Desde el humor, el neozelandés Taika Waititi hace en Jojo Rabbit un alegato antibélico que empieza siendo burlesco y termina adquiriendo un contundente tono dramático a través de la relación imaginaria de un  niño con Adolf Hitler. 

Por: Gonzalo “Sayo” Hurtado

A simple vista, sería erróneo pensar que un tema tan crudo como el holocausto nazi no podría ser tratado desde la comedia. Aunque los ejemplos no son demasiados en la historia del cine, los hay suficientes como para pensar que en ninguno de esos casos se incurrió en exceso alguno. Basta con citar a El gran dictador (1940) de Charles Chaplin, que bajo su habilidad para burlarse del absurdo, sacó adelante su intención humanista y su discurso antibélico. En Pasqualino Settebellezze (1975) de Lina Wertmüller, el sentido del humor negro de su directora dio paso a la realidad más terrible y chocante. Y el resultado fue muy logrado. Pero donde quizás la comedia se mantuvo en márgenes que iban entre lo paródico y hasta lo delirante, lo tenemos en La vida es bella (1997) de Roberto Benigni, o El tren de la vida (1998) de Radu Mihaileanu. Por eso, el asistir a lo que nos trae un director emparentado de lleno con la comedia dramática como lo es el neozelandés Taita Waikiki en Jojo Rabbit, no debería causar escozor y menos desconfianza, aunque lo que nos muestre el tráiler sea solo la parte más bufonesca de la película.

Jojo Rabbit recrea la niñez del pequeño Jojo (Roman Griffin Davis), quien a pesar de ser educado en la juventud hitleriana y tener presente todo el tiempo a Adolf Hitler como una suerte de amigo imaginario, no es capaz de asumir mucha de la violencia que le intentan inculcar sus mentores. Él vive con su coqueta madre Rosie (Scarlett Johansson) en un pueblo del interior de Alemania, pero los cuestionamientos y su quiebre emocional aflorarán al descubrir que su progenitora esconde en su hogar a Elsa (Thomasin McKenzie), una adolescente judía con la que poco a poco se irá relacionando.

Adolf Hitler (el director Taika Waititi) y el pequeño Jojo (Roman Grffin Davis).

Una dimensión paralela

En tiempos en los que la intolerancia renace desde los discursos de odio, el supremacismo racial, la xenofobia y el recrudecimiento de los radicalismos de derecha en Europa, resulta oportuno preguntarse si acaso el señalar el absurdo del nazismo desde lo paródico no es relevante. Aquellos momentos en el primer tramo de la película, con Jojo tratando de convencerse del valor de la doctrina nazi mientras Adolf le calienta la oreja, suenan más al imaginario encuentro de los personajes de la tira cómica de Calvin & Hobbes. Es en esas primeras escenas en las que aflora más la vocación chacotera del director y cuando la historia crea su propio mundo, un universo exagerado (que por momentos parece tomar pinceladas del delirio de Wes Anderson) que no es sino la exacerbación de los radicalismos, que a fuerza de ser absurdos llegan hasta lo caricaturesco.

De lo más destacado de esta primera hora lo es el papel de Scarlett Johansson, que es una suerte de desfogue gracias a su espíritu liberal en medio de un contexto adoctrinador. El espacio de la casa familiar asume por momentos con ella el de un teatro de comedias o de un cabaret de vodevil gracias al desparpajo de este personaje, cuya presencia sugerida desde sus vistosos zapatos, adquiere luego un fuerte simbolismo al cambiar el registro de comedia al drama más desgarrador.

Scarlett Johansson es Rosie, la pispireta madre de jojo.

Mirada de niño

Resulta interesante el enfoque que el director realiza desde la mirada de su protagonista. A la visión del “amigo imaginario” que supone la representación de Hitler como la idea radical latente pero que no termina de cuajar en la mente de Jojo (siendo el causante de sus dudas y yerros), se complementa otra dimensión lúdica desde el descubrimiento de Elsa, la habitante detrás de las paredes de la casa. Mientras las ideas siguen bullendo en Jojo acerca de la naturaleza del antisemitismo y todos los prejuicios que desata esta forma de racismo, la presencia de Elsa es como la de un fantasma que no termina de aterrizar para el niño en el universo de lo propiamente “humano” o “correcto”. Así, la capacidad de representación de la muchacha asume la misma condición que el Fuhrer como algo etéreo, pero con una polaridad positiva y negativa entre ambos. Parte de la ironía de la historia se ampara en el hecho de que aquellos seres que forman su círculo de intimidad, lo resultan siendo su conciencia hitleriana –invisible a todos- y una judía escondida en su casa que siendo real, no puede ser vista por nadie más.

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Otro aspecto a resaltar es el universo de sensaciones a partir del encuentro entre ambos jóvenes. En la medida que Jojo es consciente que delatar a Elsa puede ser contraproducente para él y su madre (la suerte de los traidores termina en la horca), hace un pacto con ella e intenta encontrar a base de interrogarla constantemente, sustento para su nazismo en formación. Así, comienza a preparar una suerte de manual para identificar y clasificar a los judíos desde una mirada alimentada por muchos clichés y prejuicios que la chica no hace sino alentar a manera de burla contra sus propios perseguidores. El resultado no deja de ganarle puntos ante sus mentores, que encuentran en aquel esperpento la confirmación de sus propias creencias (en la vida real, dichos manuales cobraron forma).

Elsa (Thomasin McKenzie), la muchacha judía que vive tras las paredes.

Es precisamente esa condición la que da forma a la atmósfera surreal de Jojo Rabbit, en la que su director encuentra por primera vez en su cine un espacio de ensimismamiento mucho mayor que en el resto de su obra. Su interés está siempre en aquellos personajes que no encuentran un lugar en el mundo, que son incomprendidos y cuyas dudas los sobrepasan. Jojo no es la excepción a ello, con la salvedad que siendo probablemente el más cuerdo de quienes lo rodean termina siendo el “loco” o el “anormal” de la aldea. Dicha premisa se acentúa conforme nos acercamos al clímax de la historia (evidentemente, con la derrota del nazismo), donde los delirios alcanzan sus momentos cumbre al amparo del humor negro. En dicho contexto, es válido plantear que la intención de Taika Waititi no es hacer escarnio únicamente del III Reich, sino de todo proyecto totalitario o universo de ideas que convoque a la irracionalidad o el fanatismo, desnudados por completo de toda seriedad al ser expuestos como un teatro de comedias.

En el balance  

Es en el acto final donde todo confluye bajo el peso aplastante de la historia. Junto al absurdo de la guerra, el fin de los nacionalismos y la decepción absoluta en la política populachera, algunos personajes como el del Capitán Klenzendorf (excelente Sam Rockwell) se despojan de aquella epidermis que los retrata como bufones de turno, para crecer y acomodarse en los contextos más crudos y despedirse con dignidad. Es en el último tercio de la película donde a la vista de un escenario incendiario, toda aquella representación burlesca se esfuma con absoluta crueldad.

De este modo, Taika Waititi llega más lejos dentro de sus pretensiones de ser un referente de la comedia dramática. Aunque no se trata de una obra mayor, abre un camino a todos aquellos que buscan llegar a la crítica social desde lo farsesco. Por supuesto, está muy lejos de referentes como Emir Kusturica y su habilidad para desmenuzar la historia desde el humor, pero lo suyo no deja de ser apreciable.