En noviembre de 1954, Marilyn Monroe, escondida detrás de anteojos de sol, una peluca negra y el alias ‘Zelda Zonk’, abordó un avión de Los Ángeles a Nueva York y dio inicio a una nueva vida. Según cuenta Elizabeth Winder en su libro, “Marilyn en Manhattan: su año de felicidad”, publicado recientemente en Estados Unidos, la actriz, a los veintiocho años, sentía que Hollywood abusaba de ella y la encasillaba en papeles de rubia tonta. Además, se consideraba mal pagada y estaba tristemente desilusionada al ver que su matrimonio con Joe Di Maggio no había funcionado. Su dieta se limitaba casi exclusivamente a alcohol, calmantes e hígados de pollo, los cuales consumía para mantener su energía.
En definitiva, vivía uno de sus peores momentos, por lo que su viaje a Nueva York no puede ser considerado simplemente como el inicio de una nueva etapa, sino un desesperado escape. A su lado iba su gran amigo –y ex amante– Milton Greene, un talentoso fotógrafo que captó algunas de las imágenes más bellas de la actriz y que, a diferencia de tantos otros, la trató como a una mujer compleja y atractiva, y no simplemente como un escote acompañado de caderas, labios rojos y melena rubia.
UNA VISITA INCÓMODA
Durante sus primeras semanas en la ciudad, Marilyn se instaló en la casa de Greene y su mujer, Amy, en Connecticut, y luego en casa de otras parejas amigas, causando, inevitablemente, tensiones en estos matrimonios; inconfesables deseos en ellos e irrefrenables celos en ellas. Luego se instaló en el Gladstone Hotel de la Calle 52 en Manhattan y finalmente en una suite del Waldorf Astoria.
Su vida en Nueva York fue deliciosamente anónima y bohemia, cuenta el libro. Pasó buena parte de sus días estudiando en la prestigiosa academia de Lee Strasberg y el Actors Studio, donde compañeros como Ben Gazzara, Eli Wallach y Anne Jackson la recibieron con sospecha y poca amabilidad en un principio, desconfiados de esta “estrella” con aspiraciones de actriz dramática. Strasberg, en cambio, la adoraba. Pensaba en ella como en un “diamante en bruto”, y su afecto lo llevó a invitarla a pasar largas temporadas junto a su familia, su mujer Paula y sus hijos Johnnie y Susie. Entrevistada en el libro, esta última recuerda que todavía no era una adolescente cuando Marilyn jugaba con ella en el living de su casa, recreando escenas del Kamasutra, con la actriz adoptando el rol masculino.
Por las noches la actriz bebía, y bebía mucho, según la autora, y disfrutaba leyendo deprimentes novelas rusas. Su legendario sex-appeal no era desconocido para nadie, especialmente para ella misma, que aprovechaba sus encantos para sacar ventajas personales y reafirmar su propia y muy frágil autoestima. Según “Marilyn en Manhattan”, la actriz solía poner vaselina en sus mejillas para hacerlas brillar y cosía bolitas de cristal en el pecho de sus vestidos para que parecieran duros pezones.
Marilyn era extremadamente coqueta, y todo, desde su voz susurrante hasta su movediza forma de caminar, parecía diseñado para la seducción. Jack Garfein, su compañero en el Actors Studio, habla cándidamente en el libro sobre cómo un día la rubia le pidió que la acompañara a comprar ropa, y luego lo desafió a que le tomara la mano en un restaurante. Garfein, por entonces comprometido, asegura que Marilyn lo acompañó hasta su casa y ahí tuvo “la clara sensación” de que si él hubiera querido, ella habría subido a su habitación. “Ella se rió, porque sabía que estaba creando conflicto y le gustaba la idea”. Marlon Brando sí cayó en las redes de la estrella, pero el affaire no duró demasiado.
LA MUSA Y EL DRAMATURGO
Flirteos aparte, Marilyn tenía su vista puesta en una presa mayor: Arthur Miller, el dramaturgo más importante de Estados Unidos por esos días y el hombre, esperaba ella, que finalmente le traería la respetabilidad que tanto deseaba. Su plan tenía un solo problema: Miller estaba casado. Pero, además, cuando el escritor conoció a la actriz unos años antes, en un estudio de Hollywood, este había mostrado poco interés en ella.
En esta ocasión las cosas fueron distintas, y la pareja comenzó pronto un romance clandestino que, al poco tiempo, llevó a la ruptura de Miller y su mujer. Marilyn tenía ahora el camino libre y lo aprovechó, seduciendo al escritor y casándose con él dos años después. Para ambos ese matrimonio fue un desafío. Ella no se sentía intelectualmente preparada para estar junto a uno de los hombres más brillantes del país, y él, a todas vistas, se sentía incómodo apareciendo como ‘Mr. Monroe’ al lado del símbolo sexual más famoso del planeta.
Su vida en Nueva York, sin embargo, fue suficientemente placentera como para que arrendaran una casa en East Hampton durante el verano y él la pusiera como protagonista en “The Misfits”, la película de John Huston de 1961 basada en su guion. Para cuando terminó la filmación, no obstante, el matrimonio ya estaba naufragando. Marilyn regresó sola a Los Angeles y, un año después de su divorcio, fue encontrada muerta en la cama de su bungalow en Hollywood. Tenía treinta y seis años.
Por Manuel Santelices
Publicado originalmente en la edición impresa de COSAS 615.