Ccorca, a 3600 m s.n.m., y a hora y cuarto de la ciudad del Cusco, tiene pinturas rupestres y un sorprendentemente bello tramo de Camino Inca. Es, según el INC, uno de los lugares poblados más antiguos en la zona del Cusco.
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El camino a Ccorca se pierde entre planicies de la cordillera, que en su punto más alto llega a los 4000 metros, y ahí se descubre la puna en su extraña e imponente belleza. Pero al lado del camino se destaca un cerro especial. Uno que, a diferencia de otros picos de la cordillera, crece y crece de manera insana.
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Al acercarnos más, descubrimos una montaña de basura recubierta con un enorme manto de plástico negro.
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Tras este cerro está nuestro destino.

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Nos dirigimos al albergue Amantaní, donde Fred Branson, un inglés formado en Emprendimiento Social por la School for Social Entrepeneurs, viene desarrollando, desde hace ocho años, un albergue educativo de apoyo social. Al llegar, vemos a un niño de alrededor de diez años sentado en una berma de la placita del pueblo. Tiene la cabeza escondida entre los brazos y está claramente preocupado, incluso absorto, como es raro ver en un niño. No responde al saludo ni alza la mirada. Pilar Echevarría, la directora de Amantaní en Perú, quien nos ha recogido de Cusco en su vieja camioneta, lo llama por su nombre. Eladio no responde. Eladio, nos enteramos luego, vive con su hermana, ya que no tiene padre, y su madre es conocida por sus maneras “bruscas” de corrección. Eladio estuvo hasta hace dos meses en el albergue, pero se fue luego de que lo encontraron robando de una casa. A pesar de que los directores del albergue hablaron con él para resolver la situación, Eladio no quiso volver.

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Pilar es española, pero vive en el Perú desde hace veintiún años, cuando vino a trabajar en un hospital para enfermos terminales. “Me he vuelto muy cusqueña”, dice a modo de broma mientras se roba una luz roja que, en su defensa, parece no funcionar. Y aludiendo al incidente de Eladio, reflexiona: “Ayudar no es realmente cosa de lo que uno quiera hacer. Es cosa de lo que Dios, y el equipo que él pone en tu camino, te permiten hacer. Quizás es imposible ayudar al que más necesita… pero lo bueno de esto son todos aquellos a los que uno sí puede llegar”.

ESTUDIANTE, NO HAY CAMINO

El camino al colegio de Ccorca, el único en el distrito, para los niños de las comunidades aledañas demora en promedio entre una y tres horas de ida y de vuelta. El tramo va en subidas y bajadas constantes, bajo un clima siempre extremo. Hasta hace cuatro años, en Ccorca no había inicial, y los niños, casi todos quechuahablantes, asistían a las clases directamente a primero de primaria, en puro castellano y sin haber recibido en sus vidas un solo día de clases.

Amantaní

El panorama no era mejor para los estudiantes de secundaria. Hasta 2010, de acuerdo a un programa educativo elaborado en el gobierno de Alejandro Toledo, la secundaria, para estos alumnos caminantes de admirable voluntad, era dictada en Ccorca por medio de cintas VHS, en un viejo televisor.

Este hecho, según nos cuenta Pilar, fue el que convenció a Fred de establecerse en Ccorca y fundar ahí el albergue Amantaní en mayo de 2008. Al día de hoy, Amantaní ha ayudado a dictar 300 mil horas de educación en el distrito, y de lunes a jueves tiene bajo su tutela a más de setenta niños y niñas, quienes viven en casas separadas por género y reciben clases de refuerzo luego del día escolar. Bajo la supervisión de Tania Farfán, directora del centro, los niños realizan actividades extracurriculares vinculadas a la computación y la lectura, pero también materias fuera de la currícula oficial, como gastronomía, salud sexual, cine y fotografía participativa. Así, los niños de Amantaní ahorran un promedio de 672 horas de caminata cada año, que reinvierten en sus estudios y desarrollo.

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Para ingresar al albergue, niños y padres han debido asumir varios compromisos. Por ejemplo, cada semana deben llevar algunos kilos de papa y balones de gas, pero sobre todo en un contexto de alta violencia doméstica y alcoholismo, los padres deben mantener el compromiso de abrir las puertas de sus casas para visitas regulares y recibir la asesoría de los profesores del albergue, con el objetivo de asegurar que los programas continúen en casa.

Dentro del albergue, el compromiso continúa. Los niños cumplen con tareas diversas y un sofisticado programa “democrático”, gracias al cual pueden gobernarse a sí mismos y plantearse objetivos. “Creemos que lo que se regala tiene menos valor que lo que se negocia”, afirma Pilar. Así, han ido creando una comunidad de niños que se sienten favorecidos, pero no por su pobreza, sino por su potencial.

Por Adriana Miró Quesada

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