Una conversación con el escritor chileno Alejandro Zambra.

Por Lucas Cornejo Pásara

Cuatro jóvenes emocionados suben al tercer piso del Hotel Los Delfines. Van a encontrarse con Alejandro Zambra, uno de sus autores favoritos. El primero soy yo, quien debe entrevistarlo. El segundo es Cayre Álfaro, quien ya lo conoce y acaba de reditar su primer poemario, Mudanza, en Personaje Secundario. “Háblale con calma”, me recomienda. Los otros son Raúl Zurita —el verdadero— y Patricio Ghezzi —el falso—. “¿Hace cuánto llegaste?”, es lo primero que se me ocurre decir para romper la tensión. “Ayer, recién ayer”, responde pausadamente Alejandro. “He venido a Lima tantas veces que son suficientes para perder la cuenta”, sonríe. “Creo que la primera fue en 2008. Imagínate, quince años…”.

Sin rodeos, pregunto por su edición peruana, un librito morado hecho con gran rapidez, pero con gran cuidado. Me gustó, le cuento, y Cayre sonrié. Agradece y explica que ‘es un libro viejo, aunque yo soy más viejo que el libro. Siempre pasa así. Los autores somos desgraciadamente más viejos que nuestros libros’. «Este —mira a Álfaro— es el editor más rápido del mundo. Salió muy repentino, en un mes. Me escribió Cayre y le dije ¿por qué no?, con escepticismo porque pensaba que no iba a alcanzar el tiempo. Pero llegó a la meta incluso mirando hacia atrás. Quedó un libro muy bonito, con lindas ilustraciones. Capaz que Cayre no sea un editor, sino un editor de inteligencia artificial…», dice.

¿Te gustó reencontrarte con tu primer libro?

Sí, es un libro que me sé medio de memoria. Fue importante para mí. En realidad, es el segundo libro. El primero nunca lo reeditaría, ni con Cayre ni con nadie. Era un libro que respondía más a una necesidad interna que a una necesidad de la literatura: un libro ansiolítico o antidepresivo. Lo quiero, pero tiene otro lugar. Cuando escribí Mudanza, desaprendí un montón de cosas que no sabía que necesitaba desaprender. Apareció un flujo. Es un poema que podría haber sido mucho más largo o mucho más corto, que no se parecía a lo que yo intentaba escribir…

Imagino que lo que intentaste escribir después de eso fue diferente.

Es que yo creo que, a partir de ahí, el intento, en realidad, no puede estar tan controlado ni precalificado. En el fondo, escribir es construir y transformar lo que el mundo considera tiempo perdido en tiempo ganado. Es un espacio en el que tiene que suceder algo y luego resulta que con el tiempo uno puede entregar algunos resultados. Pero tienes que estar liberado de las obligaciones. Creo que a eso sí me he mantenido fiel. La escritura nunca ha sido una obligación. Nunca firmo un contrato sometido a tiempos. Para mí esto tiene mucho que ver con el tiempo y con lo que, con muchísima cursilería, llamamos calidad de vida.

Hay que permitirnos disfrutar un poco la literatura y que salga algo de eso, ¿no?

Sí. Ahora, yo comprendo el discurso sufrido de la literatura porque también hay algo de sufrimiento: a veces quieres tener resultados porque el mundo es muy resultadista. Creo que la trayectoria de un escritor empieza el día que está escribiendo un poema a los ocho años y ve que su papá lo manda igual a comprar una Coca-Cola a la esquina. Resulta que después gana el tercer lugar del concurso César Vallejo en la escuela y entonces su papá le dice ‘bueno, voy a comprar yo la Coca-Cola’. Gana un tiempo. Eso es lo que sigue sucediendo a largo de la vida. Después eres el datero que el domingo no va al asado porque quiere escribir una novela, y se le ocurrió que ahora es novelista. Entonces, la gente se burla un poco. Hay un poco de bullying siempre. No, se quedó, porque resulta que ahora está escribiendo una novela… Luego, si das alguna muestra visible de que ese esfuerzo no era inútil, vas ganando un poco más de tiempo. Hay un momento en donde escribir es algo que se hace cuando todos están durmiendo…

También como lector, ¿no? Uno pasa tiempo leyendo y siente que, si no hace nada con toda esa lectura, ese tiempo y ese esfuerzo se van…

También. Ese es un problema. Es un mundo muy marginal el nuestro. Vivimos en comunidades muy pequeñas. Es muy difícil caminar dos o tres pasitos sin tener que explicarlo todo.

Bueno, y a veces también explicártelo a ti mismo. Como con tu primer libro, a veces uno escribe para sentirse tranquilo con uno mismo…

Sí, porque todo el mundo te está pidiendo cosas. Como a ti, que trabajas en la revista COSAS. Hay algo intangible, pero que tiene que ver con el compromiso con otras temporalidades, porque, por ejemplo, tú puedes andar todo el día tarareando un poema de Blanca Varela. ¿Qué significa eso en tu vida? Algo significa. De pronto, puedes tomar una decisión concreta basado en ese runrún. Parece que la música está en un lugar indiscutible, pero la poesía está en un lugar discutible. Creo que todos sentimos —tú diste ahí en el clavo— que debemos encontrar formas de justificar laboralmente el vínculo con la literatura, como escribir en la revista COSAS. No es solo que necesites dinero, sino que, en el fondo, para poder seguir leyendo, tienes que justificar la vida laboral en esa dirección. Porque sucede que, si no lo haces, probablemente, ya no tendrás tiempo para leer. Ese es el problema, pero muy deprimida esta conversación, ¿no?

(Risas). Bueno… y con dos poemarios ya no volviste a la poesía, ¿o sí?

No, siempre he escrito poesía, solo que no la publico. Por un lado, pienso que se exagera mucho la diferencia poesía y prosa. Sobre todo, entre nosotros los latinoamericanos, en donde la tradición las mantiene más cerca. Hay tradiciones en las que sí están muy lejos. En Perú, Chile, Argentina, hay una proximidad. Eso explica que cada vez hay más narradores que escriben poesía y viceversa. En el fondo, ni siquiera es como tener proyectos paralelos, o dos bandas. Es como una banda que tiene canciones más de folclor y otras más de rock tradicional. Es una gama. Todos los libros míos, incluso los más tradicionales como Poeta chileno —que es lo más parecido que he escrito y que escribiré a una novela, porque juega con la idea y la extensión que se le suele atribuir a una— o como algunos cuentos de Mis documentos —que pasarían la prueba de la blancura del cuento, y no serían discutibles dentro del género— tienen en su origen algo muy parecido al origen de un poema. Parten siempre de un balbuceo. Nunca sé qué historia voy a escribir ni la estructura ni el número de personajes. No parto así. Poeta chileno partió problematizando de una forma muy errática la palabra “padrastro” y jugando con su significado. Incluso Bonsái empezó como un poema…

¿No escribes con un norte?

Por momentos sí. Es una mezcla un poco de las dos cosas. Lo que intento es que el pensamiento no se coma al relato. Veo que ese es un problema también asociado al tiempo. Habitualmente, tenemos más tiempo de pensamiento que de escritura. Por ejemplo, en un taller, tú recibes muchas preguntas de ese tipo: ¿lo escribo en primera o en tercera persona? La respuesta mía siempre es muy decepcionante: bueno, de las dos maneras, po. Podría dar una respuesta ambigua que en el fondo significa eso: como te sientas más cómodo. Tú, para saber si te sientes más cómodo en este sillón o en el otro, tendrías que sentarte en los dos. No puedes teorizar. Capaz un poco, pero las cosas se aprenden más en la práctica. El tema es que estamos en un mundo en donde pasamos mucho más tiempo pensando si escribir en primera o en tercera que materializando esa duda. Claro, pero no hay tiempo para probar, porque uno piensa en su texto cuando está en la micro o hablando con otra persona completamente desconcentrado. Tenemos una experiencia muy discontinua del tiempo.

Me da mucha curiosidad cuál es tu relación con la literatura peruana. ¿Hay autores o libros que te hayan marcado?

Sí, claro. Pasa que en mi generación, todavía había una sensación nacional con la literatura.

¿Nacional como Latinoamérica o como Chile?

Como chilenos, pero no era nacionalista. Era un mundo sin internet. Dependíamos mucho de las bibliotecas que había a nuestro alrededor. Encontrábamos ahí a César Vallejo. No parecía un autor distante. Luego lo estudiamos y…. lo dije muy mal. A ver… para mí la literatura es la segunda lengua de los monolingües. Leyendo literatura, nos alejábamos del monolingüismo. Eso se expresaba de una forma muy literal en la avidez con la que pasábamos por la literatura traducida. Un día estaba leyendo a Kawabata y otro a Heinrich Böll y otro día a Manuel Rojas. Ni siquiera pensábamos mucho en la lengua de origen. Había algo en ese desorden que era muy cálido. No éramos muy conscientes de la traducción. La literatura siempre tenía algo familiar y algo ilegible. Leíamos a Cortázar, por ejemplo, y no estábamos mirando el diccionario, aunque lo requiriésemos. Llamabas a un amigo y ‘qué es dirome’. No existía Google. Estabas acostumbrado a no entender un poco. Y los lectores de poesías —yo me volví un lector de poesía a los catorce o quince años— no solo tolerábamos la ilegibilidad y lo críptico, sino que lo buscábamos. Ahí apareció Vallejo. Es muy importante para mí hasta el día de hoy. Mi entrada a la literatura peruana tuvo que ver con él. Luego he leído un montón de autores importantes. Para mí no fue como ‘vamos a leer la literatura peruana’. Iban apareciendo autores en el camino. En un momento, leí a Vargas Llosa, luego a Ribeyro, pero yo ni vinculaba eso a una búsqueda de literatura peruana. Nuestra formación era muy nacional. Sí, leímos mucha literatura y poesía chilena, pero, al final, confundía un poco todo. Yo a Neruda lo leía en función a Vallejo. Lo comparaba, porque sí hay un aire de familia entre Trilce y Residencia en la Tierra, por ejemplo. Entonces, a la hora de poner a pelear a los titanes del ring, los comparaba. Lo que es absurdo, porque los dos libros son sensacionales. Y, por provocar, prefería Trilce. Pero, luego, leí mucho más Poemas humanos. Pasé de buscar opacidad a buscar claridades definitivas. Ese libro se volvió importantísimo. Tengo ahí no una teoría de géneros, sino una teoría del velador. ¿Cómo le llaman acá a la mesita de noche?

Velador, le decía mi abuela…

Cómoda también… —agregó Cayre—. Mi madre dice ‘pásamelo que está en mi cómoda’ —dice Cayre.

¿Cómoda? Es que en Chile la cómoda, y creo que en otras partes también, es más grande. Es la cajonera donde guardas la ropa. Estoy muy seguro de que en Chile se decía velador, pero quizás ha cambiado. A mí una de las pocas cosas que me irritan del lenguaje es que en México le llamen buró. En España le dicen mesita de noche y en Argentina mesita de luz. ¿Existirá en todas las culturas una mesita al lado de la cama? Fíjate que cómoda sería bastante natural, porque es cómodo tener un mueble ahí.

Yo ahorita, de hecho, no tengo y es incómodo. En Madrid usaba una caja de zapatos…

Necesitas una, ¿no? ¿Ustedes son amigos? —nos pregunta y afirmamos confundidos—Bueno, ahí ya tienen el regalo de cumpleaños… Entre varios…  si hay un amigo carpintero… Pero no se puede vivir sin una mesita al lado de la cama. He cambiado de casa, de ciudad, de país y, por supuesto, de velador. Estoy en campaña con esa palabra, porque quiero que mi hijo la use, pero dice buró. Yo quiero que diga velador. No me importa mucho que hable chileno, pero en este caso sí me importa, porque me parece que la palabra velador es mucho más hermosa.

Y velador por las velas, ¿no?

Claro, porque pones las velas y te duermes… Vela tu sueño…  Bonita palabra. No obstante, en estas mudanzas, lo que no cambia son los libros que están ahí. Hay una porción que cambia: los libros que estás leyendo. Pero hay otra que siempre está ahí: Emily Dickinson, César Vallejo, Gonzalo Millán, El libro de la almohada de Sei Shōnagon, El libro del desasosiego de Fernando Pessoa, y algunos otros. Son libros que abro en cualquier página en cualquier momento. Son libros que no tengo en absoluto la pretensión de terminar de leer. Seguramente los he leído muchas veces, pero nunca ordenadamente. Están asociados a la experiencia religiosa desde un punto de vista muy profano. Me gusta poner esa palabra porque el velador, la mesita de luz, la mesita de noche, la cómoda, lo que tú no tienes y necesitas, es donde uno pone la Biblia

Lo esencial, como los lentes…

Los lentes, el vasito de agua, el vasito de leche, en algunas culturas…

Papel higiénico…

También… El celular, lamentablemente. Y el cargador, para dormirse tranquilo con que el celular se está cargando y no nos vayamos a quedar desconectados.

Y el despertador, que está en el celular.

El despertador, claro. Y todos los objetos indispensables. Entonces, esos libros me parecen más importantes. Tú podrías decir ‘son de poesía’, pero es que tienen otra función. También hay libros de poesía que no se me ocurriría volver a leer, y no necesariamente porque no me gusten. Me pasa que a veces en uno encuentro dos versos que voy a recordar siempre y ya. En cambio, hay otros que están ligados a una experiencia de calidad religiosa. Ensanchan el tiempo por definición. Son libros que se consumen como uno consume una droga. Te hacen algo.

El tiempo se ha agotado. Pedimos que nos firmen algunas de nuestras copias de sus libros y nos vamos contentos. Todos conservamos, al menos, una copia firmada. Bueno, casi todos, porque Patricio perderá más tarde su copia dibujada y firmada por Alejandro en una noche accidentada…

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