En el mundo Instagram no existe lo mundano, la frustración, la pérdida, el error, la soledad. No existe la experiencia humana en su totalidad. Existe el “yo digital” que es perfecto, es hermoso, es todo lo que quisieras ser.
Por Diego Molina
Todos de vacaciones, frente a un sunset único, todos fit, con un bronceado perfecto y a la moda, o en la fiesta del milenio, con plata como cancha, con muchos amigos y muy amados, tienen frases alentadoras, todos exitosos. En el mundo Instagram no existe lo mundano, la frustración, la pérdida, el error, la soledad. No existe la experiencia humana en su totalidad. Existe el “yo digital” que es perfecto, es hermoso, es todo lo que quisieras ser.
Hace 10 años, los estudios científicos estaban enfocados en el impacto de las revistas en la siquis: cuerpos imposibles, sin ningún defecto, ni un grano, full felicidad. Unas Vargas Girls pero no pintadas, eran “de verdad”. De ahí llegó el Instagram y todas esas investigaciones se fueron al garete. Desde el 2018, esa app es el principal tema en los investigadores de la imagen en el cerebro. Y las conclusiones no son buenas, porque resulta ser la peor de las redes sociales.
Por ejemplo, en septiembre, una informante de Facebook dijo a la prensa de que Mark Zuckerberg escondía reportes del daño que generaba Instagram, particularmente en chicas adolescentes: aumenta la depresión, la comparación física, el deseo suicida, el bullying y el desprecio por su propio cuerpo. El creado de Facebook lanzó “Meta” y nos olvidamos del tema.
El efecto Instagram es biológico. Y eso es a 2 niveles, según los estudios. El primero: las poderosas hormonas de la serotonina y la oxitocina (que nos hacen sentir bien y atraídos) se activan con los likes y con las respuestas a los stories: “qué guapo estás”, “qué alucinante ese lugar”, etc. El segundo efecto: la imagen es todo. Una foto dice más de mil palabras, aunque esté muy editada. Biológicamente, y esa es la palabra para esta app según todos los estudios, la imagen nos despierta los instintos y los deseos: la atracción, la envidia, la aspiración, el sexo. también es adictivo, porque Instagram está diseñado para ser interminable: todo se actualiza en segundos. Y una parte del cerebro dice: “no me puedo perder lo que está pasando”.
No todo el mundo lo usa de la misma manera. Por ejemplo, mis amigos casados entran para ver chicas que usan imágenes sexis para generar engagement (likes, fotos guardadas, comentarios, o sea más éxitos en ese universo). Motivación aspiracional ante las chicas que quisiste tener, porque Instagram es contrario a la realidad, porque está dedicado al paraíso de lo imposible.
Imposible porque, seamos sinceros, la mayoría editan sus fotos (1 en 3 según la Universidad de Florida). Los más sofisticados con Photoshop, los otros con aplicaciones como “FaceTune”. Puedes desaparecer un rollo, la papada, una mancha, o hacer crecer músculos. Y eso al margen de los filtros, que hacen una tarde fría de verano en un resplandor de calor y eternidad.
La distorsión de la realidad, o de la verdad, es brutal en los más jóvenes, de acuerdo con los estudios. En España han encontrado esto: si antes la red social era para conectar con viejos amigos, ahora es para generar publicidad, tendencias, una carrera, reconocimiento y ver qué hacen los influencers. Es decir, aumenta el narcisismo y la dependencia. La interacción aumentó en 36% con la pandemia, así como el deseo de estatus. Con más de mil millones en la app, genera ansiedad, problemas en el autoestima, depresión y desórdenes alimenticios, según la Asociación Americana de Psicología.
¿Qué hacer? Parece que lo mejor es generar pensamiento crítico: comprender que lo que ves ahí no es real. Como dijo Bob Dyan: “ahora todos quieren lo mismo”. Y en el Instagram es fama y fortuna (en básico “ser influencer”). A mi me encanta Instagram, pero en dosis: sin eliminar la maravillosa, cambiante y difícil experiencia humana ante la cruda realidad.
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