Conocí a Fil Uno una noche en el Haití. Clásica terraza miraflorina, una amiga en común nos presentó luego de describírmelo como «arte» y decirme que me iba a encantar. Conocerlo fue caer en el universo surrealista de Mina Loy, cuando en Insel narra la historia de la galerista fascinada con un artista capaz de moverse en un plano fuera de lo humanamente cotidiano. El artista como pieza. Fil es así. Es protagonizar  intensas noches de fiesta que culminan en inesperados conciertos de violonchelo que ven nacer la mañana. Es ir a tomar vino y terminar invadiendo el local con música para asombro de dueños y asistentes. 

No veía a Fil desde hace algunos meses. La última vez había sido en la despedida de la amiga que nos presentó, evento que también comenzó en el Haití con ganas de terminar en otro universo. Decidimos entonces, para tenerlo en su elemento, apropiarnos de la terraza histórica y abrir el nuevo disco Violonchelo Solo, que yo había tenido el placer de escuchar en un concierto para cinco de sus amigos y que ahora veía convertido en este objeto negro e inquietante, que parece sonar sin necesidad de reproductor. 

Siempre has dicho que lo tuyo no es música de auditorio. 

Es una celebración de la acústica, de la resonancia del violonchelo. El espacio donde ocurre afecta directamente la percepción de todo eso, así puede contribuir o restar. Busco que contribuya siendo un lugar resonante. Un auditorio lo es, pero lo que quiero para mi música son espacios neutrales. Que no tengan un contenido “sociocultural» ruidoso, como el “centro cultural” o “el auditorio», “el teatro” o uno de estos espacios asignados para el hacinamiento de las artes.

La última vez que te escuché nos pediste una audición atenta, como una suerte de advertencia antes de tocar. 

Estamos insertos en una cultura de la bulla y eso atrofia las cualidades de la escucha. Este proyecto, este disco, estos conciertos se proponen también ser una suerte de hisopo: inducir al oyente a despertar capacidades auditivas dormidas o estancadas.

Foto: Adrián Portugal

El disco no es solo un disco, ¿cierto?

Nada lo es. Violonchelo solo es la conclusión de una larga reflexión sobre la música y sobre el instrumento en sí. Realizar el disco y publicarlo ha sido la fase final. Quería tener un registro audiovisual del trabajo, que al final es una performance. Una muy sobria, pero una performance al fin y al cabo. Es así que del periodo de grabación se desprende un documental, que han realizado Carolina Cardich y Adrián Portugal, junto a Sergio Vásquez. Ahora, además, empiezan los conciertos. 

Cuéntame sobre la música. 

Apela mucho a los sentidos. Yo diría que es muy sensual. Se aparta un poco de esta idea de composición en la que uno idea una música y luego la vuelca en los instrumentos. Acá se da el inverso. Es el violonchelo el que va guiando el camino de la composición. Mi labor ha sido seleccionar aquellas sonoridades que me resultan más interesantes.

¿Sonoridades?

Es música que invita a reconocer la riqueza del sonido monocorde. Equivaldría, en la pintura, a pensar que una pared blanca realmente está compuesta de muchos amarillos, rojos, azules, muchos verdes. Un pintor podría reconocer esa riqueza de colores en lo que se ve solo blanco. Esta vez el lienzo es un marco de tiempo. Hago sonar el violonchelo. 

 

¿Cuáles son tus referencias al alejarte de lo clásico?

Influencias estéticas muchas. Musicales, la electrónica. También uno de los primeros géneros que se trabajó para violonchelo en el periodo barroco, que se llamaba ricerca, que significa investigación y que era exactamente eso: investigaciones sobre las posibilidades melódicas del violonchelo. Este tiene mucho potencial y demasiada versatilidad para quedarse solo en lo clásico.

¿Qué te hizo interesarte por el violonchelo?

Me trajo por su forma, aspecto y sonido desde siempre, solo que era un instrumento un poco inaccesible cuando yo era niño. Cuando terminé el colegio, hacia finales de los noventa, decidí estudiar música. Yo tocaba guitarra y piano, un poco porque eran instrumentos que estuvieron ahí. Cuando me planteo estudiar música, decido ir por el violonchelo, con el que siempre había soñado. Encontré a la mejor maestra en el Perú, a Annika Petrozzi. Una mujer que tenía la paciencia y las cualidades en pedagogía para introducir a un espíritu tan descarriado como el mío a esta disciplina. 

*Foto: Jorge Anaya

¿Cómo describirías tu relación con el violonchelo ahora?

Nuestra relación ha sido una de amor y odio, pero siempre de compromiso. Intuí siempre que el violonchelo sacaba algo muy bueno de mí. Los momentos en los que me siento peor siempre coinciden con que estoy tocando poco.

Tuviste un inicio clásico, ¿cómo te apartas de él?

Fue una apuesta. Apostar a no hacer una carrera de conservatorio. A trabajar con los maestros que sentía iban con mi búsqueda. A dotarme de periodos de tiempo y espacio para dedicarme a la exploración introspectiva con el instrumento. A no obedecer una preconcepción de lo que debe ser un violonchelista hoy en día.

A la vez, has tenido un recorrido como violonchelista profesional. 

Me animé a probar las diferentes áreas en las que un violonchelista se tiene que desenvolver. He sido músico de orquesta sinfónica, músico de cámara, he estudiado la pedagogía y he sido profesor muchos años. Toqué en orquestas sinfónicas juveniles, en la de Piura, en la Cusco, en la Nacional. Estuve en la orquesta Capilla Panamericana, un grupo en Francia que toca música barroca. Fui profesor de método Susuki en la escuela Qantu, de Cusco. También he incursionado en la dirección de orquesta.  Pero siempre regreso a la música barroca y experimental, sobre todo en Europa en los últimos años.

¿Es duro mantenerte en el camino personal?

Es una disciplina de alto riesgo, de mucha adrenalina, pero de satisfacciones. Hay que tener una confianza profunda en la posibilidad. Repetirte que en la música y en el arte las cosas cuajan con el tiempo, se hornean a fuego bajo.

¿Hubo momentos de querer renunciar?

Es complicado, pero no dramático. Para mí no hubo un “voy a dejar el violonchelo y me voy a dedicar a la computación”. Puedes acomodarte, incluso como músico, súper bien al sistema. Tener el trabajo estable, dar un montón de conciertos. Entregar tu vida a generar ingresos y olvidar el resto. Lo otro es complicado, atreverse a quedarse en la nada y generar algo propio.

Foto: Camila Rodrigo

En algún momento me dijiste que gestaste al disco en 9 meses. 

Como músico tenía chispazos de buenas ideas, pero sentía que necesitaba profundizar. Decidí aislarme. Dejar de ganar dinero, dejar de gastar dinero, dejar de tener una vida social. Me fui a una casa maravillosa entre las montañas, en Ollantaytambo. Fueron 9 meses, lo suficiente para gestar un bebé, afinar las piezas. Solo tenía que tocar en un entorno hermoso, con suficiente silencio, botellas de vino y belleza natural. Para mí siempre en el aislamiento pasan cosas. 

En disco, el empaque, es un objeto sólido y presente. 

Lo hice de la mano con un gran ingeniero, Frank Cebreros. Decidimos hacerlo en cinta magnética con tecnología analógica, no digital. Pensé que hacer un CD, que es un objeto tan devaluado hoy en día, podía convertirse en homenaje a toda una cadena de formatos de grabación. Hasta el CD nuestra música venía de objetos giratorios. Ahí aparece el Youth Experimetal Studio, diseñadores que vieron cómo reflexionar sobre esa idea. Agrégale que Mario Brewer, el mítico ingeniero que grabó los discos de Charly García y Spinetta, hizo la remasterización. El disco tenía que ser una pieza de arte sonoro. La caja representa eso, pero la verdadera forma de arte es poner el disco y escucharlo.

Hay una historia con Tormenta de plata.

Una semana antes de grabar el disco titulé todas las piezas. A una le puse Lluvia de plata. Mi idea era que tuviese esa sensualidad de estar bailando solo a las tres de la mañana alguna melosa pieza electrónica en una discoteca, y que en eso el brillo se te venga encima, todo purpurina, como decía nuestra querida Raquel. Tanto para poder hacer esto, lo quieras hacer en el centro de Berlín o en la calle Berlín, como para poder dedicarte a componer, necesitas mucha plata. Y no lo digo como un problema, es solamente la realidad. Necesitas agua para regar un cultivo. Entonces la idea era que viniera una lluvia de plata, tanto de dinero como de escarcha plateada. Cuando sale el disco descubrimos que la canción se llama Tormenta de plata. Empezamos a revisar dónde se dio el cambio, vimos mails, conversaciones, pero nunca lo descubrimos. Ya sabes cómo es. Las tormentas solo llegan y ahí estamos quienes las sabemos disfrutar.

 

 

Por Alejandra Nieto