Es imposible atribuir a un solo individuo la creación de todo un género musical, sobre todo uno proteico, bastardo y fragmentado como el rock and roll, que fue el resultado de una evolución en la que se fueron incorporando tradiciones distintas, como las del jazz, el country, el doo wop y tantas otras. Y una tradición musical, naturalmente, solo existe si es capaz de manifestarse a través del impulso colectivo. Pero lo que sí se puede afirmar con absoluta seguridad es que solo los auténticos genios revolucionarios pueden terminar de definir una estética y proyectarla hacia el futuro como un vehículo expresivo destinado a sobrevivir a las generaciones.
Chuck Berry hizo eso con muchos de los elementos que hoy asociamos de manera indesligable e instantánea con la cultura del rock and roll: él hizo del riff de la guitarra eléctrica una suerte de piedra filosofal, él consolidó a la celebración de la perpetua adolescencia como el gran motivo lírico de la canción rock y el estribillo pop, él fue el arquitecto que dibujó los planos y sentó las bases de la enorme estructura que más adelante sería enriquecida, adornada y enredada por dotados pupilos en ambas orillas del Atlántico, desde Brian Wilson, Keith Richards, Jimi Hendrix, Paul McCartney y John Lennon hasta David Bowie, Prince, Lemmy Kilmister, Bruce Springsteen, Kurt Cobain y Jack White.
De hecho, Lennon alguna vez dijo, con toda la razón del mundo, que si hubiera que “ponerle otro nombre al rock and roll, habría que llamarlo Chuck Berry”. Y, apenas se enteró de su partida, Springsteen publicó un mensaje en sus redes sociales en el que calificaba a Berry como “el más grande guitarrista y compositor de rock que haya existido”. Y que nadie se atreva a poner en duda lo que dice ‘El Jefe’.
Con nueve décadas encima, el incansable Berry no dejaba de presentarse en vivo y ya tenía un nuevo disco listo para su lanzamiento mundial (su familia ha anunciado que, pese a la muerte del músico, el novísimo “Chuck”, su primer trabajo con material original desde “Rock It”, de 1979, será editado sin falta este año).
Berry, romántico inveterado, dedicó su nuevo álbum a Themetta Berry, su mujer por más de 68 años. En octubre pasado, a propósito de su cumpleaños número noventa, publicó un mensaje en el que escribió lo siguiente: “Este disco estará dedicado a mi amada ‘Toddy’. Querida mía, ¡me estoy volviendo viejo! He trabajado en estas grabaciones por mucho tiempo. Creo que después de esto podré por fin colgar los zapatos”.
Aunque, cuando aparezca, “Chuck” será recibido como una suerte de milagro por los melómanos del planeta, su legado, a decir verdad, no hubiera precisado de ninguna adición para mantener su condición de tesoro indiscutible de la humanidad. Pero tengamos cuidado: el día en que algún viajero cósmico se tope en el espacio con la sonda Voyager (la canción “Johnny B. Goode” está incluida en un disco de oro dentro de dicha nave espacial, junto con piezas de Mozart, Bach y Beethoven, entre otros compositores clásicos), los extraterrestres seguramente tendrán muchas ganas de venir a conocer y, si es posible, vivir en el planeta en el que nació un músico capaz de escribir e interpretar canciones como las de Chuck Berry.
Por Raúl Cachay