Martín Kohan, escritor y docente argentino, estuvo en nuestro país con motivo del Hay Festival 2023, y conversó con COSAS sobre su más reciente ensayo ¿Hola? Un réquiem para el teléfono, donde reflexiona, entre otras cosas, del uso que le damos a nuestro teléfonos móviles.
Por Lucas Cornejo Pásara
Martín Kohan ha atendido a muchos periodistas esa mañana. Preocupado, me acerco al escritor argentino que espera sentado y sonriente con su camiseta Adidas en el lobby del hotel. Lo saludó y le digo que ha de estar cansado de dar entrevistas. “No te preocupes, ya estoy acostumbrado”, me anima. Ciencias morales (Premio Herralde 2007) me cautivó y acabo de leer ¿Hola? Un réquiem para el teléfono, su más reciente ensayo, en donde reflexiona sobre el rol del teléfono en la sociedad a lo largo del tiempo. Pensando en la contemporaneidad, le pregunto si piensa que la literatura aún sirve de algo.
Por un lado —responde sonriendo—, preservaría una zona de utilidad consistente paradójica en su inutilidad. Esa inutilidad puede pensarse como una utilidad. Preservar a la literatura un espacio o una instancia no exactamente pragmática, no aplicable, que no rinde, y que, por lo tanto, sería una zona liberada por el goce y para el despilfarro. Todo eso, a la vez, no deja de ser una utilidad, porque nos sirve para contrarrestar un poco la ideología de la utilidad. Vivimos en un mundo en donde todo tiene que rendir y, en consecuencia, no deja de percibirse que leer es perder el tiempo. De hecho, es muy llamativo que, por un lado, se elogie la lectura socialmente, tiene un enorme prestigio; pero, al mismo tiempo, es muy fácil comprobar que en la vida cotidiana y práctica siempre hay una cosa más importante que hacer que leer.
Es que no tiene una valoración económica…
Exacto. Tiene un prestigio abstracto, finalmente, hueco. Bajo la lógica de rendimiento y aprovechamiento del tiempo, parece un desperdicio. En cierto modo lo es. Lo digo yo que trabajo con la literatura. Para mí lo es y no lo es, porque soy docente, porque soy crítico, porque escribo. Te decía, hay que preservar una instancia de despilfarro, porque incluso yo, que la literatura es mi profesión, no dejo de desapartar y empujar hacia los costados obligaciones, urgencias, requerimientos, utilidades, y liberarme un tiempo para leer.
Tú eres escritor. Yo creo que los escritores son lectores antes que escritores.
No siempre…
Por desgracia… A mí me interesa escribir, pero porque siento debo encontrarle una utilidad a todo el tiempo que he invertido como lector. Esa utilidad puede ser escribir como puede ser dictar clases, pero la siento necesaria para poder leer en paz.
Sí. Lo que dices me lleva a mis quince años, cuando decidí estudiar la carrera de Literatura. Esa decisión que luego puede transformarse. Vos sos muy joven aún, pero a veces la gente cambia de vida. Es muy llamativo que a los quince tenés que decidir qué tipo de vida querés. Luego puedes cambiar, pero tienes que tomar una decisión. Esa es la primera vez en la vida en que decides sobre tu vida, a pesar de que puedas cambiarla luego. De niño dices cualquier cosa: una semana quieres ser policía, la otra ladrón. Quizás luego descubres que en el fondo es lo mismo. Pero, en el momento de decidir la carrera, decides en serio. En la decisión de seguir Letras estuvo la decisión de que la literatura no ocupara el tiempo libre de mi vida, que no fueran un hobbie para mí, sino que sea la columna vertebral de mi vida. Un eje. Porque yo estoy o hablando de literatura —como estoy haciendo ahora o como haré en la feria aquí en Lima—, o doy clase de literatura, o estoy escribiendo o estoy leyendo. Aún habiendo hecho de esto una profesión, el tiempo libre de lectura hay que pelearlo, en contra de la presión social de rendimiento de utilidad. Sigue teniendo algo del porque sí.
¿Hay una diferencia entre lo que lees en tu tiempo de trabajo y lo que lees en tu tiempo libre?
No. No tardé en descubrir que esa diferencia había desaparecido. Pensé que la había y no la hay. La hay y no la hay. Uno puede decir: vamos a dar un curso en la universidad y esta es la bibliografía. Uno diría que esta es la lectura para trabajo. Después uno reserva lecturas para las vacaciones que no puede leer en el trabajo. Dicho así, pareciese funcionar. Sin embargo, lees algo pensando que lo vas a incorporar a algún trabajo y la verdad es que no lo llevas a ningún lado; y la novela que leíste por placer te funcionó extraordinariamente para una clase. Entonces qué, ¿estabas trabajando sin darte cuenta? Puedo estar en una piscina como la de este hotel leyendo en una poltrona y tomando sol y resulta que estaba trabajando… Si esa novela que leí por placer genera que escriba un artículo en un medio, advertí que finalmente no existe esa diferencia entre lecturas. La fórmula es simple: mi trabajo me da placer. Una división social imperante muy fuerte —trabajo o placer— se difumina. Claro que hay lecturas más cerca de lo laboral y otras más cercas del porque sí, pero la diferencia no es clara y no me hace falta.
Pasemos a la segunda parte de la pregunta entonces: ¿para qué sirve escribir? Nadie te pide que escribas novelas… Y además lo haces creyendo que van a leer lo que escribas…
Yo diría que deseas ser leído, pero también escribes porque deseas escribir. Yo creo que el deseo quizás es una noción demasiado trajinada, pero vigente. En el sentido de que, si yo no siento deseo por escribir determinada cosa, no hay ningún “para qué” que me lleve a hacerlo. No escribiría una novela que tenga un “para qué” si no tuviera deseo de esa escritura. Luego la lectura es objeto del deseo. Uno desea la lectura. Es una fuerte discusión lo de la utilidad. Tiene su propia tradición, básicamente, sartreana: del compromiso. A mí me parece que hay que poner un matiz. ¿Creo que la literatura es una instancia de intervención sobre lo social y sobre lo biológico, sobre los imaginarios sociales en un espacio de disputa, de sentidos y de narraciones, y de configuraciones y de escenarios? Sí. ¿Me interesa pensar a la literatura en términos de intervención sobre esta dimensión de lo ideológico y de lo social? Sí. Advierto ese carácter, me interesa ese carácter, apuesto a ese carácter, y, al mismo tiempo, cómo no reducir esto a un criterio de utilidad en el sentido de un compromiso, de la literatura puesta al servicio de. Trato de que la escritura sea su propio motivo. El impulso de escritura se basta a sí mismo porque uno escribe por el gusto de escribir. De todas formas, me importa también no colocar la motivación de la escritura en el lugar del impulso… Insisto, ¿hay una dimensión de intervención social o política en la literatura? Sí. ¿Es eso lo que me impulsa a escribir? No.
Es más una consecuencia…
Exacto. Esa consecuencia la calculamos y respondemos a ella. Porque, cuando el libro ya existe, y hay, por ejemplo, entrevistas, ferias y cursos que tratan la novela, uno está interviniendo en esa dimensión. Pero eso no implica una supeditación de la literatura a la política. Yo creo que me interesa justamente la posibilidad de la intervención de la literatura porque no está al servicio de la política. De un modo aparentemente paradójico, al no verse subordinada —pienso en Sartre— accede a una posibilidad política mucho más valiosa que la de la literatura útil a la causa política. Hay escritores a los que no les gusta escribir. A mí me resulta desconcertante. Hay escritores que, incluso, padecen el proceso de escritura. Me parece más que desconcertante. Evidentemente lo hacen por un “más allá” que no está en la escritura misma. Ese “más allá” puede cobrar diversas formas: políticas, imaginario sacrificial. No deja de provocarme perplejidad. Si la escritura no me diese placer, no la haría. No hay causa externa suficiente para someterme a una escena de padecimiento si la escritura la supusiese. El impulso propio es el placer que suscita en mí.
Has publicado un ensayo sobre el teléfono. ¿Es verdad que no usas teléfono?
Sí. Soy casi el único. Lo uso para las llamadas, para teléfono. Ustedes son los que no usan el teléfono, al revés. Más bien la pregunta sería a qué le estamos llamando teléfono hoy para que vos, que no hablás por teléfono —me atrevo a intuir esto— creas que yo, que sí hablo, soy quien no lo usa. Un indicio de época es que se le llama teléfono —y hay una omnipresencia del teléfono— a un aparato que tú tenés en este momento en la mano y que está utilizando como grabadora, que en un rato vas a usar como computadora y, quizás en un rato, como máquina fotográfica, y en cualquier momento como reloj, y que no estás utilizando como teléfono prácticamente nunca, y le llamás teléfono. El punto de partida para el libro fue este desfasaje entre palabra y cosa: se la llama teléfono a algo que no se le usa como teléfono nunca. La práctica de la conversación telefónica —que yo mantengo— está en vías de extinción.
Te equivocas con respecto a mí, eh…
¿Hablás?
Mucho. Me encanta.
Ah, entonces sí. Somos dos conversadores.
Antes tenía uno como el tuyo, sin Whatsapp ni nada, pero me rendí por presiones sociales y de trabajo. Estoy muy de acuerdo con lo que dices. Sin embargo, yo te he escuchado hablar de la posibilidad de cambio del lenguaje. Entonces, si el lenguaje está en constante cambio y los significantes cambian de significados, quizás lo que antiguamente era un teléfono dejó de existir y ahora el teléfono sí es todo lo que tú dices que es, pero sin ser una contradicción.
No, pero es un desplazamiento significativo. Es decir, aquello para lo que usábamos la palabra hasta hace veinte o diez años, no es lo mismo para lo que lo usamos ahora. No es una exigencia de pureza idiomática. Efectivamente, las palabras se transforman, pero no deja de llamar la atención que esto que se llama teléfono —que es sonido a distancia— se haya desplazado de ese modo. Lo pensé en algún momento casi como un truco de literatura fantástica: alguien dice “alcanzáme el teléfono que te quiero sacar una foto”.
Sí, como un cuento de Cortázar…
Muy de Historias de cronopios y de famas. Hace quince años, no cien, cambia totalmente. Si viniese alguien del pasado y escuchase esa frase diría: “¿cómo un teléfono para sacar una foto?” Entonces, si se está sacando una foto es una máquina de fotos. No diríamos: “pasame la máquina de fotos que quiero llamar a mamá”. Pero no es más ilógica una frase que la otra. Lógicamente, es lo mismo. Una nos resulta absurda y otra no. Sucede que la palabra mutó. No tiene que ver con conservar un principio de adecuación semántica, sino con ver qué es lo que eso indica.
Comienzas hablando de Proust y luego pasas al hotline y París Texas, creo que la distancia del teléfono permite una protección. Algunos son capaces de enunciar y mostrar cosas por teléfono que en la vida real jamás se permitirían. Yo puedo tener un encuentro virtual con una chica en que se dejen desplegar deseos eróticos que en persona jamás sucederían.
Sí. Viste que muchas veces uno se encontró con la formulación —tú lo debes saber porque hablás por teléfono igual que yo—: esto no es para hablar por teléfono, encontrémonos. Pero me encanta pensar la escena contraria: dos personas están juntas y una dice: “esto no es para hablar cara a cara, llamémonos por teléfono”. Efectivamente, el régimen de circulación de la palabra es distinto en una escena que en la otra. Por lo tanto, como vos decís —como somos dos conversadores telefónicos lo sabemos bien— hay cosas que uno puede disponerse a decir al teléfono, pero no diría con la otra persona ahí presente. Incluso respecto a otras modalidades de la virtualidad —una es la escritura, que ya existía; otra es la videollamada, que no existía—, hay algo con la voz sin la mirada. Porque también uno podría decir que esto se lo voy a decir por carta porque nunca me animaría a decírselo en la cara. Pero esta posibilidad de que no haya rostro ni mirada, pero sí la voz y la escucha… Se preserva la inmediatez de ambas y compone una escena conversacional única y sin antecedentes. No es remplazable.
Yo creo que va más allá. Tú hablas de la comunicación escrita. En efecto, existía en las cartas, pero el chat tiene la inmediatez. Byung-Chul Han habla de la distancia en la carta porque hay un tiempo de escritura y otro de lectura. El chat no. Yo una vez salía con una chica que me decía: “este tema lo discutimos por chat”. Ni siquiera por teléfono. Ahí la protección es doble: ya no hay voz ni tono, pero sí hay inmediatez.
Sí, efectivamente. Las combinaciones son muchísimas. Hay una tendencia a pensar en que cada cosa que aparece sigue una línea de progreso. Lo cierto es que, en un momento, con las nuevas tecnologías, se produjo un regreso al telégrafo. Cuando vos mandás mensajes por chat no es exactamente lo mismo que el mensaje de texto. Lo sé. Tiene un efecto de simultaneidad, que el intercambio de mensajes de texto no tiene. También lo sé. A parte, está ese momento de suspensión en donde uno puede ver que la otra persona está escribiendo. No es exactamente lo mismo, pero es escritura a distancia. En el chat no es igual el efecto de distancia, no es la misma manera de estar o no estar, no es la misma espera de la respuesta del otro, pero sí hay un efecto de alternancia y el tipo de espera que existe desde que existe la escritura. Combinar la inmediatez presencial de la voz con la lejanía ausente del cuerpo y la mirada solo está en el teléfono.
Partiendo de que los escritores deben estar muy en contacto con su tiempo y tú te rehúsas a usar este aparato al que llamamos teléfono, ¿no te estás perdiendo de una dimensión del mundo que podría resultar relevante a tu literatura?
En rigor, no me rehúso ni a eso ni a nada, a piori. No es una resistencia por principios. Me pregunto ante cada tecnología lo que uno se pregunta ante cada cosa: ¿la necesito? ¿Me viene bien? ¿Qué me aporta? Porque también hay una inercia y hay una presión social. Vos me lo acabás de contar… También hay un impulso de consumo de seguir las tendencias. Incluso ante la presión capitalista de que te compres y te actualices, hay que preservar la posibilidad de preguntarse si realmente uno quiere eso. ¿Realmente me voy a manejar mejor con esto? Decidí —de manera que no es que me rehúse— que no lo necesito. Por lo pronto, yo no necesito estar conectado a internet. Yo ya lo sabía, pero lo terminé ver durante la pandemia. Para mí, estar en mi casa por tanto tiempo supuso varias cosas. Una de ellas fue contar con internet. Los efectos que me generaron no fueron positivos. Me distraía muchísimo. No en el sentido de cuando uno decide distraerse. No estoy en contra de la distracción. El problema surge cuando uno se dispone a la concentración y se distrae. Yo me distraigo muchísimo con internet al alcance de la mano. Hablábamos hace un rato del tiempo libre para leer. Nuestro principal insumo como lectores es la capacidad de concentración. Ya bastante se distrae uno con lo que pasa en el mundo: con los pájaros que pasan volando o los que uno tiene en la cabeza. No me sumaría el estado de conectividad permanente. No me rehúso, sino que no me aporta nada que yo necesite. Me parece bueno preservar esa relación con la tecnología: ni tecnofobia ni tecnofilia. A veces necesitamos la tecnología, pero a veces no. Me sucede lo mismo con la caja automática del auto. No la quiero. Me gusta hacer los cambios. Ventajas debe haber muchísimas, pero a mí me gusta lo otro.
A mí también me gusta hacer los cambios…
Viste. Tenemos afinidad… La presión va a ser muy grande. Quizás en algún momento sean más baratos los autos automáticos, pero yo no los necesito. Puede que sea mejor, más barato y hasta más sofisticado, pero hay perseverar la pregunta básica de si realmente uno necesita eso.
Yo agregaría la pregunta: “¿qué disfruto más?” Como tú dices, nos gusta hacer los cambios…
Creo que es un motivo válido.
Nos pasa. Encuentro esta afinidad. Nos gusta hablar por teléfono. A mí me es un problema, cada vez encuentro menos gente con quien hablar por teléfono. Necesitamos alguien para hacerlo. Creo que podemos nosotros después llamarnos para conversar, porque cada vez hay menos. A veces se filtra una especie de imaginario casi iluminista del progreso, que no tenía ni el positivismo decimonónico, que es que toda novedad es enriquecedora. Como si no hubiese novedades que prefiriésemos pasar de largo, o como si no hubiese pérdidas en la novedad. Todo depende de cada caso. A mí no me gusta hablarle a alguien que no está ahí. Y no me gusta que me hablen cuando yo no puedo contestar en el momento. No me gusta. Si yo pensase que me estoy perdiendo de algo, no tomaría la misma decisión. A veces sí pienso que tener una máquina de fotos encima estaría bueno. Anoche en el avión venía Gareca. Quizás ahí sí hubiese sido bueno tener la tecnología, ¿no?
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