“Ni bien descorchada la botella, y tras hacer un resumen bastante ejecutivo de qué había de nuevo en nuestras monótonas vidas, llegamos a la parte más interesante y generalmente (aunque no nos guste aceptarlo) la causante de la mayor parte de nuestros altibajos: El corazón.”
 
Por Cecilia de Orbegoso
Hace unos días, mientras hacía escala en Barajas después de un fantástico mes en Lima, mi iPhone me sorprendió con una inesperada conmemoración a la primera semana del 2021 en forma de una foto tomada en casa de mi amiga Camila, en la que se nos ve a ambas en pijama, al calor de una chimenea y con nuestras respectivas copas de vino en mano, muy sonrientes a pesar de nuestros frustrados planes de Año Nuevo.
Y es que fue hace poco mas de un año que tanto Camila como yo nos habíamos quedado literalmente con “la maleta en la cama preparando su viaje”, ya que dos días antes de volar a Lima para navidad, cerraron nuevamente nuestras fronteras debido a una nueva variante. Honestamente cada vez estoy más convencida de que el COVID tiene tanto de virus como de ex, pues no hace falta más que empezar a olvidarse de él, para que vuelva a aparecer.
Una vez internalizados los súbitos y forzosos cambios de planes, no quedó más que ponerle buena cara al mal tiempo, por lo que nos reunimos una noche, con ánimos de disfrutar un par de vinos casuales (ya no en soledad) y de hacer ese ejercicio de lengua que tanto me gusta y al que educadamente me refiero como catch up.
Es muy difícil que me deje ver en público con la cara lavada, y debo aceptar que mi CAPEX de mantenimiento no tiene nada de austero, pero dada mi costumbre de seguir religiosamente las últimas tendencias, decidí hacer un sacrificio y, previa advertencia a Camila, dejarme ver por única vez con el outfit más popular de aquella temporada: pantuflas, pijamas y bata. Total, la confianza es grande, la noche oscura y la distancia pequeña entre su casa y la mía.
Ni bien descorchada la botella, y tras hacer un resumen bastante ejecutivo de qué había de nuevo en nuestras monótonas vidas, llegamos a la parte más interesante y generalmente (aunque no nos guste aceptarlo) la causante de la mayor parte de nuestros altibajos: El corazón.
En esta oportunidad nos centramos en las últimas novedades sobre cómo lograr interacción en los tiempos del COVID, tema que a mí me venía como anillo al dedo, dado que en estos asuntos tecnológicos me siento cada vez más foránea a los que, como yo, somos ahora considerados la generación del bicentenario.
Ella, por el contrario, muy al tanto de absolutamente todo el abanico de posibilidades que ofrecían los datings apps, me contaba que ya hace mucho había descargado y tanteado absolutamente todos los últimos programas que ofrece el mercado.
– “Para poder opinar, primero hay que probar” – me decía – “además me siento mucho más cómoda flirteando de manera virtual”
– “No sé cómo haces. A mi el 3D me va de maravilla, pero ponme a flirtear vía WhatsApp, en menos de un día cualquier intento de relación se me enfría” – le decía.
A pesar de esto, no puedo negar que, efectivamente, los tiempos han cambiado y con ello las expectativas y planes que rodean a las primeras citas. En ese momento de la pandemia yo ya había notado la creciente cantidad de comentarios que recibía de amigas, quienes aclaman a voz en cuello las maravillas de esta nueva normalidad, la cual (debido a la gran demanda de creatividad que implicaba a esas alturas) les había permitido la posibilidad de experimentar de primera mano los clásicos paseos por el parque o de sentarse a conversar en un café al aire libre y, si una chispa se prendía y el toque de queda amenazaba con apagarla, tratar de atizar el fuego en casa.
Camila, con una mezcla de emoción y picardía, empezó a contarme detalles candentes sobre los chicos con los que había decidido salir dentro de ese extenso buffet virtual: un israelí bastante chapado debido a su año militar obligatorio, un inglés particularmente rechoncho y rosado, un argentino que lo que tenía de guapo le faltaba de simpático, y más.
Entre sus anécdotas, me contó sobre una de sus noches más pintorescas, la cual fue protagonizada por un galán italiano con el que fue a tomar un par de copas a un simpático bar del vecindario. Sin embargo, llegaron las 10 de la noche y con ello el toque de queda, y tomando en cuenta que el muchacho la había entretenido, ella, pecando tal vez de incauta (o por el contrario de muy viva) decidió continuar la noche en su casa con un par de copas de vino.
– “Ay, no sé, estaba tan entretenida que no la quería cortar” – me decía.
Ahora, bien se sabe que no todo lo que brilla es oro, pues no había terminado Camila de encontrar el descorchador cuando su proactivo galán de una noche, con un solo movimiento, se despojó de sus ropas.
– “¡Casi me muero! Yo con un par de copas y el vino en mano, fui de la cocina a la sala y me vengo a encontrar con el hombre sobre el chaise longue, a lo Julio Cesar, haciendo despliegue completo de su ropa interior. Nada más y nada menos que un calzoncillo color rojo” – me decía entre risas
– “Bueno, sí tengo que aceptar: muy cooperador, él” – añadía Camila
– “¿Cómo así?” – le pregunté.
– “Ya que había quedado conmigo, decidió ponerse sus mejores galas eróticas” – me decía mientras que a mí me daban calambres en la barriga de la risa.
Ella continuaba diciéndome
– “No me queda duda de que ese calzoncillo estaba escogido especialmente para mí”.
Mi pobre amiga no sabía qué hacer para sacar al muchacho de su sala. Pero luego el vino empezó a hacer efecto y me terminó confesando que, contra toda posibilidad, se quedó a dormir.
– “Bueno, a nada” – decía ella riéndose.
Yo, que ya estaba bastante intrigada, le pregunté por sus demás experiencias. Me contó que, tras ser decretada la segunda temporada de las crónicas de una encerrona anunciada y dada la falta de bares y restaurantes a los cuales acudir, no quedaba más que conformarse con tranquilas caminatas, en plena luz del día, en los parques.
Ella, ya con bastante práctica en el mundo del flirteo virtual, se la pasó varios días mandándose pícaros mensajes con un muchacho quien, según lo publicado, tenía como centro laboral el zoológico de Londres, donde, muy orgulloso ostentaba el cargo de cuidador de monos. “Monkey Guy” era como ella lo llamaba.
– “Quedamos un sábado temprano en el zoo, pero ¡vamos! Si esta ciudad tiene como seis aeropuertos, ¡a saber cuantos zoológicos tendrá! Así que cuando le pedí un poco más de detalle sobre el nombre del zoológico, el número de puerta y, evidentemente, por quien preguntar, ya que suponía que los zoológicos estaban cerrados, me dijo que mejor él me recogía”- relataba Camila.
– “¿Y qué pasó?”-
– “Bueno, pensé que me iba a encontrar en la puerta de mi casa al Monkey Guy y que juntos iríamos en metro al zoológico, pero no: el hombre me vino a recoger nada más y nada menos que en un Ferrari” – dijo.
Parecía que la anécdota no había sido otra cosa más que un falaz cuento para parecer más interesante, ya que el hombre en la vida real se dedicaba a correr carros.
-“Encantador, el chico”, me confesó Camila. Sin embargo, había un pequeño detalle: él, un poco más narciso de la cuenta y en pos de intentar perseguir la tan efímera y elusiva juventud, había terminado por estirarse tanto la cara que cada vez que se reía, se le tensaban hasta los dedos de las manos.
-“Tenía más Botox que yo en la cara”- se reía Camila
A pesar de que la lista de galanes continuaba, había uno con el que la comunicación perduraba y a ella la tenía bastante ilusionada: James, un inglés de 35 años que vivía muy cerca a su casa. Entre ellos ya varias cosas habían pasado y estaban en el punto en el que se mensajeaban todos los días. Algunos días él iba donde ella, otras ella se quedaba donde él, todo iba viento en popa. Pero ¡ojo! a pesar de haber navegado sin contratiempos por casi una semana, para que el Titanic se hundiera bastó solo un día. El muchacho, como si nada, hizo acto de desaparición.
– “No sé qué pasó, un día me llena de notificaciones y al día siguiente no me contesta más ¿qué hice mal?”- me contaba preocupada, y con el semblante de lo más triste. Yo, mientras tanto, hacia lo mejor que podía para explicarle delicadamente que había sido una víctima más de lo que conocemos como “ghosting” en su versión soft.
– “Mira, de flirtear de modo virtual sí que no se nada, pero he vivido en carne propia lo confuso que es que alguien que parecía tan interesado en ti desaparezca de repente. C´est la vie. Nos ha pasado a todas” – le dije a Camila.
Efectivamente, creo que son pocas las que pueden negar el haber vivido en carne propia esa desconcertante sensación que ocurre cuando de la nada la otra parte, hasta entonces de lo más interesada, empieza a poner múltiples excusas, contesta cada vez menos, su “carga de trabajo” cada vez es más “pesada”, y, finalmente, un día termina por cesar la comunicación.
Camila, dejando en evidencia, más que un corazón roto, un ego magullado, me decía:
– “¿Este qué se ha creído?, yo no soy material para ser ignorada. Además, creo que ya he pagado en esta vida mi cuota de martirio con toda la mala experiencia que he vivido” –
A lo que yo le contesté:
– “Amiga, a tomárselo deportivamente. Lo que es, bien. Lo que no, también. Y, además, la moraleja de la historia es una: Los motivos para hacer ‘ghosting’ tienen más que ver con ellos que contigo” – cosa que considero completamente cierta, pero sin ánimos de atribuir un género específico a estos discípulos de la escuela de Houdini, ya que es bien sabido que estos vienen en todas formas y colores, y pueden ser tanto mujeres como hombres.
Después de haber revivido esa noche, no me contuve y le mandé un screenshot del recuerdo a Camila, quien coincidentemente también había decidido pasar una temporada en Lima.
-“Ay, cómo olvidarme ese día, estaba tan ansiosa por ese desgraciado. Hoy no me reconocería.”
-“¡Claro que me acuerdo!”, le contesté riéndome.
-“Yo que ese año nuevo le pedí a Dios que me aleje de todo mal, ¡y de la nada este hombre no me contesta más! ¿Cuál será la lección que me habría querido dar el universo? Seguro es porque alguien mejor me va a llegar” – me decía emocionada.
Estuve a punto de contestarle que, independientemente de los prospectos futuros que ahora tenían la posibilidad de entrar a su vida gracias a este pobre individuo, hay una reflexión que no podemos dejar pasar: si una persona con la que se mantuvo comunicación constante súbitamente decide cambiar de opinión, agradécele al Señor que de ti ese cáliz apartó. Al final me abstuve y me despedí rápidamente, ya que mi avión estaba por salir.
Nuevamente con mi copa de cava, pero esta vez ya sentada en el avión, no pude evitar pensar acerca de como, a pesar de que los tiempos cambien y las técnicas de conquista sean cada vez mas variadas, los fundamentos del comportamiento humano se mantienen.
Efectivamente, la gente dice que todo sucede por una razón, pero en la mayoría de casos es porque tienen roto el corazón. Especialmente durante todo el 2021 fui testigo de como los los hombres podían salir de una cuasi relación sin ni siquiera un adiós. Francamente esa actitud no me sorprende en absoluto, así como tampoco lo hace el hecho de que mis amigas, quienes se quedaban con las ganas de una especie de explicación, no les quedaba más que confortarse en la idea de que el universo les estaba manando una lección.
No pude evitar preguntarme: ¿Por qué tenemos tanta prisa por pasar de confusas a Confucio? ¿Será que buscamos lecciones para disminuir el dolor? o como diría el presidente Castillo: no hay luna de miel, por el contrario, ¿estamos en un constante proceso de aprendizaje?