Ricardo Wiesse presenta “Línea de tiempo”, una exposición que explora el paisaje como símbolo de identidad, cuya inauguración será este 17 de agosto en Cuzco.

 Por: Ariana Cortez         Fotos: Briam Espinoza

Este 17 de agosto, se inaugurará la exposición “Línea de tiempo” de Ricardo Wiesse en MANTAY Galería de Arte Moderno del hotel Palacio del Inka, Luxury Collection Cuzco. Sergio Velázquez estuvo a cargo de la cuaraduría de 48 cuadros, en los que Wiesse interpreta a través de distintos soportes y técnicas el paisaje. Para el pintor, en la geografía y su eterna mutación, tanto natural como por alteración del hombre, podemos hacer una indagación sobre nuestra identidad colectiva. Se reconoce, entonces, que hay una carga simbólica en la configuración del paisaje, que obedece a un orden espiritual, político y social. En esta ocasión, conversamos con Ricardo acerca de su exposición.

Ricardo Wiesse

“[La nueva muestra] no solo es una vista del pasado, es un diálogo con el presente también”.

Estás haciendo ahora “Línea de tiempo”, una muestra de 48 cuadros que se inaugurará en Cuzco. ¿Es una antología de obras en distintos momentos de tu vida o un proyecto nuevo?

Comenzó como una antología. Una muestra general que empezó en Trujillo, luego Tacna, después a otra galería en Cuzco y ahora en esta. En el camino sacaba algunos cuadros y después otros. Hemos incluido acuarelas que hice en Trujillo y Cuzco, dibujos y trabajo con resina. No solo es una vista del pasado, es un diálogo con el presente también.

¿Y por qué el nombre “Línea de tiempo”?

Es una cronología, una alusión a la acumulación de las obras a través del tiempo, a la continuidad que se puede leer. Cada lenguaje pictórico tiene una manera de expresarse y puede pasar de un medio a otro, pero la animación es la misma.

Ricardo Wiesse

“Siempre he tenido una preferencia por lo real sobre lo inventado”.

En esta muestra, igual que en varias otras obras más, el paisaje aparece como un motivo recurrente. ¿Cuál es esa poética del paisaje que hace que regreses continuamente a él?

Desde muy chico me atrajo, no el paisaje europeo, sino el desértico, que siempre tenía en mis ojos. Siempre he tenido una preferencia por lo real sobre lo inventado. Me parecía tan chistoso cuando era niño que en una ciudad tan desértica como Lima, las casas solían tener un cuadro de una laguna alpina con un cisne, un nevado, y todos los detalles que jamás veías en acá. Ese contraste era lo que éramos finalmente. Queríamos ser alpinos, pero estábamos en otro contexto.

¿Entonces, para ti, el arte era, de alguna forma, una exploración de identidad colectiva al mismo tiempo que individual?

Por supuesto, yo siempre he querido desentrañar qué significa pintar, pero no solamente pintar en cualquier lado, sino pintar acá.

¿Cuál es el sentido de pintar en el Perú?

Bueno, ese sentido se remite en cada cuadro. En general, el solo ejercicio del arte independiente y totalmente individualizado que creo practicar se opone a los moldes despersonalizadores de esta sociedad que sanciona positivamente lo mediocre.

Tú has retratado a Rodolfo Hinostroza y tienes una colección llamada “Azules de Vallejo” ¿Cuál es tu vínculo con la literatura?

Felizmente tuve un padre lector, y ese ha sido el mejor ejemplo que pude recibir. La lectura es un hábito que se pierde si no se cultiva desde chico. Eso es lo que estamos viviendo ahora dramáticamente. La gente no tiene interés por leer, es incapaz de codificar oraciones largas y poco complejas. Vivimos una crisis de la cultura, del lenguaje sobretodo. Cada uno está concentrado en un dispositivo tecnológico, el contacto se da solo a través de una pantalla.

“Necesito un poco de colores y concentración, no necesito estar enchufado”.

En algún momento mencionaste que el sello espiritual de una pintura supera amplísimamente al registro mecánico o fotográfico. Si uno revisa tu obra, se va a encontrar con que no has experimentado mucho con medios fuera de lo tradicional. ¿Este mantenerse en la pintura se debe a un rechazo por lo tecnológico?

Mira, yo con la fotografía tengo una relación bastante peculiar, porque tenía mucha habilidad para hacer retratos realistas que se acercaban al realismo fotográfico. Eso me satisfacía e hizo que me quede en ese realismo absurdo que a los 14 o 15 años uno piensa que con eso se puede ser pintor. Me costó mucho despegarme de ese registro. Amo la fotografía, admiro mucho a Billy Hare o Fernado La Rosa. He escrito sobre fotografía y paisaje en un libro que espero se publique pronto. Hay un vínculo con la fotografía; sin embargo yo no necesito más que un pincel y la superficie sobre la que trabajo. Necesito un poco de colores y concentración, no necesito estar enchufado. Si hay un apagón, mi trabajo sigue. No ser dependiente de los dispositivos electrónicos me da autosostenibilidad, me da un orgullo hacer las cosas con mi propia mano. Eso es tan contracultural ahora que todo está prefabricado. Hay un miedo latente al fracaso, a acercarse a los límites, cruzar fronteras.

¿Cuáles son las decisiones que hay detrás de tus cuadros? ¿Sabemos que hay una exploración de la identidad, pero la pintura también es un espacio de catarsis?

Yo opto por seleccionar de la realidad el color plano y la línea curva, lacia, no muy cargada. Digamos que la línea en mis cuadros está al servicio de la forma. He creado una identidad visual que se basta a sí misma también. La pintura deja traslucir un ser profundo, pero eso yo no quiero controlarlo, porque la estaría echando a perder. Creo que siempre me inclino más por la vena exploratoria en las áreas de color. Me gusta abrirme paso en lo que no conozco o no he hecho antes.

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