Que Nicolás Maduro se haya valido del Tribunal Constitucional para sacar brutalmente de juego al Congreso. Que luego, ante la presión internacional, él y su maquinaria política hayan maquillado esa medida (oferta de elecciones regionales) para que todo siga igual en la Venezuela chavista. Que el principal opositor de Maduro y ex candidato presidencial, Henrique Capriles, haya sido inhabilitado políticamente por quince años, so pretexto de ser responsable de “ilícitos administrativos” relacionados con el manejo de donaciones como gobernador del estado de Miranda (en 2008, el régimen hizo lo mismo con Leopoldo López, actualmente preso, para que no pudiera disputar la presidencia con Hugo Chávez).
Que Rafael Correa se haya cansado por fin del poder y de las reelecciones en el Ecuador, pero dejando el correísmo continuista vivito y coleando en la persona de su sucesor y ex vicepresidente, el socialista Lenín Moreno, ganador ajustado de las recientes elecciones frente a su rival, el empresario Guillermo Lasso.
Que el 5 de abril se haya recordado veinticinco años del autogolpe de Alberto Fujimori, con un mensaje de autocelebración de su parte, desde la cárcel, como “arquitecto” de una supuesta gesta de “democracia moderna”, pero también con una condena generalizada de diversos sectores por la ruptura del orden constitucional de entonces, que privó al Perú de diez años de normal vida institucional.
Que entre las barbaridades de Maduro y las promesa de “Nunca más un 5 de abril”, la República del Paraguay, presumiblemente curada del espanto por más de treinta y cinco años de dictadura, bajo el general Alfredo Stroessner, se haya visto sacudida por una rebelión popular contra el Congreso, donde el actual presidente Horacio Cartes cocina, a presión caliente, un cambio constitucional que le permita reelegirse.
Que la Organización de Estados Americanos, que muchos se preguntan para qué existe, haya probado una vez más, frente a la dictadura de Maduro, que ella es lo que sus países miembros quieren que sea; es decir, todo y nada al mismo tiempo, según los intereses en juego.
Todas estas no son noticias gratas para América Latina y particularmente para cada uno de los países involucrados. Revelan crudamente que el remedio contra las autocracias y las dictaduras no es la indignación ciudadana volcada a las calles, ni los alzamientos populares fría y prolongadamente calculados, ni las conspiraciones políticas e ideológicas de salón, ni los infinitos mecanismos de presión internacional a los que se apela en última instancia.
Raíces nefastas
El remedio real y efectivo contra las autocracias y las dictaduras todos lo saltan por encima, los de izquierda, los de centro y los de derecha, como si no quisieran verlo ni aceptarlo, y, por fin, ni creerlo. Se trata de hacer sólidos los sistemas políticos democráticos, tarea sin duda difícil, complicada, que demanda inversión en civismo, en valores, principalmente éticos, en madurez política, en formación de cuadros partidarios abiertos y plurales, en acuerdos de puntos fijos en función del país más que en función de candidaturas, en hacer representativos y legítimos los poderes públicos, en propiciar limpieza y garantías en el sistema electoral y en evitar todo el tiempo que el poder sea confundido con el cuarto de rescate de cualquier pirata de la política. Más que un remedio, todo esto, llevado a la práctica, es la vacuna contra todas las deformaciones legales y constitucionales, incluidas, por supuesto, las interrupciones democráticas, que tanto mal han hecho al desarrollo humano, social, político, económico y cultural de los países de la región.
El gobierno de Maduro, que ha derivado en dictadura, es la encarnación del mal, como son también una encarnación del mal las autocracias de Evo Morales en Bolivia y de Daniel Ortega en Nicaragua. Pero ¿cuál es la raíz de una y de las otras? El grave deterioro de las democracias y sus instituciones, en manos de quienes parecen no entender que depende precisamente de ellos, usufructuarios del voto ciudadano, evitar la creación de condiciones de fragilidad y vulnerabilidad de las que se valen los fabricantes de reeleccionismos autoritarios. De ahí que en tales circunstancias la alternativa recurrente vuelve a ser la compra de una escritura pública de partido en el inescrupuloso mercado electoral y la aparición de los caudillos capaces de arrastrar detrás de sí los descontentos migratorios que van de un lado a otro, divorciados del sistema.
No es de ninguna manera inoportuno ni inútil que se libre una cruzada interamericana en defensa no solo de la democracia de Venezuela, sino de todas las democracias amenazadas en su esencia y desarrollo. Lo perverso es que no se haga la otra tarea: la de fortalecer las instituciones democráticas para que justamente no sean presas fáciles de caudillos sedientos de poder, soberbia y riqueza.
Para los países latinoamericanos, sumidos casi todos en pobreza y bajos estándares en educación, salud, seguridad y desarrollo en general, el costo de defensa de una democracia secuestrada es muy alto.
El caso peruano
No hay pruebas suficientes de que el autogolpe del 5 de abril de 1992 en el Perú permitió que se derrotase al terrorismo y se fortaleciese la economía. Las drásticas medidas antiinflacionarias y en pro de un rígido equilibrio fiscal fueron dadas antes, en 1990 y 1991. Y el terrorismo pudo haber sido enfrentado con éxito en democracia, mediante acciones políticas, militares y policiales sin duda duras, pero dentro de las reglas de juego institucionales. La creencia de que el ejercicio de autoridad firme y decidida es solo patrimonio de dictaduras y autocracias es uno de los tantos mitos que han rodeado nuestra historia. Ocurre que el empleo de los mecanismos coercitivos en democracia exige dificultades y complejidades que pocos demócratas están en condiciones de asumir con eficiencia y responsabilidad.
Fujimori trajo consigo al poder presidencial una personalidad esencialmente autocrática, lamentablemente aprovechada por su asesor de inteligencia, Vladimiro Montesinos, para montar, sobre esa debilidad personal, un proyecto gubernamental de veinticinco años, que de haber prosperado estaría cumpliéndose en la actualidad. De ahí que no calce en la verdad el argumento del propio Fujimori de que el autogolpe perseguía devolver el poder en corto plazo y mediante elecciones. Quien esto escribe fue testigo directo, como enviado especial de “El Comercio” en Nassau, Bahamas, de las intensas negociaciones que se libraron allí, al interior de las cancillerías latinoamericanas representadas en la OEA, para exigir a Fujimori, bajo presión política de los Estados Unidos y presión intelectual de Hernando de Soto –llamado a mediar en la crisis–, su compromiso inalterable de no solo convocar a prontas elecciones, sino también de dar forma a un nuevo Congreso y a una nueva Carta Constitucional.
Casi muy poco se recuerda en muchos círculos el costo que significó el autogolpe para el proceso de reinserción del Perú en el sistema financiero internacional, cuando tuvo que volverse a foja cero en unos casos y reconstruirse en otros muchos contactos y compromisos de Estado a Estado que el propio Fujimori había logrado en pacientes horas de negociación en sus viajes a Estados Unidos, Europa y Asia.
El hecho de que la Carta Constitucional de entonces, principalmente por su interpenetración con las medidas fiscales que se dictaron previamente, haya durado veinticinco años y se haya convertido en la piedra angular del actual crecimiento económico, no justifica de ninguna manera el autogolpe del 5 de abril de 1992. Muchas economías de corte liberal se han implantado en América Latina y el resto del mundo con relativo éxito sin tener que ser el necesario producto de una interrupción del orden constitucional.
El paso de Fujimori por el poder dio lugar a la formación del fujimorismo como movimiento inherente al legado atribuido a su líder: la derrota del terrorismo y la estabilidad económica. Por discutible que sea este legado, el fujimorismo ha logrado constituirse en los últimos tiempos más como un partido que como un mero movimiento. Y ha generado también, frente a él, un antifujimorismo que, por el contrario, tiende a ser no más que un estado de ánimo, tan letal en tiempos de elecciones presidenciales, que ha frenado en dos ocasiones la llegada al poder de Keiko Fujimori.
Habiéndose convertido las ajustadas y angustiosas derrotas electorales del fujimorismo en un síndrome cíclico, tampoco este hace nada, digamos, de cara al 2021, por remontar aquellos elementos de tendencia autoritaria que todavía subyacen en su estructura y mandos políticos, para aparecer como una alternativa limpia e indiscutiblemente demócrata. Su actual dominio de número en el Congreso podría permitirle, por ejemplo, encabezar iniciativas de reformas orgánicas y constitucionales no únicamente para enmendar las gruesas fallas heredadas del viejo fujimorismo, sino para sacar del marasmo y el dispendio presupuestal una administración burocrática estatal que nadie se atreve a hacer pasar por una reingeniería o liquidación urgente y establecer controles de gestión moderna allí donde las regiones y sus cúpulas dirigenciales se han convertido en tierras de nadie y nidos de corrupción.
La pregunta de ¿cuántos autogolpes más vienen en camino?, ilustra el temor no despejado en América Latina respecto a nuevas transgresiones y violaciones a los sistemas políticos democráticos, solo porque estos, lejos de convocar iniciativas y acciones de fortalecimiento, convocan improvisaciones, aventuras y corrupción, que los vuelven cada vez más débiles y vulnerables. Esto viene a representar el caldo de cultivo de graves crisis internas de gobernabilidad en unos casos, y de deslegitimación de quienes están en el poder en otros, abriendo las puertas a cualquier tipo de salto al vacío como alternativa nada deseable.
Aquí, en este punto de quiebre en el que se agotan las mínimas reservas de institucionalidad de un país y aparece, como siempre, de la nada, el mal menor, se juega su suerte la democracia y, con ella, las libertades, justo los dos valores con que pretenden acabar primero las autocracias.
Por Juan Paredes Castro, analista político, ex editor central de Política y Opinión y ex director (a.i.) de “El Comercio”. Actualmente es columnista político dominical del mismo diario y colaborador de COSAS.