Era un tipo querido, Leonidas. De esos que se hacen extrañar por sus amigos y colegas, entre los que estaban “desconocidos” como Luis Fernán Cisneros, Alberto Ulloa, Abraham Valdelomar, Enrique López Albújar o José Carlos Mariátegui; por su madre –Leonidas era su único hijo–, que en las cartas que le enviaba se refería a él como su “queridísimo hijito de mis entrañas”, pero también por la gente. Así, en general. No en vano cuentan que el 15 de febrero de 1917, cuando le tocó morir a merced de una pistola empuñada por los celos, cerca de treinta mil personas participaron de su cortejo fúnebre, en una Lima que, por aquel entonces, apenas rondaba los ciento cincuenta mil habitantes.
“La muerte de Yerovi ha consternado profundamente a Lima” fue el titular de portada del diario “El Tiempo”, al día siguiente. “Como era natural, la sensible y trágica desaparición del poeta Leonidas Yerovi produjo, al ser conocida en el público, un intenso sentimiento de consternación. Por todas partes, ya sea en los hogares de nuestras familias aristocráticas, como en los centros de trabajo en que laboran humildes, la condenación por el torpe y alevoso crimen se ha unido a la franca y espontánea simpatía por la memoria del que en vida figuró como una primicia de nuestro esfuerzo intelectual y artístico”, daba cuenta el diario.
El torpe y alevoso crimen
Fue cometido en plena calle de Baquíjano (hoy sétima cuadra del Jirón de la Unión), instantes después de que Yerovi abandonara el edificio del diario “La Prensa”, donde publicaba sus artículos, crónicas y algunas de sus más célebres letrillas políticas. “Desde los primeros años/ vivimos aquí de engaños./ Desde nuestra independencia/ el más audaz, no el capaz,/ por farsante y por audaz/ se sentó en la presidencia/ y nos robó toda paz”, dice una de ellas, con la sátira que las caracteriza, y da cuenta de la espeluznante actualidad que, a más de cien años de distancia, conserva frente a nuestros más recientes gobernantes.
“Lo mataron de cuatro balazos”, precisa Celeste Viale Yerovi, nieta del poeta, fundadora, junto a su esposo, Jorge Chiarella, del Centro Cultural Aranwa y dramaturga a cargo del varieté político-carnavalesco Un país tan dulce. Manuel Sánchez se llamaba el asesino, un arquitecto chileno que había mantenido relaciones con la misma mujer que Leonidas, la cantante de ópera Ángela Argüelles, y había viajado a Lima expresamente para ajustar cuentas con el poeta.
“El chileno acabó preso”, continúa Celeste. “Primero, le dieron cinco años. Después, la madre de mi abuelo apeló y lo condenaron a trece, pero el asesino estaba muy arrepentido; tanto, que en el Panóptico había una imprenta donde se editaban algunas obras, y él pidió especialmente ayudar cuando se imprimieron trabajos de mi abuelo”.
Leonidas dejó cuatro hijos; una de ellas, Juana Yerovi, madre de Celeste, quien se encargó de recopilar y organizar la obra de su padre hasta que, en 2006, fue publicada por el Congreso de la República. “Para ella, hacer esta tarea fue como conocer a su padre –cuando falleció, Juana tenía tres años–, redescubrirlo a través de su obra”, dice Celeste.
“En un país como este, en el cual –a principios del siglo XX– todavía no existía una cultura teatral, todo lo que se veía venía de España o de Argentina. Leonidas logró hacerse un espacio como un autor que representaba lo nacional; tenía todo el bagaje del periodismo, conocía muy bien a la sociedad y, sin embargo, era un autodidacta”, advierte el dramaturgo Mateo Chiarella, hijo de Celeste y autor de la música de Un país tan dulce. “El nivel que estaba alcanzando no tenía nada que envidiar a los principales dramaturgos de Latinoamérica. Con La casa de tantos –su última producción–, él mismo dijo que había escrito la obra que siempre soñó. Y, lamentablemente, esa obra estaba perdida, pero hemos encontrado un pedazo”, añade Mateo, que en mayo dirigirá La pícara suerte, en el mismo Teatro Ricardo Blume.
El “huaqueo” a través del archivo Documentos por ordenar, que había quedado pendiente en el trabajo de recopilación de Juana Yerovi, demandó una alta dosis de esfuerzo en Mateo. Pero, de alguna manera, su bisabuelo estuvo presente en todo el proceso. “Él ha querido estar acá. Es bien emotivo; siento que hay una lógica espiritual. Cuando mi madre escribía la obra, sentía que su abuelo estaba a su costado, leyéndola con una sonrisa”, dice Mateo, que explica a su manera el afecto que despertaba Leonidas Yerovi entre sus contemporáneos. “Una de sus principales características es que utilizaba el humor y la sátira. Y eso es un poco lo que salva a las sociedades; por eso quieren tanto a sus cómicos: los ayudan a sobrellevar los momentos difíciles, las crisis, las circunstancias… Creo que él hizo eso, y por eso se le quiso tanto”, concluye.
Por Mariano Olivera La Rosa
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