En octubre de 2017, la organización Con/Vida Popular Arts of the Americas de Estados Unidos donó al Museo de Arte de Lima un lote de 31 obras. Un mes después, ocurrió algo sorpresivo: la Dircote incautó el donativo porque mostraba a terroristas con banderas rojas con la hoz y el martillo, y podía ser propaganda subversiva. Sin embargo, se trataba de “Piraq kausa kaykunapaq”, una serie de tablas pintadas por el artista sarhuino Primitivo Evanán Poma a principios de los noventa que mostraban el horror que vivió su pueblo durante el conflicto armado interno. Finalmente, las pinturas fueron liberadas y el MALI las expuso en su reciente muestra “Otras historias posibles”. Ahora, el historiador Ramón Mujica Pinilla recoge estas imágenes en un libro que reivindica a Primitivo como un gestor cultural clave en la memoria reciente de nuestro país.
Por Renato Velásquez Fotos Omar Lucas
Cuando era director de la Biblioteca Nacionaldel Perú, Ramón Mujica creó una colección editorial llamada “Las palabras del mudo”, donde se recogían relatos de protagonistas del conflicto armado interno cuyas voces habían quedado silenciadas de las historias oficiales, con la finalidad de que contribuyeran a la recuperación de la memoria. “Piraq kausa kaykunapaq” (en español, “¿Quién será el culpable?”) iba a ser parte de esa serie, pero, cuando Mujica dejó el cargo en 2016, el proyecto quedó descontinuado.
Ahora el texto, editado por Planeta, se presenta el 29 de julio en la Feria Internacional del Libro de Lima. Sin embargo, antes hubo una presentación íntima y académica en el Centro Cultural de España, cuyo agregado cultural, Guillermo López Gallego condujo el conversatorio, donde Ramón Mujica y Primitivo Evanán disertaron sobre las obras. Los acompañaron el antropólogo Juan Ossio, el psicoanalista Max Hernández y el crítico de arte Gustavo Buntinx.
Según Mujica, cuando la Dircote requisó las tablas en 2017, hacía ya más de un lustro que etnógrafos, historiadores y críticos de arte venían estudiando la singular iconografía de esta serie pictórica. “No siempre existe una clara conciencia del efecto reparador y catártico que tiene el arte como proceso curativo después de un proceso traumático de violencia política generalizada”, opinó el historiador.
La serie pictórica narra cómo la violencia llega a Sarhua de improviso. “La comunidad tenía una organización social dual, con costumbres centenarias vinculadas a la agricultura y la ganadería. Los cuadros evocan el Incanato como una edad dorada, en la que los apus, cóndores y colibríes traían el poder salvífico que parecía extinguirse con la llegada del terrorismo. Era como si el poblador andino quedara huérfano y los dioses lo hubieran abandonado (…). Los sarhuinos quedaron en medio de dos fuegos cruzados, el de los sinchis y Sendero, ambos ajenos a su cultura y su cosmovision andina”, explicó Mujica.
“Le debemos a Primitivo, su familia y su taller la valentía de pintar estas imágenes narrativas para su triste recuerdo y estudio”, agradeció el coautor del libro al final de su presentación.
Un alma libre
De niño, Primitivo quería ser cura. El párroco de Sarhua (pueblo ubicado en la provincia ayacuchana de Víctor Fajardo, a tres mil metros de altura) era su vecino, y él veía cómo gozaba de los mejores alimentos y el respeto del pueblo. Su madre habló con el sacerdote, y, cuando el aspirante cumplió 14 años, lo llevaron a la diócesis de Ayacucho para examinar su vocación y sus aptitudes. Pasó la prueba. Regresaron a Sarhua exhaustos después de un viaje de varios días a pie, pero felices por la buena nueva. Sin embargo, había un obstáculo: el financiamiento de los estudios. En el seminario, Primitivo debía pagar 40 soles mensuales durante ocho años.
La madrugada siguiente, una discusión despertó al joven: su madre intentaba convencer a su padre de vender algún ganado para pagar sus estudios, pero el señor Evanán se negó a rajatabla. Encolerizado, Primitivo recogió su poncho junto a 150 soles que había ganado en un concurso escolar, corrió hasta alcanzar a una pareja que se había cruzado en el camino y que le había contado que viajaba a Lima, y se fue con ellos a la capital.
La ciudad lo recibió con su peor rostro. “Un zambo me robó, me sacó los billetes del bolsillo”, recuerda. Durmió afuera de la agencia a la que había llegado, cerca de La Parada, entre alcohólicos y vagabundos, y ya estaba decidido a regresar a Ayacucho cuando se cruzó con un paisano de Sarhua, quien lo llevó donde su hermano mayor, que ya vivía en Lima.
A partir de ahí sobrevivió trabajando de lo que fuera: fue ayudante de una anticuchera y vendedor en una verdulería mientras estudiaba en un colegio nocturno. Luego encontró un lugar entre el personal de servicio del colegio San Silvestre, en Miraflores, donde le daban comida y una habitación.
Las tablas milenarias
Nunca perdió sus raíces sarhuinas. “En Lima me hicieron presidente de Los Hijos de Sarhua, una asociación de jóvenes que vivíamos acá. Fomentábamos el canto, el baile y la comida típica, y en una celebración, para nuestro aniversario, nos acordamos de las tablas. Pero solamente un paisano borrachito sabía hacerlas. Así que le pedimos que hiciera algunas”, recuerda Primitivo.
Las tablas son una tradición exclusiva de Sarhua. Ningún otro pueblo la tiene. Así como en otras zonas andinas colocan toros o iglesias en el techo para proteger sus hogares, en Sarhua las tablas son obsequiadas por los compadres cuando la nueva casa está recién construida. Como explica el antropólogo Juan Ossio, “en un ritual, acompañado de una música especial, colocan estas tablas en el interior de la casa, y con ello la casa queda consagrada y habitable”.
Primitivo había ayudado a hacer esas tablas cuando era niño, pero nunca había pintado una porque ni los niños ni las mujeres estaban autorizados a hacerlo.
Primitivo también viajaba con frecuencia al pueblo. A mediados de los años setenta, comenzó a notar ciertas presencias extrañas. Algunos profesores formados en la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga organizaban misteriosas reuniones con algunos pobladores locales, en las cuales debatían ideas que en un principio sonaban justas y reivindicativas con los campesinos andinos. Hasta ese momento, solo eran vistos como inofensivos maestros con ambiciones políticas.
Años de emprendimiento
En una de esas visitas a Sarhua, Primitivo se encontró con un estudiante de Antropología que se hizo su compadre. Siguieron frecuentándose en Lima y, en medio de una celebración, le propuso: “Primitivo, ¿por qué no te dedicas a pintar tablas? Yo te puedo presentar con algunos comerciantes de artesanías”.
Primitivo se puso a aprender ese arte ancestral de su pueblo, y pronto descubrió que tenía talento. Su primera exposición, que recuerda con fecha precisa, “un 12 de agosto de 1975” en la galería Huamancaca, fue un éxito. Primitivo considera que “fue muy interesante para el público limeño, porque en esa época Sarhua no figuraba en el mapa del Perú. Un hombre me ofreció un cheque en blanco por las once tablas, pero el dueño de la galería se molestó”. Se trataba del controvertido marchante Raúl Apesteguía, quien años más tarde moriría asesinado a golpes en su departamento, un crimen que la Policía asoció con una mafia internacional de traficantes de antigüedades.
Con los 400 soles que ganó en esa exposición, Primitivo compró medicinas y dulces que llevó a su pueblo. Apesteguía siguió pidiéndole más tablas, que el novel artista sarhuino decoraba con motivos costumbristas.
Por esos años, una terrible epidemia se cobró la vida de varios niños de Sarhua, y Primitivo decidió protestar por el abandono sanitario del Estado en uno de sus cuadros. Entonces, su arte cambió. Este sería el primer precedente de la colección Piraq Kausa.
En 1978, Primitivo Evanán expuso una nueva muestra en Cusco, y entró en contacto con la ONG británica Oxfam, la cual le prestó capital para crear una empresa comunal de artesanías en Sarhua.
Al mismo tiempo, el Instituto Nacional de Cultura lo nombró encargado de las áreas arqueológicas del pueblo, lo cual lo llevó de regreso a Sarhua. A eso se dedicaba cuando un vecino quiso apropiarse de unos terrenos comunales bajo el precepto “la tierra es de quien la trabaja”. El cabildo, donde Primitivo era uno de los líderes, acordó desterrar al rebelde, romper el cerco que había construido sin autorización y reivindicar las tierras para los comuneros de Sarhua. La chispa se había encendido.
El horror
“El conflicto en Sarhua comienza con el campesino que se había apropiado de un terreno comunal. En el cabildo resolvimos derrumbar su cerco, su choza. Y, como en Chuschi ya había comenzado el terrorismo, él fue a quejarse a Ayacucho de que en Sarhua había ‘terrucos’. Les dijo: ‘Casi me matan, matan a mi esposa, derrumban mi cerco, la tierra es para quien la trabaja’. Entonces vinieron trece sinchis, esos brutos”, recuerda Primitivo.
Los sinchis eran un comando especial de la Policía especializado en combatir guerrillas, que se entrenaba en la ceja de selva. Ellos fueron los primeros en llegar a Ayacucho a luchar contra un enemigo que no conocían en absoluto. La Comisión de la Verdad y Reconciliación indica que “el sinchi fue visto por muchos como abusivo, torturador, violador y asesino, a quien la población aprendió a temer. Fue el primer contingente del Estado que llevó a cabo acciones de guerra sucia… Durante esta primera etapa, la tortura y las detenciones arbitrarias fueron prácticas bastante comunes entre los sinchis. Del mismo modo lo fue la violación sexual no solo de mujeres adultas, sino también de adolescentes”.
Primitivo consiguió huir, pero los sinchis destrozaron la empresa comunal que había creado junto a otros artesanos, y se llevaron detenidos a los líderes del cabildo. Algunos militantes de Sendero, que se hallaban confundidos entre la población, luego buscarían venganza atacando a las patrullas policiales, y comenzaría una espiral de violencia conformada por sanguinarias ejecuciones extrajudiciales, desapariciones y torturas.
En un primer momento, los sarhuinos decidieron apelar a su milenaria hospitalidad para alimentar y dar hospedaje a los foráneos de ambos bandos, de modo que Sarhua se convirtiera en un mero lugar de paso. “Parecía la única vía para no ser arrasados. Sin embargo, les tocó la peor parte: la comunidad fue capturada a la fuerza por Sendero”, indica Ramón Mujica.
En palabras del antropólogo Juan Ossio, “lo que ocurría era como Pachacuti, un cataclismo cósmico. Se vivía una situación que no podían explicarse. El mundo estaba siendo sacudido desde sus raíces: no solo el ámbito social, el cosmos entero se sacudía. Hasta los campos de cultivo se secaron. La desgracia que trajo Sendero Luminoso era cósmica. No podían dar una explicación, porque estaba más allá del orden natural. Lo interesante es que le tocó a Sarhua vivir esta situación, y ellos habían desarrollado un arte pictórico que en un primer momento estaba destinado a decorar los techos de las casas”.
El arte como redención
Primitivo regresó a Lima, y en su casa enclavada en un cerro de Chorrillos empezó a pintar las tablas de Piraq Kausa con la nueva y desoladora iconografía que representaba lo que vivía su pueblo. En sus obras ya no había músicos ni compadres felices, ya no estaban los ancestros de árboles genealógicos que se remontan a los chancas, sino que explotaban bombas, fusilaban gente, sobrevolaban temibles helicópteros. Pintó al Onqoy, que es como los andinos llamaban a Sendero, que en quechua significa “lo enfermo”. Mujica informa que “en los diccionarios quechuas del Virreinato la voz ‘onqoy’, o enfermedad, alude a un estado de locura o posesión demoniaca”. Y retrató al temible Supay, el demonio, Abimael Guzmán.
Aún hoy, a Primitivo lo conmueven hasta las lágrimas las tablas que él mismo pintó. Sobre todo una, en la que un grupo de soldados acaba de abusar sexualmente de unas adolescentes y las lleva al cerro para asesinarlas. Presa del pánico, una de ellas se arroja por un despeñadero.
El crítico de arte Gustavo Buntinx indica que “Piraq Kausa se pinta en Lima a principios de los noventa, cuando Sendero estaba siendo derrotado en las alturas, pero pretendía enseñorearse en las barriadas de la capital instaurando su régimen de terror, esas barriadas que precisamente los artífices populares de Sarhua habían ocupado buscando un espacio de salvación y de vida nueva, luego de los terribles episodios que estas pinturas describen”.
Primitivo lo recuerda: “En esa época, nosotros teníamos que esconder las tablas, teníamos que enterrarlas, porque si nos descubría la Policía nos iba a acusar de terroristas. Solo por el hecho de ser ayacuchanos, todo el mundo en Lima pensaba que éramos ‘terrucos’”.
Mirar hacia el futuro
Más allá de todo el horror, Primitivo imagina en la última tabla de Piraq Kausa la Sarhua del futuro. “Sarhua está devastada. Pero Sarhua no es un lugar físico, está dentro de los sarhuinos. La tabla final es una reconciliación, no solo política sino cósmica. Todo coronado por el arcoíris sincrético, el signo del nuevo pacto universal que Yavé establece con los hombres de no volver a destruir el mundo”, interpreta Buntinx.
Primitivo confiesa que su meta siempre ha sido poner en valor las tradiciones de su pueblo. Por su incansable labor de promoción de las tablas de Sarhua recibió en 1990 el Premio Nacional Amautas de la Artesanía Peruana, otorgado por el Ministerio de Educación; en 2013, el Congreso de la República lo condecoró con la Medalla y el Diploma de Honor Joaquín López Antay; y, en 2018, la Escuela Superior de Bellas Artes le entregó la Medalla de Honor Daniel Hernández. Sus obras han participado en exposiciones en Alemania, Dinamarca, Suecia, Israel, Estados Unidos, Chile, Argentina, México y, recientemente, en la Feria ARCO Madrid.
Pero su más grande orgullo es que sus hijas Valeriana y Venuca continúen con su legado. Sus nuevas colecciones las pinta al alimón con ellas, y las considera las depositarias de su arte.
“Mantenemos las técnicas tradicionales como el pincel fino y las pinturas a base de tierra, pero también hacemos algunas innovaciones como utilizar acrílico, por ejemplo. Además de la madera silvestre de Sarhua, también pintamos sobre cedro o lienzo. Las temáticas de las últimas colecciones están relacionadas con la vida en la ciudad”, explica Valeriana.
“En el Perú tenemos riqueza. Solo debemos explotarla con creatividad. Nuestra cultura es riquísima. Pero el Estado no nos fomenta”, se queja Primitivo. “La iglesia bien bonita de Sarhua está cayéndose. El puente colgante inca ha sido reemplazado por uno de cemento. Eso no puede ser posible. Tenemos que defender nuestras raíces”.
Primitivo ha recuperado la casa de sus bisabuelos en Sarhua, y proyecta convertirla en un museo de arte popular, al igual que su taller en Chorrillos. “Aunque yo ya soy un poco viejo, de todo esto se ocuparán mis hijas”, comenta.
“Lo que estamos viendo en el devenir de las artes sarhuinas es el devenir de nuestro arte tradicional… estas artes intermedias, mestizas, de transición, que nos permiten hablar de una mutación popular que asumen un protagonismo de la renovación propia del arte peruano”, considera el crítico Gustavo Buntinx. “Hay aquí un efecto reparador y catártico que tiene el arte para el proceso curativo del Perú contemporáneo”.