Luis Enrique Tord (1942-2017) fue un antropólogo, historiador y escritor que construyó una extensa obra enfocada en el Perú. A pesar de ello, para muchos peruanos es un autor casi desconocido. El libro “Intuiciones”, recientemente publicado, recoge fotografías y testimonios de familiares, amigos y conocedores de su obra, que sirven para entender quién fue y lo acertado que sería poner en valor su legado intelectual.

Por César Becerra / Fotos: cortesía de la familia Tord

Emma Velasco tiene a la mano todo lo necesario para recordar a Luis Enrique Tord, su esposo y compañero durante medio siglo. Fotografías, medallas y diplomas, cartas de puño y letra, postales, recortes periodísticos, casi todos sus libros publicados. Emma, antropóloga cusqueña mejor conocida como Chichi, muestra con cariño estos objetos cada vez que alguien la visita en su casa barranquina y le pregunta por él.

Este ritual conmovedor es acompañado por historias tales como la vez que Luis Enrique descubrió las iglesias olvidadas del Colca, la confusión que causó el relato “Cide Hamete Benengeli, coautor del Quijote” en la comunidad académica (en el texto de Tord, se habla de un documento encontrado en Ayacucho que confirmaría que un tal Cide Hamete fue el coautor de “El Quijote” junto a Miguel de Cervantes; sin embargo, nunca se encontró el documento), los hallazgos periodísticos que reunió en el libro “Crónicas del Cuzco”(1977)… en fin.

Retrato de Tord hecho por su amigo, el artista Diego López Aliaga. 

Tord murió el 2 de junio de 2017, pero doña Chichi lo sigue apoyando. Lo hace desde que identificó que tenía pasta de escritor. “Siento una ternura grande por Luis Enrique, es un alma noble y grande. Sé que escribirá cosas buenas. Tiene alma de escritor”, anotó Chichi en uno de sus diarios íntimos de juventud, allá por los años sesenta. Sigue siendo un pilar, sobre todo ahora que es cuando más se necesita el afecto, la constancia y la memoria para mantener con vida su legado intelectual. “Fue un padre y esposo amoroso, un profesional honesto, austero, que quiso hacer las cosas bien. Amante del Cusco. El Perú fue su gran preocupación”, cuenta Chichi.

Facetas múltiples

Podríamos ensayar una apretada síntesis biográfica sobre Luis Enrique Tord y empezar con que nació en Lima, el 27 de enero de 1942. Estudió en el Colegio La Salle y después en el Colegio de los Sagrados Corazones Recoleta de Lima. Decidió ser abogado, más por presión familiar que por vocación verdadera. Ingresó a la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Publicó “Al Dios desconocido”, su primer poemario, cuando tenía apenas 20 años, gracias a Ediciones de La Rama Florida, sello del poeta y maestro Javier Sologuren, que, por cierto, también había publicado a Javier Heraud. Fue muy amigo del poeta Luis Hernández. De acuerdo con el crítico literario Ricardo González Vigil, Tord se ubica en la Generación del 60, formada por poetas como Antonio Cisneros, César Calvo, Rodolfo Hinostroza, Marco Martos, Ricardo Silva-Santisteban, entre otros jóvenes creadores.

Carta donde explica su compromiso de ser escritor.

En 1962, Tord fue expulsado de la PUCP por apoyar a Cuba y criticar el bloqueo naval impuesto por Estados Unidos. “Admirábamos la Revolución cubana, pero no porque nos gustara el comunismo –recuerda el economista Hernando de Soto, compañero de Luis Enrique en la PUCP durante esos años–. Es más, cuando Fidel Castro se declara luego comunista, nos desilusiona. Simpatizábamos con la idea de que el Perú también era un país de pobres, un país donde el poder había abusado, de modo que el rearme moral que vimos en Cuba nos parecía inspirador. Más allá de nuestros orígenes, en la PUCP estábamos muy disgustados con el statu quo. Queríamos un cambio y el Fidel de la Revolución representaba esa figura romántica, ‘firme contra los yanquis’. Recuerdo, vagamente, que Luis Enrique, como hombre de principios, se mantuvo firme en lo que creía”.

Es así que se trasladó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Dejó el Derecho y estudió Antropología. Allí conoció a Chichi. Al terminar la carrera, ella viajó a Bélgica para estudiar un posgrado en Lovaina. Luis Enrique pudo viajar recién un año después, pues le faltaban algunos cursos para terminar. Durante ese año, él le envió una carta por cada día de separación, es decir, 365. Lo cierto es que se reencontraron en Lovaina en 1966 y se casaron al año siguiente. Fruto de ese matrimonio son sus hijos José Antonio, Juan Luis (+), Lorena, María Helena y Álvaro.

Luis Enrique y Emma ‘Chichi’ Velasco se casaron en Lovaina, Bélgica, en 1967.

Al volver al Perú, Tord escribió en el diario “La Prensa”, liderado por Pedro Beltrán. Luego trabajó en el suplemento “Siete Días del Perú y el Mundo”, dirigido por Elsa Arana. En 1973, recibió el Premio Jaime Bausate y Meza, por su labor periodística. En 1974, tras la confiscación de los medios por parte del gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, tuvo que dejar el periodismo para sumergirse en su vocación de escritor, pero más orientado a la literatura y la historia. Consiguió el grado de doctor en Antropología en 1975. En 1979 obtuvo el segundo puesto en el Premio Copé en la categoría Cuento, con el relato “Oro de Pachacámac”. En los años sucesivos siguió presentándose al Copé: en 1983, obtuvo el Bronce en Cuento; en 1984, mención honrosa en Poesía; en 1987, ganó el Oro por el relato “Cide Hamete Benengeli, coautor del Quijote”…

Examinar el estilo de los relatos de Tord –reunidos en el libro “Revelaciones” (2011)– demanda más espacio y dedicación, pero podemos señalar que destacan por ser piezas literarias que conjugan historia, antropología, filosofía y otras ramas del saber que sirven de vehículo para profundizar y revelar ideas, sobre todo del Perú de los siglos XVI y XVII. “Luis Enrique quería profundizar en signos de nuestra cultura, sacar a flote el diseño espiritual del Perú y mostrar verdades de fondo. Sus relatos no eran juegos de palabras, sino revelaciones”, señala el crítico Ricardo González Vigil. “Me encontré en la historia de las ideas con pensamientos muy complejos, de tipo religioso, político, metafísico y hasta esotérico. O sea, ideas diferentes al cristianismo que eran practicadas secretamente en la sociedad virreinal”, dice el propio Tord en una entrevista concedida a Casa de América, en 2014.

Tord y su familia

Fue un padre muy cariñoso. En la foto, con sus hijos Lorena, María Helena, José Antonio y Juan Luis.

Tord también publicó novelas históricas como “Sol de los Soles” (1998), que ganó el Premio de Novela Universidad Federico Villarreal, “El palacio del almirante” (2007), “La montaña roja” (2008) y “El Imperio en llamas” (2015), así como las novelas líricas “Diana, verano del 53” (2011) y “Pasiones del norte” (2016), ganadora del Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro. Su literatura alternó con la publicación de libros vinculados a la historia del arte y la arquitectura como “Templos coloniales del Colca-Arequipa” (1983), “El virreinato del Perú y el arte” (1986), “El palacio de Torre Tagle y las casonas limeñas” (2002), “Macedonio de la Torre” (2004), “Gerardo Chávez o el asombro perpetuo” (2011) y “Barranco: historia, leyenda y tradición” (2015), entre otros títulos. Es por esta labor que se le reconoce como un destacado historiador peruano.

Pero su versatilidad no termina allí. También asumió cargos públicos. Fue asesor para Asuntos Culturales de la Presidencia de la República durante el mandato de Fernando Belaunde Terry, en 1980. Fue director del Instituto Nacional de Cultura, jefe del Archivo General de la Nación, presidente del Comité Interamericano de Cultura de la OEA, miembro del Congreso Constituyente Democrático (1992-1995) y regidor metropolitano del Concejo Provincial de Lima en dos periodos. Ejerció la docencia universitaria e, incluso, tuvo un programa cultural de televisión llamado “Apostillas”, que se emitió en los años noventa. Sin duda, una personalidad destacada.

Tord fue amigo de varios poetas de la Generación del 60, como Luis Hernández o Javier Heraud. Esta foto, por ejemplo, se tomó en el matrimonio de Antonio Cisneros con Nora Luna.

Un golpe duro fue la muerte de su hijo Juan Luis, ocurrida en diciembre de 2016. “Lo destrozó. Juan Luis era un chico entrañable. Había heredado el espíritu curioso de su padre: era fotógrafo, andinista y se iba a lugares increíbles como las montañas o la Antártida. Un fuera de serie. Diría que su muerte pulverizó a Luis Enrique”, revela Diego de la Torre, economista y sobrino de Tord. “A pesar de eso, vivió ese tramo final con un estoicismo de caballero oriental y de macho. Hizo un pacto con Chichi, su gran compañera, y sus hijos con tal de mantener todo en reserva. Salió hasta donde le dieron las fuerzas. Lo he visto hasta dos semanas previas a su muerte”, comenta el abogado Jorge Pastor. Si bien Luis Enrique ya arrastraba una enfermedad complicada, la pérdida de su hijo aceleró su partida, a tal punto que falleció medio año después. “Caramba, cómo debe haber sufrido mi amigo”, comenta el artista Gerardo Chávez, con evidente melancolía.

Compañero sin igual

Un gran consenso sobre Luis Enrique Tord es que fue un amigo excepcional. Es cierto que cuando alguien muere se produce una versión casi unánime sobre lo bueno, generoso e increíble que fue esa persona en vida, aunque la verdad no haya sido exactamente así. El caso de Tord luce genuino. Veamos. “Cuando entraba a una habitación, se iluminaba todo”, dice Ana María Álvarez Calderón, viuda de Manuel Pablo Olaechea. “Recuerdo un almuerzo en casa de un amigo en común, donde todo se desarrollaba de una manera monótona. Conversábamos, pero casi por cortesía. De repente, llegó Luis Enrique y se convirtió en otro almuerzo. ¡Fue algo extraordinario! Éramos los mismos, pero bastó agregar una personalidad como él para que todo cambiara”, narra Rosa Larco, conocida en el ambiente limeño como la condesa Potocka.

“Desbordaba vitalidad. Todo lo sabía, todo le llamaba la atención. Amaba la música, el arte, era un lector empedernido. Muy trabajador, polifacético, un humanista moderno”, precisa el periodista Raúl Vargas, amigo de Tord desde los años sesenta. “Siempre se le veía contento. Era un poeta de la vida. Siguió una filosofía que admiro: hacer lo que le daba la gana. Se tomaba su buen vino, disfrutaba una buena conversación”, relata Diego de la Torre.

Junto a Fernando Belaunde Terry en su querida Pucusana.

Tord fue un intelectual muy social, lejano al estereotipo del escritor malhumorado y esquivo que prefiere vivir encerrado en casa, al estilo de J.D. Salinger. Así como acudía a presentaciones de libros y eventos académicos, tenía una vida social muy activa en almuerzos, cocteles y demás, donde desbordó su carisma, cultura y locuacidad. “Era el mejor conversador que he conocido”, cuenta el abogado César Benites. “Me gusta pensar que la obra ágrafa de Luis Enrique es gigantesca, y qué pena que no se puedan escribir las conversaciones, ideas de proyectos y ocurrencias que tuvo. Recuerdo las largas reuniones en Piura, en casa de nuestro amigo Juan Ricardo Palma. Podíamos empezar a hablar a las 11 de la mañana y terminar a las 11 de la noche. Una vez cometimos la barbaridad de retrasar un vuelo para seguir conversando”, cuenta José Quezada, director de orquesta y musicólogo.

Coincidió con Mario Vargas Llosa en la selva, cuando el Nobel se documentaba para escribir la novela “Pantaleón y las visitadoras” (1973).

“Para mí fue un libro abierto. Cada conversación era una enseñanza. Parecía distante de la gente, pero nada que ver. Como gran maestro que era, cuando hablaba, te explicaba claramente todo. Memoria fabulosa. Fue un tipo lindo, realmente. Así como saboreaba la comida o la bebida, saboreaba las letras, las historias. No existen amigos como él”, señala Gerardo Chávez. “Luis Enrique tenía un gran sentido del humor, sumamente culto, gran sibarita, le interesaba casi todo. Un conversador fenomenal, no había tema que no conociera o que no le gustara un poco al menos. No era aburrido”, precisa Fernando Berckemeyer Conroy.

No queremos postular que fue un hombre perfecto, solo subrayar que reunía las cualidades suficientes para hacerse querer. Ya quisiera uno tener amigos así. O, quizá, ser un amigo digno de ser querido con tanta intensidad.