Hace algunos días, “The Observer” publicó la siguiente información: “El jueves por la noche, Marina Abramovic celebró su cumpleaños número 70 en el Museo Guggenheim, con los primeros 70 minutos en absoluto silencio. Invitados como Bella Hadid, Naomi Campbell y el diseñador de Givenchy, Ricardo Tisci, lucieron audífonos ‘noise-cancelling’ mientras permanecieron sentados en sillas lounge, en el atrium del museo. Luego del silencio, los invitados interactuaron con ‘Golden Lips’, una experiencia interactiva creada por Kreëmart & Ladurée que les exigió aplicar una pátina dorada en sus bocas. La práctica fue descubierta por Abramovic cuando le ofrecieron una bola dorada en una cena, en un monasterio tibetano”. ¿Puede haber algo más pretencioso? Incluso en el mundo del arte contemporáneo, donde no es raro que Yoko Ono lance aullidos durante más de diez minutos en las galerías del MoMA, en una performance titulada “Voice Piece for Soprano & Wish Tree”, Marina Abramovic se lleva la corona cuando se trata de extender los límites del esnobismo intelectual.
Es, después de todo, una mujer que inició su carrera enterrando cuchillos entre sus dedos, que luego pasó días completos viviendo en una galería de arte a vista y paciencia –sobre todo, paciencia– de los espectadores (“Sex and The City” hizo una sátira de esa performance) y que, en una de sus instalaciones más memorables, estuvo 736 horas y treinta minutos estática en una silla enfrentando, en silencio, a los visitantes al MoMA que, en turnos, se sentaron frente a ella. 1545 vivieron la experiencia; Lou Reed, Björk y James Franco, por supuesto, entre ellos. Aficionados al arte elucubraron sobre si Marina llevaba puestos pañales o había ideado una compuerta secreta en su silla para usar como baño. En su nueva autobiografía, “Walk Through Walls’, asegura que fue la compuerta, pero que nunca la usó. Marina es una artista seria. Muy seria. Eso al menos revela en su mencionada autobiografía, que recibió una de las críticas más memorables que haya publicado “The New York Times”. Escrita por Dwight Garner, retrata a la artista como una pomposa malcriada de marcado narcisismo. El crítico asegura que, para convencerse de que odiaría el libro, le bastó llegar a la página diez, donde Marina recuerda que de niña no le interesaba jugar con muñecas o juguetes, sino “con las sombras en mi muralla de los autos que pasaban por la calle”. Garner dice que para leerlo hay que tener gran tolerancia frente a conversaciones sobre clarividentes, tarot, yoga kundalini, monjes, gurús y “cómo el alma puede abandonar el cuerpo a través del centro de la fontanela de la cabeza”.
Cuando no está creando colaboraciones con Jay Z o Lady Gaga, protagonizando una ópera sobre su vida (“The Life and Death of Marina Abramovic”), o planeando su propio funeral –lo llama “mi obra final” y tendrá lugar en Nueva York, Belgrado y Ámsterdam–, Marina mantiene una agitada vida social. Vestida a menudo de negro, la artista va de gala en gala con la naturalidad de una socialité y la solemnidad de una sacerdotisa. Su cumpleaños fue la culminación de su elaborada vida social; “el teatro de mi vida” lo llama ella. Después de soportar el silencio durante más de una hora, los invitados se enfrentaron a la cumpleañera, que apareció vestida en una túnica negra, acompañada del sonido de un gong. A su lado estaba la cantante Anohni, cubierta como en una burka y lista para dar su propia y casi celestial interpretación de “My Way” de Frank Sinatra. Antes, Marina leyó una proclamación en la que anunció: “Mi vida no ha sido fácil, pero ahora estoy frente a ustedes más contenta y feliz que nunca. He aprendido que la desdicha es una pérdida de tiempo. No más sufrimiento. No más corazones rotos. Voto por el humor y la alegría”.
Por Manuel Santelices
Publicado originalmente en Cosas 610.