El 9 de diciembre de 1824, hace justo dos siglos, un Ejército organizado por Simón Bolívar derrotó a las últimas tropas realistas, defensoras de Fernando VII, acabando con la presencia española en Sudamérica, 300 años después de la conquista del Imperio inca por Francisco Pizarro
Por: Fernando Palmero
Hace ahora 200 años, el 9 de diciembre de 1824, en la Pampa de Quinua, bajo el cerro Condorcunca y a unos 40 kilómetros de la ciudad de Ayacucho, tuvo lugar la última y más sangrienta batalla de un conflicto que comenzó en 1810 y que tuvo como resultado la independencia de los territorios del sur del continente americano bajo control de España. Y que, en sentido estricto, eran también España. De ahí que historiadores como Justo Cuño Bonito, autor de Ayacucho (Catarata, 2024), lo definan como «la primera guerra civil entre españoles y el más terrible fratricidio que hubiera observado la humanidad». Aquella jornada, en apenas tres horas de combate, entre las diez de la mañana y la una del mediodía, murieron unos 2.300 soldados de ambos bandos (1.800 del Ejército realista, defensores de la monarquía absolutista de Fernando VII, y 500 de los llamados «patriotas», partidarios del liberalismo y de la independencia de Perú). Además, 1.300 combatientes resultaron heridos. En total, aproximadamente un tercio de los que se dieron cita en la batalla. Otros cálculos, precisa Cuño Bonito en conversación con La Lectura, elevan las cifras hasta las 4.770 bajas, entre muertos y heridos.
Las élites americanas, imbuidas de las ideas ilustradas y fascinadas con la caída estrepitosa del Antiguo Régimen en Europa, llevaban años preparando la insurrección, sobre todo desde la independencia de EEUU (1775-1783), el estallido de la Revolución francesa en 1789 y la invasión napoleónica de España en 1808. Dos años después, en 1810, el triunfo de la sublevación en Buenos Aires tuvo como consecuencia la pérdida del virreinato del Río de la Plata. Llegaron luego una serie de batallas perdidas por un Ejército realista en situación de desgaste: «La de Montevideo (1814); las de Chile en Chacabuco y Maipú, en 1817 y 1818; el desembarco de San Martín en Paracas en 1820; la independencia de Guayaquil y Granada en Carabobo en 1821; la del Reino de Quito en 1822 y, en fin, Junín y Ayacucho en 1824».
El proceso fue largo y cruento. «Como muchas guerras de emancipación, esta también fue una guerra civil y esa ferocidad, aparte de los sufrimientos que causó, se pagaría muy cara a la hora de levantar los proyectos nacionales americanos», escribe José María Marco en su Historia patriótica de España (Encuentro). «No toda la élite criolla ni, menos aún, toda la población se había entregado al impulso de emancipación. Una parte de los americanos de origen indígena, al igual que los afroamericanos o los mestizos, desconfiaban de la oligarquía insurgente, blanca, que quería tomar todo el poder. Nadie se atrevía a asegurar que no habría una sublevación de los mestizos, los afroamericanos o los americanos descendientes de indígenas, como la de Túpac Amaru [en el virreinato del Perú en 1780] o como la de los esclavos en Haití», contra los franceses, en 1791, que enarbolaban los principios de los jacobinos parisinos y exigían la misma libertad.
Pero, ¿cómo se llegó a ese desencuentro entre los españoles nacidos en América y los llamados peninsulares en los 300 años que habían transcurrido desde que Francisco Pizarro iniciara en Panamá, un 14 de noviembre de 1524, un viaje que le llevaría a la captura de Atahualpa en Cajamarca y al dominio del Imperio inca? Autor de varios libros sobre la Leyenda Negra, Iván Vélez acaba de publicar La conquista del Perú (La Esfera de los Libros), donde relata cómo «de aquel choque, de las instituciones que fraguaron después de una conquista sólo posible por la fractura interna del Imperio inca, surgió una sociedad compleja capaz de, a su debido tiempo, equilibrarse con la metrópoli en sus estratos criollos». El desarrollo fue lento, explica Vélez, pero se hizo posible debido al carácter «generador» del Imperio español; esto es, debido a que la Corona española no llegó al Nuevo Mundo con una exclusiva intención «depredadora» de sus recursos naturales, sino que logró hacer allí una extensión de España, fundando ciudades y cohesionando el territorio a través de una cultura y unos intereses comunes.
«No hay precedentes de que una potencia se interrogue acerca de si tiene o no derecho a ocupar las tierras que está colonizando», escribe José María Marco
Con los inevitables abusos que todo proceso de invasión conlleva, «no hay precedentes», explica Marco, «de que una potencia se interrogue acerca de si tiene o no derecho a ocupar las tierras que está colonizando. Eso fue lo que hicieron los españoles. ¿Tenían derecho a implantar en América su propia cultura? ¿Tenían derecho a considerar a los americanos como mano de obra a su disposición? ¿Tenían derecho a ocupar los españoles aquel territorio?». En 1512 se promulgan las Leyes de Burgos y en 1542 las Leyes Nuevas de Indias, destinadas a ampliar y garantizar la protección de los indígenas. Las polémicas en Valladolid entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, en 1550, sobre la legitimidad de la conquista, supusieron la toma de conciencia por parte de la Corona de cuáles eran los límites de aquella empresa.
Finalmente, la cohesión fue posible por la conjunción de tres factores: la evangelización, que impuso el cristianismo como religión compartida; la alfabetización, que posibilitó que el español fuese la lengua común; y lo que John Elliott llamó la «monarquía compuesta» de los Austrias, que forjó un pacto con las élites americanas que durante 200 años facilitó el entendimiento. «El resultado final», explica Cuño Bonito, «era un conjunto agregado de territorios y de instituciones, fragmentadas y corporativistas, que requería un alto grado de negociación entre el monarca y las diferentes corporaciones locales. El conde-duque de Olivares ya había esbozado la necesidad de crear relaciones entre las diferentes aristocracias del imperio para darle una mayor cohesión, pero siempre dentro de ese componente negociador presente en la monarquía de los Austrias».
La llegada de los Borbones
Sin embargo, el acceso al trono español de la dinastía borbónica transformaría de forma radical todo el sistema en aras de conseguir un incremento de la recaudación. Explica Cuño Bonito, profesor de Historia de América en la Universidad Pablo Olavide de Sevilla, que «el cambio más significativo fue la hegemonía del absolutismo y la transformación respecto a la organización territorial y fiscal. Un rey con un poder absoluto que se hace presente en cada uno de los territorios desbarataba completamente el modelo que los Austrias habían implementado en América, que se había fundamentado en el consenso. Eso quebró el pacto implícito entre la monarquía peninsular y las élites americanas. Es el principio del fin y el origen de la insatisfacción de las élites».
Felipe V, ganada la guerra de sucesión, implantó a partir de 1714 la Novísima Recopilación de las Leyes de Indias y los Decretos de Nueva Planta. El Consejo de Indias fue dejando paso a una Junta de Hacienda y los virreinatos se transformaron en provincias debido al régimen de intendencias introducido en 1782 y todas las jurisdicciones, sometidas a la única del monarca. «Todos los territorios americanos se transformaron en una colonia al servicio de la monarquía absolutista», dice Cuño Bonito. Si el inicio de la Guerra de la Independencia y la proclamación de la Constitución de 1812 marcaron el devenir de lo que ocurría en América, el factor que aceleró todo el proceso fue el triunfo de la sublevación de Riego en 1820 y el inicio del Trienio Liberal, cuya primera decisión fue la de impedir el envío de unos 14.000 hombres a América para reprimir los movimientos de emancipación. Dejar a las tropas realistas sin ese apoyo, significaba de facto dar por perdidas las batallas futuras.
«Esta primera guerra civil en España hay muchos valores en juego. Por ejemplo, ¿qué tipo de nación y de Estado se va a construir?», explica Cuño Bonito
En ese momento, resume Cuño Bonito, las diferencias políticas entre liberales (moderados o radicales) y absolutistas que se dan dentro del Ejército, se trasladan también a las guarniciones americanas. Es decir, a los problemas económicos derivados de la implantación del reformismo borbónico, se unía ahora la lucha ideológica. «Una simplificación absurda que se ha dado en cuanto a la interpretación del proceso de independencia es que se trató de una lucha entre españoles y americanos», explica. «Pero todo es más complejo. En el libro digo que se trata de la primera guerra civil en España, que se traslada al continente americano, y en la que hay otros valores en juego. Por ejemplo, ¿qué tipo de nación y de Estado se va a construir, uno centralizada o uno federal?
El inicio del proceso de independencia es el inicio de la construcción de los Estados nación en América Latina, que va a provocar muchas guerras civiles en el XIX». Manuel Chust, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Jaume I de Castellón y autor de numerosos estudios sobre las independencias americanas, mantiene, en un reciente artículo publicado en La Aventura de la Historia, que frente al triunfo del absolutismo en toda Europa, que se plasma en el Congreso de Viena y la Santa Alianza, en la América hispana triunfaron los Estados nación, el constitucionalismo, el sistema republicano, el federalismo, la división de poderes… «Por ello, hay que insistir que fue allí donde triunfaron las propuestas liberales y constitucionales antes que, en general, en Europa», escribe. «Y, a pesar de ello, este gran proceso descolonizador y revolucionario liberal americano se ha ninguneado».
El proyecto de Simón Bolívar
Aunque no participó directamente en la Batalla de Ayacucho, el verdadero protagonista de la misma fue Simón Bolívar, el Libertador de Venezuela y Colombia y desde 1819 presidente de la Gran Colombia. Requerido para apoyar la emancipación del Perú, su enemigo declarado, Francisco de Paula Santander, el vicepresidente que controlaba el Congreso colombiano, se lo impidió. ¿Por qué? «Llámale celos, llámale intereses políticos, seguramente también intereses económicos, pero lo que finalmente resuelve el Congreso es decirle a Bolívar que no puede actuar fuera del territorio colombiano. Y si lo hace, quedaría cesado de inmediato. Decide entonces Bolívar quedarse en la retaguardia, hablar con Antonio José de Sucre y decirle que fuera él directamente en persona a pelearse contra los realistas». Y así lo hizo. Sucre, el gran héroe de Ayacucho, y el coronel Córdova, estaban moldeados por el Libertador. «Habían aprendido a operar en el campo de batalla como él mismo: no estuvo físicamente en la batalla, pero Ayacucho fue responsabilidad, obra, táctica y razón suya», concluye Cuño Bonito.
Sin embargo, Bolívar no consiguió materializar su proyecto de fundar unos Estados Unidos del Sur. «Por una razón muy sencilla», explica el historiador de la Pablo de Olavide. «Porque las élites que se erigen en centralistas en cada uno de los territorios lo hacen no solamente para asegurar su espacio económico, sino en contra del resto de élites que puede ser que tengan pretensiones hegemónicas. Es decir, se convierte en una lucha política, pero al mismo tiempo en una batalla económica».
«La sublevación de Riego y el inicio del Trienio Liberal en 1820 tuvo su reflejo en América en la lucha entre liberales y absolutistas», dice Cuño Bonito
Y lo cierto es que Inglaterra, que había apoyado a muchos movimientos de emancipación, no estaba dispuesta a dejarlo pasar. La monarquía británica logró varios objetivos con su estrategia: conseguir riquezas del continente; golpear al cada vez más débil Imperio español; y endeudar al conjunto de las nuevas naciones americanas que se iban a proclamar independientes y habían contraído ya desde el inicio una deuda enorme con Inglaterra, y que ésta, obviamente, usó para doblegarlos económica y políticamente. Pero pudo haber ocurrido de manera diferente.
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Con la derrota en Ayacucho, España perdía la parte más importante de la monarquía ibérica, que como había dicho Montesquieu, explica Cuño Bonito, no era la Península sino los territorios americanos. En un artículo aparecido en la Gaceta de Lima, explica el historiador y autor, entre otros de Vientos de guerra. Apogeo y crisis de la Real Armada. 1750-1823, se publicó una crítica a la «estupidez» de Fernando VII.
«Nos unía, decía el artículo, una misma religión, unas mismas costumbres, una misma cultura, un mismo idioma. Si hubiese reconocido desde el principio la independencia de los territorios americanos, habría sido el primero en aprovecharse de todas las ventajas comerciales que cada uno de esos territorios independientes le hubiese ofrecido, en primer lugar, siempre a España antes que a Inglaterra. Es decir, que implícitamente le estaban ofreciendo la creación de una especie de Commonwealth donde todos los países hubiesen compartido sus economías. Pero al desmarcarse de esa manera, Fernando VII, decían ellos, se vieron precisados a tirarse en brazos de los ingleses».
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