El inicio: una montaña de cocaína en medio del Congreso, aquella mujer desnuda bajando las escaleras mecánicas de un centro comercial, la orquesta con su melodía fúnebre al borde del acantilado. Así surgen las historias de Diego Lama. Con pequeñas imágenes. A veces, son provocadoras. Otras, oníricas, casi poéticas. Pero aparecen, siempre, como la pieza más reconocible de un rompecabezas. Hace un año y medio, sin embargo, el artista peruano podía sentir la crisis. “La democratización tecnológica enriqueció muchísimo al videoarte. Pero después de una década, con la generación masiva de videos, las producciones audiovisuales dejaron de ser algo especial”, dice. Y él, que había apostado como pocos por el formato, estaba desorientado.
Max Hernández Calvo –uno de los primeros curadores que reparó en Lama, hace más de quince años– fue quien lo alentó, entonces, a realizar una revisión de su obra. Liminal, la exposición que presenta el Centro Cultural de la PUCP hasta el 20 de agosto, registra ese trabajo. “Durante el proceso empezamos a notar varias cosas: por un lado, estaba la transgresión de los límites en las relaciones sociales y los espacios de poder, que trabajo desde la narrativa. Pero, también, había una ambigüedad en la percepción de mi obra, y este impulso recurrente por encasillarla dentro del video o el cine”, cuenta.
El proyecto está conformado por catorce piezas de video: las iniciales, de estilo barroco; otras experimentales –Transfiguración y Desnudo bajando las escaleras, entre ellas–; algunas más poéticas –como Parricidio–; y Threshold, una obra inédita, donde el narrador reflexiona sobre los distintos roles en el mundo del arte. “Me parecía interesante incluir un video que hable de temas como la apropiación cultural, el propósito de las curadurías o de los mecenas, y cuestione, incluso, mi propio trabajo”, explica Lama. El montaje de la exposición aprovecha, también, la idea de los límites difusos. Juega con los recovecos de la sala para las proyecciones centrales, contrapone videos en algunos de sus vértices, y transforma un corredor central en el mirador de una obra que cruza el espacio, de un piso a otro.
Se trata, sin dudas, de un acercamiento lúdico al trabajo audiovisual de Lama. Pero la selección no hace concesiones. De falso a legal emplea, por ejemplo, una toma sin cortes desde el Jirón Azángaro –tal vez, el lugar más popular para la falsificación de documentos en Lima– hasta el Palacio de Justicia, para hacer referencia a la ilegalidad institucionalizada. The Act, otra pieza cargada de humor negro, es más política aún: funciona como un guiño para los congresistas peruanos vinculados al narcotráfico. “La gente lee sobre estas cosas en los periódicos, pero eso es lo que se espera de ellos. Fuera de ahí, la corrupción está tan normalizada que no pasa nada”, dice Lama. Por eso, su crítica a las estructuras de poder se ha reavivado. El resultado es, en palabras de Hernández Calvo, un proyecto que señala las disputas cotidianas desde una mirada poética.
“Sé que no voy a cambiar al mundo, ni mucho menos, pero mi trabajo está para generar cuestionamientos; y me interesa seguir por esa línea”, cuenta Lama. En el video –aunque ha experimentado con la fotografía, la escultura y la instalación– es donde ha encontrado más potencia. Allí, dice, el efecto es más duradero. Diego Lama tiene otra ventaja: piensa en imágenes.
Por Gloria Ziegler