral, simplemente escribió a sus hermanos para que se hicieran cargo de todo y para ello envió dinero para que ofrecieran una cena en su nombre a todos los asistentes.

Conversaciones telefónicas

La pena iba por dentro y la válvula de escape era pensar en la alemana y escribirle para contarle todo lo que sentía, quizá buscando consuelo en los brazos que no lo abrazarían. “Somos dos inocentes en este mundo. Te ruego que nunca pierdas contacto conmigo. Juro que estoy poniendo todo el amor que nunca he puesto en otras cosas en lo que estoy escribiendo. Sabes que siempre estaré dispuesto a servirte gustoso”. Eso que estaba escribiendo con tanto amor era su magnífica novela “El viejo y el mar”. En 1954, el año en que le otorgaron el Premio Nobel de Literatura, Hemingway estaba en África fotografiando la sabana desde una avioneta cuando el aeroplano chocó accidentalmente con un poste de electricidad y se precipitó a tierra. El escritor sufrió fuertes golpes en la cabeza y el cuerpo, y su esposa Mary resultó con fracturas en las costillas. Al día siguiente tuvieron que tomar otro vuelo para trasladarse a un hospital en Entebbe y durante el despegue el avión explotó y ocasionó graves quemaduras en la cabeza y brazos de Hemingway, además de un nuevo golpe en la cabeza que afectó su cerebro. Aquel accidente se difundió por la prensa e incluso se llegó a decir que había causado la muerte del escritor. Ernest y Mary retornaron a Cuba para recuperarse. Los intensos dolores ponían de mal humor al escritor, aunque decía que solía olvidarlos cuando escribía, aunque por las noches lo atormentaban terriblemente. Por esos días de sufrimiento escribe una nueva carta a Marlene donde la conmina a viajar a Cuba: “El dolor que siento es insoportable, pero solo se me pasa cuando pienso en ti, el sufrimiento desaparece. Me gustaría que estés más en contacto conmigo, que vengas y poder rodearte con mis brazos. Si vienes sé que mis pesares dejarán de atormentarme”.

Una de las tantas cartas que Hemingway le escribió durante la década de los cincuenta.

Si hay algo que Hemingway disfrutaba de manera especial era hablar por teléfono y eso lo describe magistralmente el periodista A.E. Hotchner en la semblanza que escribió sobre el escritor: “Ernest avanzaba hacia un teléfono con oscura suspicacia, virtualmente atacándolo por la espalda. Lo recogía con cautela y se lo acercaba al oído como para determinar si adentro había algo que sonara. Cuando hablaba, su voz se constreñía y el ritmo de su lenguaje cambiaba, como cambia el lenguaje de un americano cuando habla con un extranjero. Invariablemente, Ernest quedaba físicamente exhausto después de una conversación telefónica; al colgar, cubierto de sudor, pedía un trago fuerte… Le gustaba telefonear a Marlene Dietrich porque, según decía, se habían amado durante mucho tiempo y siempre se decían de todo lo que les pasaba y nunca se mentían –excepto cuando era muy necesario–, y aun entonces solo temporalmente”. Esto fue corroborado personalmente por la actriz alemana al propio periodista tiempo después: “Nunca le pido a Ernest consejos directamente, pero siempre está allí para hablar conmigo, para recibir las cartas, y en su conversación y en sus cartas encuentro las cosas que puedo utilizar en cualquier problema que tenga; a menudo me ha apoyado sin saber siquiera cuáles eran mis problemas.

Dice cosas notables que parecen ajustarse automáticamente a problemas de todos los tamaños. Por ejemplo, hablé con él por teléfono hace unas cuantas semanas. Ernest estaba solo en la finca; había terminado de escribir por ese día y deseaba hablar. En cierto momento me preguntó qué planes de trabajo tenía (si acaso los tenía), y yo le dije que acababa de recibir una oferta muy tentadora de un club nocturno de Miami, pero que estaba indecisa acerca de si debía aceptarla. ‘–¿Por qué la indecisión? –preguntó él’. ‘–Bueno –respondí–, creo que debo trabajar y no perder el tiempo. Es malo. Creo que una aparición en Londres y una en Las Vegas cada año son suficientes. Pero probablemente me estoy mimando demasiado, así que he estado tratando de aceptar la oferta’. Hubo un silencio, y pude visualizar el hermoso rostro de Ernest hundido en la meditación. Finalmente me dijo: ‘–No hagas lo que sinceramente no quieras hacer. Nunca confundas movimiento con acción’. En esas cinco palabras me dio toda una filosofía”.